Vida del caudillo atormentado

Miguel Angel De Marco abordó ahora la biografía de Alem. El fundador de la Unión Cívica Radical fue el paladín de la decencia política en un tiempo de arreglos entre cúpulas. Esa intransigencia lo marginó del poder y cimentó su trágico final.

Biógrafo reciente de Belgrano, San Martín y Güemes, y tiempo antes de Bartolomé Mitre, el historiador Miguel Angel de Marco abordó ahora la vida intensa y triste de Leandro N. Alem, figura histórica que -según anota con razón en el prólogo- "parece hoy poco menos que ausente de la memoria colectiva".

De 336 páginas y publicado por Emecé, el libro, que tiene tanto de historia general cuanto de biografía en sentido estricto, relata para las nuevas generaciones la trayectoria vital y política del fundador de la Unión Cívica Radical. Uno de los hombres centrales de la vida pública argentina de fines del siglo XX del que, sin embargo, todavía persisten inmensas lagunas informativas acerca de sus actos íntimos y profesionales. De Marco admite esas limitaciones y advierte con probidad que no pretendió llenar los vacíos con suposiciones que no pudiera probar.

Cincuenta y cuatro años (entre 1842 y 1896) duró la vida del "caudillo de Balvanera". Fue soldado en la guerra del Paraguay, abogado exitoso, diputado provincial y nacional, miembro de alto rango de la masonería, tribuno de oratoria apasionada aunque no brillante, líder intransigente y, alguna vez, profético.

Leyendo su historia en la pluma de De Marco cuesta no conmoverse ante la tragedia de su destino, enmarcado entre dos muertes violentas: la de su padre, fusilado por mazorquero a la caída de Rosas, y la suya, que se provocó por propia mano en un momento de extrema desesperación, cuando estaba acosado por deudas, por el distanciamiento de su querido sobrino, Hipólito Yrigoyen, por agudos problemas de salud y hasta por una pena de amor que no podía superar.

Un aire de promesa frustrada domina toda su existencia. Alem merodeó las sedes del poder pero nunca llegó a ocuparlas, en parte por una situación nacional hostil a sus ideas de limpieza cívica pero también, se entiende, por rasgos de carácter que lo hacían incapaz de avenirse a los arreglos y transacciones propias de la vida política. Ese principismo, que en la vida personal lo llevó a batirse una vez a duelo y a intentarlo otras tres, una de ellas con Carlos Pellegrini, le mereció, visto a la distancia, el justo título de profeta por oponerse -siendo diputado provincial- a la federalización de Buenos Aires (1880).

Alem advirtió que esa medida favorecería el crecimiento desmedido del poder porteño y la emigración masiva hacia lo que mucho después se conocería como conurbano. Vaticinó incluso el fenómeno tan actual de la dependencia de las provincias del poder central al que acudirían, dijo, "a pedir diariamente subsidios", lo que daría al gobierno nacional "necesariamente una influencia nociva a la autonomía de esos estados".

Alem fue un idealista apasionado y contradictorio. Si clamó contra el fraude y las manipulaciones electorales, no dudó en practicarlas él mismo, revolver en mano (hábito que, recuerda De Marco, era común a los políticos de su tiempo).

Enemigo de los contubernios y la prepotencia del régimen de Roca, Juárez Celman y otros, no tuvo reparos en resistirlo por las armas y al costo de cientos de muertos en las revoluciones de 1890 y 1893. No asombra entonces que la vehemencia de su liderazgo cautivara a una juventud ávida de cambios y de acción, ni que ese mismo liderazgo se consumiera en pocos años como una llama luminosa y fugaz. La imagen de un Alem retirado a una plácida vejez de estadista resulta inconcebible.

En eso su destino, que De Marco recorre con su conocida ecuanimidad de criterio y claridad expositiva, se parece al del partido que fundó o, mejor aún, al del país que dejó a su muerte. Una gran promesa de progreso decente y sostenido que, hasta ahora, al menos, no ha podido concretarse.