EN "UNA LUZ EN LA OSCURIDAD", RICHARD DAWKINS REPITE CRITICAS POSITIVISTAS A LA RELIGION

Memorias de un ateo militante

POR A. GERMAN MASSERDOTTI

La lectura de Una luz en la oscuridad, de Richard Dawkins (Tusquets, 440 páginas), es una buena ocasión para ejercitarse en la reflexión sobre la integración de los saberes y en la necesidad de contar con una forma mental analógica al momento de acercarnos al asombroso mundo de lo real.

Clinton Richard Dawkins -éste es su nombre completo- es un zoólogo y divulgador científico nacido en 1941 en Nairobi. Entre sus libros -por otra parte, éxitos editoriales- se encuentran El gen egoísta (1976 [1989Á); El relojero ciego (1986 [2015Á) y El espejismo de Dios (2006 [2008Á).

En este volumen podemos encontrar datos como los siguientes: Dawkins nos habla sobre su afecto por las hormigas cortadoras de hojas y que pasó buena parte de uno de los días de su vida "contemplando, con horrorizada fascinación", una pelea entre dos colonias rivales de los mismos animalitos que le hizo evocar la primera guerra mundial; manifiesta un especial interés por un tipo de avispas llamadas sphex ichneumoneus; nos cuenta su exitosa carrera editorial con libros científicos y de divulgación; nos informa sobre las peripecias que vivió en la televisión; y un largo etcétera que resultaría interminable, dado que el libro que reseñamos abunda en anécdotas de todo tipo.

SATIRA AMABLE

Pero lo más interesante del volumen, según nos parece, son los pasajes en los que Dawkins resume sus intervenciones sobre la cuestión de la existencia de Dios y las consecuencias sociológicas que se siguen de la misma. En concreto, la religión.

Este divulgador del evolucionismo no disimula su "ateísmo militante", si cabe la expresión, y no deja de expresar sus posiciones, incluso, con carácter burlesco. Aunque, en sus palabras, algunos pasajes sobre el asunto pueden calificarse como "sátira amable" pero lejos del ensañamiento y o el escarnio vulgar o, a lo sumo, como "sarcasmo hiriente" pero no "estridente". Sea lo que fuere -las expresiones de Dawkins resultan objetivamente ofensivas-, lo cierto es que el juicio de una persona que atribuye a Juan Pablo II una "proclividad politeísta" por atribuir a la Virgen de Fátima haber sobrevivido al atentado de 1981 no resulta serio. 

Pareciera que este académico, que acrecentó su fama y prestigio haciendo uso de los medios masivos de comunicación, no se molestó en consultar un manual de teología católica para, si no compartir, al menos entender en qué sentido el catolicismo se refiere a la intercesión de la Virgen en la obtención de las gracias. O -a renglón seguido de su anterior afirmación- sostener que haber dicho que fue la de Fátima y no otra la que ayudó al Pontífice señalaría que otras advocaciones de nuestra Señora se estarían ocupando de otros asuntos, no revela sino ignorancia, cuando no negligencia, por hablar de lo que no sabe creyendo que sí sabe.

O afirmar que el Dios del Antiguo Testamento no es el mismo que el del Nuevo y que el primero resultaría ser "el personaje de ficción más antipático" nos señala la carencia de los rudimentos más elementales para comprender algo del contenido de las Sagradas Escrituras. En la misma línea de ignorancia acerca de lo que habla podemos ubicar la afirmación sobre la existencia del "mito central del Nuevo Testamento" -se refiere al sacrificio de Jesucristo en la Cruz-, atribuyendo la supuesta invención del mismo no a Jesús sino a san Pablo. 

El autor de estas memorias sufre -queriéndolo o no- de ese hábito mental positivista que solamente acepta como válido lo que se puede comprobar empíricamente y -no sin coherencia- rechaza toda afirmación metafísica o con visos de tal ubicándola en el terreno de lo irracional o por afuera de la razón.

Entonces es comprensible que Dawkins rechace, con un prejuicio antifilosófico que no disimula, la posibilidad de demostrar la existencia de Dios. Con estos antecedentes se comprenden las afirmaciones o negaciones de este darwinista ortodoxo y los límites -elegidos, no fatalmente impuestos- que las mismas revelan en su forma mental.

Acerca de la existencia de Dios, Dawkins podría leer por vez primera o repasar las conocidas vías que Tomás de Aquino nos ofrece en su Suma de Teología, con antecedentes en la filosofía antigua. Estas demostraciones que resultan conclusivas -con las dificultades del caso, por supuesto-, están al alcance de cualquier estudioso que posea cierta disciplina de trabajo de investigación. Y Dawkins -su historia académica lo demuestra- no carece de esta virtud. Su problema principal no es que no cree en Dios. En realidad no quiere creer. En el fondo, daría la impresión de que no le interesa. Con todo, dedicó buena parte de su producción bibliográfica -y negocio editorial- en la consolidación de la impostura atea.

COMPLEMENTARIEDAD

Dawkins podría descubrir que la razón -una no clausurada en la inmanencia, por supuesto- puede, no sólo demostrar la existencia de Dios, sino también justificar que entre el hombre y Dios existe un vínculo de religación también natural. Podría llegar a entender algo de la identificación entre el Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento. Podría vislumbrar, incluso, que entre las ciencias y la religión -principalmente la católica- existe complementariedad y no enfrentamiento. Pero para que suceda lo que decimos Dawkins necesita, no sin esfuerzo y con el consiguiente premio, desembarazarse de los prejuicios antimetafísicos y clichés cientificistas.

Por último, y en relación al título de este volumen, podríamos decir que la luz puede convertirse en algo más frecuente que fugaz si no edificamos el mundo de las ciencias de acuerdo a compartimentos aislados sino integrados. La auténtica ciencia, le guste o no a Dawkins, conduce a Dios en cualquiera de las modalidades al alcance del hombre.