Las cartas de la gran escritora francesa fueron reunidas en un libro

Marguerite Yourcenar íntima

Solía dialogar con la lapicera en la mano y esas conversaciones luego eran enviadas un amigo desconocido o a celebridades como Brigitte Bardot. Todo el material pertenece ahora a la biblioteca de la Universidad de Harvard.

Marguerite Yourcenar (1903-1987) fue una creadora de largo aliento y obra a la vez no muy cuantiosa, que se hizo célebre no tanto por ser la autora de alguna que otra obra maestra -Memorias de Adriano (1951) y Opus nigrum (1968), aunque todas las suyas son importantes- sino por haber sido la primera mujer que consiguió entrar (1981) en una institución como la Academia Francesa, tan acartonada y misógina por otra parte que todavía no ha admitido a ninguna otra en su seno a pesar de haber transcurrido más de una década desde su desaparición. A su muerte, buena parte de su cuantioso fondo de cartas y documentos personales fue sellado y depositado en la Universidad de Harvard, con la condición de no poder ser abierto durante medio siglo. Pero tal como ya hizo constar en su día su primera gran biógrafa, Josyane Savigneau -Marguerite Yourcenar. L´invention d´une vie, París, 1990; traducción española en Alfaguara del año siguiente-, ha habido desde el principio numerosas infracciones a estas disposiciones legales, pues parte de estos documentos ya han estado a disposición de historiadores, críticos e investigadores de su obra, que los han citado a veces parcialmente. Sin embargo, y dejando aparte algunas publicaciones póstumas (como los ensayos de El Tiempo, gran escultor, Peregrina y extranjera o Una vuelta por mi cárcel -único en verdad inédito-, que asimismo Alfaguara nos proporcionó en su día), con esta voluminosa colección de 297 -de unas dos mil- Cartas a sus amigos ("y a algunos otros", se dice en el original) publicada en Francia hace un lustro, es la primera vez que algunos de estos documentos salen a la luz pública, ahora a través de Alfaguara. En realidad, todo este lío de los papeles póstumos de Yourcenar que pueden o no ser consultados podría ser bastante más complicado de lo que parece. Ya en varias ocasiones -1982, 84, 85, 86 y 87- había depositado buena parte de sus papeles en Harvard, antes de los que dejó legados bajo sello a su muerte. Los preparadores de este volumen en francés aclaran que se trata de una primera "antología" del material disponible, en cuya preparación parece haber intervenido la propia escritora antes de morir. LOS MEJORES AÑOS Tras observar la evolución de su obra, sus libros de preguerra y la continua mirada hacia atrás que presidió los de la postguerra, siempre he pensado que la totalidad de su inspiración la desarrolló sobre todo entre los veinte y los treinta y cinco años. Dejando aparte sus primeros poemas, que pese a su inexperiencia juvenil eran de un impecable corte clásico, sus novelas iniciales trataban de temas proporcionados por aquella su primera actualidad: el influjo de André Gide en su primera obra maestra, Alexis o El tratado del inútil combate (1929), la circunstancia del fascismo italiano (contempló en directo la marcha sobre Roma) en El denario del sueño (1934), o el ámbito de las guerras bálticas en El tiro de gracia (1939), todo ello indica su atención hacia su presente histórico y sus experiencias personales -Fuegos (1936)- junto con su atención creciente hacia los refugios que le ofrecían la historia y el mundo clásico. De hecho, después de la guerra repudió y olvidó parte de su obra -Píndaro, La nueva Eurídice, Los sueños y las suertes-, reescribió otra entera, en su Adriano reunió inspiraciones recogidas en los años veinte, Opus nigrum nació como una partenogénesis de una novela corta anterior, teatralizó textos antiguos con falsilla griega, y luego, para escribir su célebre autobiografía final (El laberinto del mundo), hundió sus raíces en sus seculares historias familiares para detenerse justo además cuando empezaba a vivir. LA OBRA FINAL En fin, toda su gran obra final nació como una partenogénesis de la inicial, elaborada con todo cuidado, con un rigor implacable, con esa mezcla de crueldad, ternura, cortesía y elegancia que la convirtieron al final en lo que ella misma quería, en un monumento, en su propia estatua al fin y al cabo. ¿Y cómo olvidar