UN PRESTIGIOSO FILOSOFO REFLEXIONA SOBRE BIENESTAR, DESARROLLO Y LO QUE LA GENTE REALMENTE DESEA

¿Se puede comprar la felicidad?

POR MARIO BUNGE *

Abordaremos un problema clásico de la ética, la economía y la filosofía política: la relación entre riqueza y bienestar. ¿Qué son éstos, y debiéramos vivir para el placer, o procurar vivir una vida plena y útil? Esta es la antigua disyuntiva entre el hedonismo, o culto del placer, y el eudemonismo, o búsqueda de la vida plena.

Los economistas, casi sin excepción, han optado por el hedonismo, pero no han averiguado qué porcentaje de los bienes que desea la gente común son mercancías. Esta averiguación la han hecho, en el curso de los últimos años, psicólogos, sociólogos, socioeconomistas y otros investigadores en la nueva ciencia del bienestar, también llamada ciencia de la felicidad (p. ej., Huppert, Baylis y Keverne, compils., 2005 Graham 2009). Sus resultados sorprenderían a los economistas.

En el plano social, y en particular económico, el problema anterior, referente a individuos, se traduce a la cuestión del desarrollo nacional: ¿Qué tipo de desarrollo debiera procurarse y para quiénes? En particular, ¿debiera buscarse solamente el crecimiento económico, o más bien el desarrollo de todos los subsistemas de la sociedad, incluyendo el cultural y el político?

Este problema está situado en la intersección de tres ciencias -psicología, economía y politología- y tres capítulos de la filosofía: epistemología, ética y filosofía política. Por consiguiente, quienes se atrevan a proponer soluciones originales al problema en cuestión se expondrán a críticas de expertos distribuidos entre los seis gremios citados, quienes no suelen dialogar entre sí.

1 - La dicha

The Wealth of Nations, de Adam Smith (1776), fue el primer tratado moderno de economía. Aunque lamentó el hecho de que hubiese 500 pobres por cada rico, Smith centró su atención en la producción de riqueza. Su receta para enriquecer las naciones fue procurar el crecimiento mediante la manufactura y el libre cambio. Dio por sentada la meta, el enriquecimiento, ya que a su vez nadie salvo los eremitas, budistas y miembros de oscuras sectas protestantes ponían en duda el que todos buscasen enriquecerse como medio para alcanzar la felicidad.

El Preámbulo de la Constitución Americana incluye "la búsqueda de la felicidad" entre los derechos humanos. Evidentemente, los redactores de la primera constitución optimista y laica de la historia no consultaron a Agustín de Hipona, Martin Lutero, Thomas Hobbes, Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche ni Sigmund Freud.

La enorme mayoría de los economistas sigue afirmando que la utilidad es una función monótonamente creciente de la cantidad, y que todo aumento de la riqueza realza la calidad de vida. También sostienen que una economía sana crece por lo menos un 3% por año, propulsada por el crecimiento demográfico, los avances tecnológicos y la pasión adquisitiva. No les importa la desigualdad creciente entre personas y naciones, que se ha dado en los últimos cuatro decenios, ni el agotamiento de los recursos minerales; tampoco les preocupa la desertificación, la contaminación ambiental, ni el despilfarro.

Es verdad que hay excepciones (por ejemplo Stiglitz, Sen y Fitoussi 2008), pero suelen limitarse a señalar el problema, el que no es económico sino político.

¿Es cierto que el bienestar aumenta con la riqueza? Aquí es donde intervienen los psicólogos, economistas y epidemiólogos que han investigado la cuestión, y que han estado publicando en revistas especializadas, tales como Social Indicators Research y Journal of Happiness Studies, así como en varios volúmenes colectivos.

Los principales resultados de estas investigaciones son éstos. Primero, la mayoría de la gente no sabe bien qué la hace dichosa, o al menos la satisface: muchos siguen afirmando que el dinero acarrrea la felicidad porque les permite consumir más artículos que desean; pero de hecho su calidad de vida no aumenta de esta manera, ya que la mayor fortuna suele implicar mayor estrés, menos tiempo libre, aumento de la deuda privada, etc.

Segundo, se sabe que la satisfacción aumenta con el ingreso. Hasta hace poco se creía que este aumento cesa al alcanzarse una meseta que corresponde al estado en que el individuo ha satisfecho sus necesidades básicas y ya no tiene ansiedades relacionadas con dinero. Pero no todo el mundo se conforma con lo que le basta: muchos quieren todo lo posible, de modo que la hipótesis de la meseta ya no es sostenible.

Tercero, como era de prever, la gente no está satisfecha o insatisfecha en todo. Según la encuesta de Gallup-Healthways de 2008, los norteamericanos le asignan 82,5 puntos a la satisfacción de sus necesidades básicas, pero sólo 49,6 a su calidad de vida. De los cuatro factores que fueron tenidos en cuenta (salud emocional, salud física, comportamientos saludables y ambiente del trabajo), el que mereció la calificación más baja (48,1) fue el ambiente de trabajo. Pero los empleadores, expertos en administración de empresas y economistas no suelen interesarse por este factor: parecen creer que lo único que aprecia la gente es su capacidad de consumo, o sea su ingreso.

Los cooperativistas, en cambio, saben que a los trabajadores les importa mucho participar en el planeamiento de sus propias actividades. La libertad promueve la felicidad.

Cuarto, investigaciones recientes hnan mostrado que lo que más contribuye a la felicidad personal suelen ser un aumento de la libertad para hacer lo que se desea sin pedir permiso, mantener relaciones íntimas y sociales más ricas, gozar de buena reputación, y contribuir voluntariamente tiempo y dinero a buenas causas.

Quinto, cuando se le pide a la gente que le asigne un número comprendido entre 0 y 10 a su nivel de satisfacción, resulta un promedio de 5,8 para los 130 países estudiados, lo que suena paradójico e incluso hace sospechar del cuestionario.

Sexto, investigaciones recientes han mostrado que la satisfacción baja cuando sube el PBI: esta es la llamada paradoja del crecimiento infeliz (Lora y Chaparro 2008). Presumiblemente, esta insatisfacción creciente que acompaña al aumento rápido de la riqueza nacional se debe a los transtornos, en particular las desigualdades económicas que genera el desarrollo económico cuando no va acompañado de desarrollo social. Cuando sube la marea suben todos los yates, pero quien no tiene yate se ahoga.

En resumen, la felicidad no se puede comprar: no es una mercancía sino un estado subjetivo que depende más del temperamento que de las circunstancias. Sin embargo, las condiciones objetivas de la sensación subjetiva de bienestar o felicidad son socioeconómicas y políticas. Pero el ascenso del PBI, en sí mismo, no es una de ellas.

2 - ¿Puede comprarse el bienestar?

La felicidad y la satisfacción son subjetivas, pero el bienestar es objetivo. Una persona puede gozar de bienestar porque está descansada y bien alimentada, tiene amigos, trabaja en lo que le gusta y puede viajar, pero se siente desgraciada porque no ha satisfecho sus mayores deseos: no es correspondido en amor, no goza del aprecio que cree merecer, no reside donde quisiera, etc.

En resumen, el bienestar consiste en satisfacer las necesidades básicas, mientras que la felicidad consiste en cumplir los máximos deseos. Más aún, al diseñar cuestionarios sobre el bienestar subjetivo suele tenerse en cuenta la diferencia entre lo que siente el individuo en el momento y la manera en que evalúa su vida entera. O sea, hay que preguntar no sólo "¿Cómo está ud.?" sino también "¿Cómo le ha ido en la vida?" (Kahneman y Riis 2005). Curiosamente, los afganos suelen responder "mal" a la primera pregunta y "bien" a la segunda (Graham 2009).

Además, es preciso tener en cuenta la habituación, ya que quienes se han acostumbrado a estrecheces son quienes menos protestan. Por ejemplo, Amartya Sen ha observado que los habitantes del pobrísimo estado indio de Andhra Pradesh se quejan menos que los de Kerala. Estos últimos son tan pobres como los primeros, pero son menos desiguales y están mejor educados, de modo que pueden imaginar más posibilidades de mejorar y por tanto tienen más aspiraciones.

La diferencia entre necesidad objetiva y deseo subjetivo, y la diferencia correlativa entre bienestar y felicidad, es obvia para los psicólogos y los filósofos morales, pero suele escapárseles a los economistas. Sin embargo, éstos debieran ser los primeros en comprenderla porque el bienestar, a diferencia de la felicidad, puede comprarse. El millonario triste que se aloja en un hotel lujoso compra confort, aunque no felicidad. Acaso un campesino que marcha cantando a cultivar un terreno ajeno a cambio de unos pocos pesos se siente feliz pese a que ha desayunado mucho más sobriamente y más temprano que su patrón, porque piensa en que con esos pesos sostendrá a su familia.

3 - El problema de la desigualdad

Casi un siglo después de Smith, Karl Marx, en Das Kapital, otro hito de la economía clásica, compartió la admiración de Smith por la técnica moderna y la producción en gran escala, pero criticó la distribución de la riqueza, a la que juzgó injusta. Es verdad que la ciencia de su gran libro ha envejecido porque no usó herramientas matemáticas y porque la economía que describió ya no existe sino en algunos rincones del planeta. Pero también es cierto que las predicciones de Marx acerca de la concentración creciente del capital, la globalización y los consiguientes conflictos bélicos se cumplieron.

También sigue en pie su crítica moral del capitalismo por la desigualdad que consagra, la que ha ido aumentando desde 1960. Esta crítica de Marx fue compartida tanto por su contemporáneo, el filósofo y economista John Stuart Mill (1965), como por John Maynard Keynes (1936), el máximo economista del siglo pasado. Desde entonces, el estudio de las desigualdades inherentes al capitalismo ha sido uno de los focos de las ciencias sociales y de la filosofía política (v. p. ej. Tawney 1962, Sen 1973, Bunge 2009). Desde el Inequality Project de la Universidad de Texas, Austin, James K. Galbraith, hijo del famoso economista John Kenneth Galbraith, continúa la lucha de su padre contra los defensores académicos y políticos del privilegio económico (Galbraith y Berner 2001).

Desgraciadamente, la propuesta del Marx maduro de remediar la desigualdad económica fue agudizar la desigualdad política: instaurar la llamada dictadura del proletariado para demoler el Estado procapitalista y estatizar los medios de producción e intercambio. Esa fue la gran paradoja del Marx político: abortó el comunismo moderno un cuarto de siglo después de concebirlo.

La receta de Marx fue ensayada en la Unión Soviética y sus satélites con los resultados conocidos: modernización relámpago, transformación de miseria en pobreza, educación masiva y reducción drástica de la desigualdad de ingresos, junto con el aplastamiento del individuo con la consiguiente alienación política, degradación ambiental y estancamiento cultural. La URSS no fracasó por practicar la célebre máxima socialista "A cada cual según sus necesidades, y de cada cual según sus capacidades" (Blanc 1847). Fracasó por estatizar los medios de producción en lugar de socializarlos; por ser opresivo, y por preferir la lealtad al mérito; por centralizar el poder en la clase política, la que a su vez se limitó al partido comunista y paralizó la economía y la cultura. Al enajenar a la mayoría, la dictadura seudosocialista careció de apoyo popular y, a la hora de su agonía, no encontró quien la defendiera.

Casi un siglo después de Marx, Escandinavia y luego las demás naciones de Europa Occidental forjaron un compromiso entre el capitalismo incontrolado y el estatismo sofocante, a saber, el llamado estado de bienestar o welfare capitalism. Contrariamente a las profecías de los fanáticos del mercado mal llamado libre, este régimen ha triunfado en todos los frentes: tiene una economía moderna y competitiva, una cultura vibrante, una política democrática y pacífica, y la más alta calidad de vida o desarrollo humano de la historia (v. UNDP 2006).

¿Cómo se alcanzó este alto nivel de civilización? Obviamente, no fue resultado de la llamada globalización, la que no es sino libre cambio a escala internacional y para beneficio de financistas y exportadores. Los historiadores saben que el estado de bienestar más avanzado, el sueco, emergió poco antes de la Gran Depresión de 1929. Este fue diseñado por la Escuela de Estocolmo, encabezada por los socioeconomistas Gunnar Myrdal, Bertil Ohlin y Knut Wiksell y fue construido por funcionarios estatales con el apoyo del partido socialista y de los sindicatos obreros y campesinos. Sin este apoyo y control de abajo, el régimen habría sido un frío engendro burocrático.