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Amadeo, el número uno de los números uno

El baúl de los recuerdos. Quienes lo vieron en acción dicen que no hubo un arquero mejor que Carrizo. Fue un revolucionario que cambió la concepción del puesto y la llevó a otra dimensión. Un fenómeno.

Así como basta y sobra con decir “Diego” para que cualquier futbolero que se precie de tal sepa que se está hablando de Diego Armando Maradona, hubo un tiempo en el que pronunciar el nombre “Amadeo” conducía, inevitablemente, a la enorme figura de Carrizo. Porque Amadeo, en realidad Amadeo Raúl Carrizo, fue único e inimitable, igual que Diego. Quienes lo vieron jugar sostienen que no hubo un arquero mejor que él. Porque Amadeo se instaló en la memoria colectiva como el número uno entre los números uno.

Todo lo que los guardavallas de hoy hacen en una cancha, mucho antes lo hizo Amadeo. Él les enseñó a jugar con los pies, les explicó que al atacante las dimensiones del arco se le reducían cuando quien protegía ese espacio de 7,32 metros de ancho por 2,44 de alto daba dos pasos al frente. Les reveló que no era necesario tirarse a cada rato. Que no todo se basaba en los reflejos. Les hizo saber que el arquero también jugaba. Que no era solo una persona que se vestía con una camiseta diferente y tenía el privilegio de usar las manos.   

Amadeo revolucionó un puesto que, hasta su aparición, era desempeñado por hombres arriesgados, casi temerarios, que no dudaban en jugarse la vida arrojándose a los pies del delantero que se acercaba a ellos. O que hacían gala de su condición atlética al volar de palo a palo para buscar la pelota. No, Amadeo impuso una forma distinta de entender esa función. Jerarquizó el oficio de impedir que los ataques de los rivales terminaran en gol. Lo transformó en un arte.

Amadeo era una garantía de seguridad.

Esa novedosa concepción de la tarea de un arquero guardaba una íntima ligazón con el hecho de Carrizo amaba jugar al fútbol. Sabía mucho con la pelota en los pies y en Rufino, el pueblo en el que llegó al mundo el 12 de junio de 1926, era delantero. Poseía una llamativa sensibilidad para manejar el balón y trasladó esa cualidad a su función como guardavalla. Salía jugando desde el fondo mucho antes de que eso se volviera un hábito que, hoy en día, a veces depara terribles imprudencias de aquellos que no miden los riesgos.

Amadeo no ponía su arco en peligro. Entendía cuándo convenía recurrir a los pies simplemente porque usaba la cabeza para jugar. Por esa razón fue un pionero a la hora de salir a buscar la pelota con una sola mano. Inteligente, estaba al tanto de que se llegaba más alto al estirar un brazo que los dos y aunque al principio cosechó críticas, dio sobradas muestras de que estaba en lo correcto. No era fácil prevalecer en una disputa en el espacio aéreo con él. Ciencia aplicada hasta al entonces azaroso trabajo de evitar que le hicieran goles.

Su calidad le permitía adelantarse a las maniobras de los rivales y no era extraño verlo abandonar el área para cortar el avance de un adversario. Y no salía a revolear la pelota. No. Amadeo no hacía eso. No se lo permitía. Lo suyo consistía en anticiparse a los oponentes y tratar de iniciar el contraataque con el balón a ras del piso. Con clase. Un arquero devenido en líbero. Ya era moderno en los años 50 y 60 del siglo pasado. Un adelantado.

No le tomó demasiado tiempo llegar a las tapas de las revistas deportivas de la época.

Si hasta fue el primero en atajar con guantes en la Argentina. Por consejo de su colega italiano Giovanni Viola, empezó a usarlos. Precursor hasta en ese aspecto, al principio entraba en la cancha sin ellos, los sostenía con el elástico del pantalón y luego se los ponía. Enfrentaba así cierto prejuicio de aquellos que se aferraban al pasado. Con el tiempo todos los arqueros lo imitaron. Al menos en eso, lograron parecerse a Amadeo…

MÁS QUE UN NOMBRE, UNA MARCA REGISTRADA

Durante un cuarto de siglo, Amadeo se destacó en el arco de River. Sí, también defendió el de la Selección argentina, pero sus desempeños más recordados se dieron al cuidado de la valla del equipo millonario. Allí construyó su leyenda e hizo que su nombre adquiriera la dimensión de una marca registrada. Mejor dicho: el nombre del arquero que dejó su marca entre los más grandes de la historia. Para varias generaciones de hinchas, no hubo uno mejor.

Allá en Rufino, los pagos de Bernabé Ferreyra, el primer gran ídolo del fútbol argentino, Carrizo empezó a escribir su historia. Al principio, en El Fortín, su primer club, dividía su tiempo entre el arco y la delantera. No tenía definido su lugar. Sus manos enormes y su altura -en su madurez llegó a medir 1,88 metro- justificaban que se ubicara entre los tres palos; el delicado trato con la pelota invitaban a pensar que lo lógico era que ocupara un puesto en el que pudiese hacer valer esa capacidad.

Carrizo se convirtió en un símbolo eterno del fútbol argentino y, especialmente, de River.

Cuando Amadeo tenía diez años, Bernabé -tampoco era necesario mencionar su apellido para identificarlo- ya se había afianzado como figura rutilante en River. Sin embargo, a pesar del origen común con La Fiera, el ídolo de Carrizo era Sócrates Cieri, un arquero surgido en Matienzo, un club de Rufino, que en los albores de la década del 40 atajó en San Lorenzo y en Gimnasia. El padre de Cieri, amigo del suyo, lo llevaba a la cancha para ver en acción a ese guardavalla de grueso y oscuro bigote.

Se incorporó a Buenos Aires al Pacífico (BAP), que en 1927 había ganado el título de la Liga Deportiva del Oeste con Bernabé como goleador. A los 16 años, Carrizo se afirmó como arquero del club enclavado en Junín. Las noticias de sus buenas actuaciones corrieron como reguero de pólvora y Héctor Berra, un exatleta que había representado a la Argentina en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles en 1932, se encargó de que esas noticias llegaran a oídos de los técnicos de River.

Berra, que al igual que don Manuel Carrizo -el padre de Amadeo-, era empleado ferroviario, le envió una carta a Carlos Peucelle, una gloria millonaria que había colgado los botines y trabajaba en las divisiones inferiores de la entidad que llevaba pocos años afincada en Núñez, para recomendarle a ese joven de 17 años que se lucía en BAP. El 6 de mayo de 1943, Peucelle aprobó inmediatamente la contratación del guardavallas después de apreciar sus condiciones en una prueba.

Fue el primero en atajar con guantes. Hasta en eso resultó un pionero.

El vínculo con River se inició en la Cuarta División y doce meses más tarde pasó a Tercera, con la que fue campeón junto a Néstor Pipo Rossi y Alfredo Di Stéfano, la futura Saeta Rubia del Real Madrid. Los millonarios todavía disfrutaban las funciones de gala de La Máquina, la extraordinaria delantera nacida en 1941 que había sido decisiva para la obtención de los títulos de ese año y de 1942. Carrizo debía esperar su turno detrás del peruano José Soriano -el titular y capitán del equipo- y de Héctor Grisetti.

Peucelle se hizo cargo de la Primera de River en 1945 y el 6 de mayo de ese año decidió que había llegado la hora de darle una oportunidad al pibe nacido en Rufino. Los de la banda roja se impusieron 2-1 a Independiente en Avellaneda con una formación integrada por Carrizo; Ricardo Vaghi, Eduardo Rodríguez; Norberto Yácono, Manuel Giúdice, José Ramos; Juan Carlos Muñoz, Alberto Gallo, Adolfo Pedernera, Ángel Labruna y Félix Loustau.

En su niñez, Amadeo era hincha de Independiente y en el debut estuvo cara a cara con varios de sus ídolos, como Vicente de la Mata y el paraguayo Arsenio Erico. Su invicto como arquero duró 17 minutos y cayó cuando Camilo Cerviño, un efectivo puntero derecho del Rojo, lo doblegó con un fuerte tiro cruzado. Labruna y Gallo se encargaron de revertir el resultado y poner los dos puntos en disputa en poder del conjunto visitante.

Llegó a River muy joven gracias al ojo clínico de Carlos Peucelle, un maestro de varias generaciones de jugadores millonarios.

Una semana más tarde volvió a ocupar el arco de River en la victoria por 2-1 sobre el San Lorenzo en el que brillaba el trío Armando Farro - René Pontoni - Rinaldo Martino. Fue justamente el exquisito Pontoni quien lo sometió antes de la media hora de juego para poner a los azulgranas en ventaja. Muñoz y Pedernera sentenciaron el triunfo de las huestes de Peucelle. Si bien no volvió a actuar en el resto del certamen, Amadeo se dio el gusto de celebrar su primer título, ya que los millonarios fueron campeones con cuatro puntos de ventaja sobre Boca.

Como Soriano casi no faltaba y la primera alternativa era Grisetti, Carrizo apenas jugó una vez en 1946. Ocurrió en la derrota por 2-1 a manos de Lanús en Núñez con goles de Julio Marángelo y Juan Manuel Romay. Ese 10 de noviembre Amadeo compartió por única vez la alineación con los integrantes de la versión más famosa de La Máquina: Muñoz, José Manuel Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau. Siete días después, esa mítica delantera se despidió para siempre en el empate 2-2 con Huracán.

Soriano se retiró a fines del 46 y Grisetti se adueñó del arco del conjunto que se consagró campeón en 1947. José María Minella, quien había sustituido a Peucelle como DT, creyó que Amadeo tenía condiciones suficientes para convertirse en el nuevo guardavalla de River. Carrizo, quien fue titular durante la mayor parte del torneo, respondió a esa confianza con buenos trabajos y hasta le contuvo un penal a Ricardo Infante, peligroso goleador de Estudiantes en un triunfo por 2-1.

Amadeo, en pleno vuelo, durante un Superclásico en La Bombonera.

Ya en 1949 estaba afirmado como custodio de la valla riverplatense. Nadie lo discutía y él daba motivos: mantuvo invicto su arco en 15 de los 34 partidos que disputó. Por si fuera poco, atajó dos penales: a Juan José Pizzuti, de Banfield, y a Raúl Contini, de Newell´s. Esa temporada se produjo un hecho curioso: en el duelo con Boca, por la 13ª fecha, abandonó la cancha a los 10 minutos por una lesión y regresó a los 18 para asegurar el 1-0 final. El rato en el que faltó, lo reemplazó nada más y nada menos que Di Stéfano.

Aunque no llevaba tanto tiempo en Primera, se hacía notar por su intuición para superar a los rivales en los duelos desde el punto penal. A lo largo de su carrera prevaleció 18 veces en las pujas establecidas a doce pasos de distancia. Todo comenzó en 1948, con un disparo conjurado y continuó con dos en 1949, dos en 1950, uno en 1951, dos en 1953, dos en 1954, dos en 1956, uno en 1957, uno en 1960, uno en 1963 y tres en 1964.

Sus víctimas desde el punto penal fueron Juan Carlos Carrera y Néstor Guzmán (Atlanta), Pizzuti (Banfield), el brasileño Paulo Valentim (Boca), Marcos Conigliaro, Federico Pizarro y Néstor Sanguinetti (Chacarita), Infante y Ricardo Scialino (Estudiantes), el mexicano Carlos Lara y Alberto Piovano (Ferro), Antonio Rosl (Gimnasia), Isidoro Tissera (Huracán), Juan Pío Barraza (Independiente), Contini y Luis Manuel Pereyra (Newell´s), Oscar Coll (Platense) y Héctor Facundo (San Lorenzo).

Amadeo era muy fuerte en el juego aéreo.

Paulatinamente sacó a relucir su estatus de arquero revolucionario. Su imagen se agigantaba y el público y el periodismo de la época comenzaban a notar que Amadeo hacía cosas muy distintas a sus colegas. Tan distintas que no tardó en instalarse la idea de que era invencible. En 1949 mantuvo la valla invicta en 14 de los 32 partidos en los que dio el presente. Sí, era muy bueno el joven arquero de River.

El período en el que se afianzó como titular coincidió con un ciclo espectacular de los millonarios. Eran los días en los que surgió La Maquinita, una delantera tan feroz como lujosa que fue el sustento de los títulos que los de Núñez festejaron en 1952, 1953, 1955, 1956 y 1957. Santiago Vernazza, Eliseo Prado o Enrique Omar Sívori, el uruguayo Walter Gómez, Labruna y Loustau conformaban esa línea de ataque que, aunque con diferentes características, parecía la heredera de la venerada Máquina de la década precedente.

Amadeo, que en 1957 mantuvo invicto su arco en 12 de los 30 partidos que disputó, ponía en juego recursos poco comunes. Las gambetas a los rivales eran esperadas por los hinchas. Una de sus víctimas en esa clase de acciones fue José Pepino Borello, un atacante de Boca que en 1954 fue el máximo goleador del torneo en el que los xeneizes le pusieron una pausa momentánea al predominio de River. Con el delantero bahiense sostuvo duelos memorables, al igual que con otro gran artillero del equipo de la Ribera como Paulo Valentim y El Nene José Francisco Sanfilippo, de San Lorenzo.

Otra de las grandes virtudes de Carrizo fue el dominio en el área. 

River se había convertido en la principal potencia del fútbol argentino de los años 50. Y, como no podía ser de otro modo, Carrizo era uno de sus pilares fundamentales. A medida que avanzaba el tiempo, su repertorio se antojaba cada vez mejor. Las gambetas, algún rechazo de cabeza en situaciones en las que no había otra alternativa, los córners descolgados con una mano, la inteligencia y la exacta ubicación para dominar el área y el exquisito trato de la pelota parecían la confirmación definitiva de que Amadeo era mucho más que el nombre de un arquero incomparable. Era una marca registrada.

UN GOLPE MUY DURO EN SUECIA

Miguel Ángel Rugilo (Vélez), Gabriel Ogando (Estudiantes) y Julio Elías Musimessi (Newell´s y Boca) competían por el puesto en la Selección en los albores de la década del 50. Sebastián Gualco (San Lorenzo y Ferro), Juan Estrada (Boca), Fernando Bello (Independiente), Héctor Ricardo (Rosario Central), Claudio Vacca (Boca) y Julio Cozzi (Platense) habían ocupado el arco en los dorados años 40 en los que Argentina celebró varios títulos en el Campeonato Sudamericano, la actual Copa América. Nombres rutilantes que no hacían más que demostrar que no era fácil pararse en ese arco.

A Amadeo le llegó la oportunidad de integrar el representativo nacional el 28 de noviembre de 1954. El Seleccionado que dirigía técnicamente Guillermo Stábile venció 3-1 a Portugal en Lisboa con goles de Rodolfo Micheli, Ernesto Grillo y Osvaldo Cruz, todos de Independiente. Los lusitanos descontaron a través de José Travassos, atacante del Sporting. En ese entonces, el DT apelaba con frecuencia a todos los miembros de la delantera del Rojo: Micheli, Carlos Cecconato, Ricardo Bonelli o Carlos Lacasia, Grillo y Cruz. 

Durante ocho años custodió la valla de la Selección argentina.

Carrizo, que dejó la cancha a los 80 minutos para cederle su lugar a Roque Marrapodi, de Ferro, fue titular junto con Pedro Dellacha (Racing), Federico Pizarro (Chacarita), Francisco Lombardo (Boca), Eliseo Mouriño (Boca), Natalio Pescia (Boca), Micheli, Cecconato, Bonelli (reemplazado por Pepino Borello), Grillo y Cruz. El 5 de diciembre volvió a jugar desde el arranque contra Italia en el Estadio Olímpico de Roma. Apenas un minuto después de inicio, Amleto Frignani puso en ventaja a los azzurri. Antes del comienzo del segundo tiempo ingresó Marrapodi y a él le tocó sufrir el tanto de Carlo Galli que selló el 2-0 definitivo.

Después de algunos partidos en los que Stábile le confió la custodia del arco a Musimessi, Rogelio Domínguez (Racing) y Antonio Roma (Boca), Carrizo regresó en 1957. El 7 de julio, en el estadio Maracaná, Argentina se impuso 2-1 por la Copa Roca y ese encuentro quedó grabado en la historia. En el elenco local debutó Pelé, quien solo tenía 16 años y a los 32 minutos de juego marcó su primer gol. Y se lo anotó, justamente, a Amadeo. Labruna y El Gitano Miguel Antonio Juárez (Rosario Central) les dieron la victoria a los albicelestes.

En la revancha, tres días más tarde, los brasileños ganaron 2-0 con goles de Pelé y José Altafini. Carrizo, quien recibió las dos conquistas, le dejó su lugar en el tramo final del cotejo a Musimessi, a quien popularmente conocían como El arquero cantor por su labor musical en varias radios. Solía entonar un chamamé cuyo estribillo decía  “Dale Boca, viva Boca, el cuadrito de mi amor...”.

En un tiempo de grandes arqueros, Amadeo se hizo indiscutido en el Seleccionado.

Argentina se había lucido en los primeros meses del 57 con la conquista del Sudamericano de Lima gracias a la consagratoria labor de una delantera eternizada como Los Carasucias de Lima, que contaba con Oreste Corbatta, Humberto Maschio, Antonio Valentín Angelillo, Sívori y Cruz. El arquero de ese inolvidable seleccionado fue Domínguez, pero para afrontar en octubre las Eliminatorias para el Mundial de 1958, Stábile citó a Carrizo.

Máximo Alcócer y Máximo Ramírez sentenciaron el 2-0 para Bolivia en La Paz y luego Amadeo mantuvo el arco invicto en el 2-0 con Chile en Santiago, el 4-0 sobre los trasandinos en La Bombonera -además le contuvo un penal a Jaime Ramírez- y en el triunfo por el mismo resultado frente a los del Altiplano en la cancha de Independiente. No se perdió ninguno de los amistosos previos a la Copa del Mundo en Suecia y no se dudaba de que su presencia en la formación inicial se había vuelto indiscutida. Lo que nadie intuía era que el regreso argentino a los Mundiales iba a ser tan traumático.

La última vez de los albicelestes había sido en 1934, cuando se despidieron rápidamente del certamen disputado en Italia luego de perder 3-2 con Suecia. La decisión de no participar en 1938, 1950 y 1954 y la Segunda Guerra Mundial le pusieron un largo paréntesis a la relación del Seleccionado con el fútbol internacional, más allá de los Sudamericanos de los años 40 y algún partido amistoso contra los europeos. El viaje a Suecia estaba acompañado por iguales proporciones de triunfalismo como de desconocimiento de lo que ocurría en El Viejo Continente. Se pagó un precio muy alto por esa situación.

En el debut mundialista en Suecia 58 corta un avanza ante la arremetida del alemán Hans Schäfer.

Nada hacía prever un desenlace tan negativo a los tres minutos del debut contra Alemania Federal. El Loco Corbatta abrió la cuenta y todo parecía color de rosas, hasta que Helmut Rahn -en dos ocasiones- y Uwe Seeler edificaron el 3-1 final para los campeones reinantes. Ese traspié fue rápidamente olvidado con una victoria por el mismo marcador sobre Irlanda del Norte. La Selección tenía por delante el partido contra Checoslovaquia, un rival menor en la consideración general, para definir su pase los cuartos de final.

“A nosotros ese día los checos si querían nos hacían 14 goles. ¡Cómo llegaban! Pero no por incapacidad de nuestros jugadores. El problema fue la desorientación que teníamos. Y tácticamente no jugábamos a nada”, le confesó Amadeo a La Prensa en 2002. El 15 de junio de 1958 Argentina sufrió la peor derrota de su historia mundialista con un lapidario 6-1 a manos de los checos.

“Fui analizando todo lo que pasó y a lo mejor no estuve como tendría que haber estado, pero me hicieron cuatro goles iguales. Pensaba `qué culpa tenía yo si no podía solucionar nada de eso´. ¡Ni dos arqueros impiden eso!”, analizaba Carrizo. Decepcionado, el público lo tomó como blanco de las críticas. Salvo en la cancha de River, en la que seguía siendo un ídolo indiscutido, en todas los estadios lo insultaban. La ilusión había sido tan grande como el fracaso que hizo de esa pésima actuación un golpe imperecedero en el derrotero mundialista argentino que tuvo nombre propio: El Desastre de Suecia.

Uno de los seis goles que le hizo Checoslovaquia en la Copa del Mundo del 58. 

UN SÍMBOLO ETERNO

El día después del estrepitoso fiasco en suelo escandinavo fue difícil de sobrellevar para Amadeo. Sabía que era injusto que lo señalaran con el dedo acusador, pero alguien tenía que pagar los platos rotos por el largo aislamiento que había condenado al fútbol argentino a perder contacto con la evolución que había experimentado ese deporte más allá de Sudamérica.

No solo Amadeo sufrió los efectos secundarios del Desastre de Suecia. River, el equipo que más jugadores aportó al Seleccionado -también estuvieron Federico Vairo, Pipo Rossi, Labruna, Prado, Norberto Menéndez y El Gallego Alfredo Pérez-, transitó desde 1958 el peor tramo de su historia, sin compararlo, por supuesto, con el descenso de 2011. Tras el título del 57, pasó 18 años sin ganar campeonatos. Peleó casi siempre, pero no había caso: terminaba una y otra vez con las manos vacías.

Carrizo se mantenía firme en el arco. No podía ser de otro modo. Junto con sus compañeros cargaba sobre la espalda el peso del fiasco mundialista. Recién en 1960, los millonarios fueron actores principales de un torneo: escoltaron junto a Argentinos Juniors al campeón Independiente, con dos puntos menos. En realidad, el gran protagonista había sido el equipo de La Paternal, que con una famosa delantera integrada por Martín Canseco, Martín Pando, Osvaldo Carceo, Hugo González y Mario Sciarra tenía todo para alzarse con el título, pero se cayó en las fechas finales.

Amadeo tenía una presencia imponente que se hizo famosa en todas las canchas del país.

Amadeo había conservado inmaculado su arco en 11 de las 30 fechas del torneo. Apenas lo habían batido en 29 ocasiones. Registró una marca similar, pero con un gol menos en contra en 29 encuentros. Ya en plena madurez, daba cátedra semana a semana y les abría la puerta a colegas como Martín Errea y a Hugo Gatti -debutó en 1962- que se atrevían a imitar ese estilo que había incrementado la influencia del arquero en el equipo.

En 1962, Boca se llevó el título con una victoria crucial sobre River en la penúltima fecha. Los xeneizes se impusieron 1-0 con un gol de Paulo Valentim en un partido que quedó marcado por el penal que Roma le contuvo al brasileño Delem. Ese año, los de Núñez habían incorporado a un arquerazo para discutirle el lugar a Amadeo: Rogelio Domínguez regresó al país después de una exitosa etapa de cuatro años en el Real Madrid que acaparaba festejos en la Copa de Europa -la actual Champions League- junto a Di Stéfano.

Juan Carlos Lorenzo había tomado las riendas de la Selección con vistas al Mundial 62 en Chile. Una de sus primeras decisiones fue invitar a Amadeo a regresar al conjunto albiceleste. Carrizo evaluó la propuesta, pero aún retumbaban en sus oídos los insultos que siguieron al cataclismo en Suecia. Desechó el ofrecimiento y El Toto citó en su lugar a Domínguez, quien viajó como suplente de Roma y, debido a los malos resultados del equipo, jugó en el 0-0 con Hungría con el que se cerró la participación argentina.

La Copa de las Naciones de 1964 le deparó una despedida triunfal del arco de la Selección.

Ese rechazo fue momentáneo porque en 1963 aceptó la convocatoria de José D´Amico para enfrentar a Paraguay por la Copa Chevallier Boutell, una competición por entonces habitual con los albirrojos. Argentina ganó 4-0 con tantos de Luis Artime (dos), Raúl Savoy y Ermindo Onega. Ese partido fue el prólogo para la despedida triunfal que la Selección le tributó a Amadeo en la Copa de las Naciones de 1964.

Brasil organizó ese certamen amistoso para conmemorar el 50º aniversario de la fundación de la Confederación Brasileña de Fútbol (CBF). Los verdiamarillos, campeones del mundo en 1958 y 1962, armaron esa celebración con Portugal, Inglaterra y Argentina como presuntos partenaires. Era una fiesta de y para los dueños de casa. Al menos eso era lo que se suponía.

Con Pelé como atracción principal, Brasil esperaba disfrutar un paseo triunfal contra los lusitanos, que presentaban a figuras como el goleador Eusebio y el mediocampista Mario Coluna, los británicos, organizadores del Mundial que iba a celebrarse en 1966 con estandartes como Robert Charlton y Robert Moore -ambos conocidos como Bobby, el apodo que compartían-, el arquero Gordon Banks y el goleador James Greaves y los albicelestes, el equipo que completaba el cuadrangular.

La tapa de la revista River sintetiza a la perfección la actuación del arquero en la Copa de las Naciones.

Nadie se habría atrevido a pronosticar que Argentina, dirigida técnicamente por Minella, iba a ser capaz de quedarse con el título. Empató 0-0 con Portugal, goleó 3-0 nada más y nada menos que a Brasil con tantos de Roberto Telch (dos) y Onega y superó 1-0 a Inglaterra gracias a una conquista del Tanque Alfredo Hugo Rojas. Carrizo resultó un pilar decisivo en esa sorprendente campaña, pues no solo mantuvo su arco invicto, sino que además le contuvo un penal a Gerson en el duelo con los bicampeones del mundo.

Amadeo compartió la formación con El Cholo Carmelo Simeone, El Negro José Manuel Ramos Delgado, José Puchero Varacka, Abel Vieitez; Alberto Toscano Rendo, Antonio Rattín, José Mesiano o Telch; El Ronco Onega, El Tanque Rojas y Pedro Prospitti. Esa brillante actuación representó el final de su vínculo con la Selección después de 20 partidos en ocho años.

Así como en la década del 50 no le había dado oportunidades a Ogando, un notable arquero de Estudiantes que llegó a River como su suplente, Amadeo tampoco permitió que Domínguez jugara demasiado. Así y todo, el club buscaba nombres para una eventual y apresurada sucesión. En 1964 llegó Gatti, quien, con la irreverencia de sus 19 años se atrevía a desafiar a su respetado colega, de 38:  “Amadeo, vos sos un coche viejo y yo soy un Mercedes-Benz”.

La final de la Copa Libertadores de 1966 contra Peñarol fue uno de los momentos más aciagos de la carrera del gran arquero millonario.

Parecía no importar que en 1963 el arco de River solo había sido vencido en 23 ocasiones (tres los recibió Domínguez) a lo largo de 26 fechas y que Amadeo lo había mantenido invicto 11 veces en 25 partidos. Otro subcampeonato detrás de Independiente forzaba a los dirigentes a buscar refuerzos para intentar cambiar la racha negativa. Sin embargo, la competencia con Gatti extendió la vigencia de Carrizo, quien vivía una segunda juventud.

Faltaba a muy pocos partidos Amadeo. Y seguía siendo muy difícil hacerle goles. En 1965, en otro segundo puesto de su equipo, estuvo en 19 partidos, terminó invicto en 13 y solo le marcaron 11 tantos. Mejor aún le fue un año después, cuando en 26 presentaciones apenas debió buscar la pelota dentro de su arco 19 veces y repitió el registro de 13 encuentros con la valla en cero.

Claro que 1966 le deparó una de las mayores frustraciones de su prolongada carrera. River alcanzó por primera vez la final de la Copa Libertadores con Amadeo como referente. La derrota por 2-0 con Peñarol en Montevideo y el posterior triunfo por 3-2 en la revancha en Núñez llevó el desenlace a un tercer partido en Santiago, Chile. Todo iba de maravillas, ya que el equipo que comandaba Renato Cesarini estaba al frente al cabo del primer tiempo por 2-0 con goles de Daniel Onega y El Indio Jorge Solari, pero el desenlace fue fatal.

Fiel a su costumbre, paró una pelota con el pecho en la finalísima contra Peñarol. Los uruguayos dijeron que esa actitud los agrandó.

En el segundo tiempo sufrió una lesión el defensor Alberto Sainz. Cesarini decidió el ingreso de un delantero, Juan Carlos Lallana, cuando lo más recomendable parecía que entrara Daniel Bayo, un combativo mediocampista. El partido se antojaba controlado. Amadeo paró con el pecho un inocente cabezazo del peruano Juan Joya. Esa acción intrascendente adquirió una inusitada importancia porque Peñarol se recuperó, ganó 4-2 y dio una artera puñalada al corazón de River. Y de Amadeo…

Gatti tuvo más continuidad que él en 1967, pero no lo suficiente como para relegar a un arquero que había superado el mal momento del 58 y tras la Copa de las Naciones era aplaudido en todas las canchas, menos en la de Boca. Se decía que a Carrizo no le gustaba jugar en La Bombonera… Por esa época debía lidiar con las travesuras de jóvenes atorrantes como Ángel Clemente Rojas -Rojitas-, de Boca, y Juan Carlos Pichino Carone, de Vélez, que para ponerlo nervioso solían quitarle la gorra que usaba.

Su gorra era un clásico de la época. Algunos pícaros como Rojitas o Pichino Carone, se la quitaban para tratar de ponerlo nervioso.

A los 42 años todavía le quedaba tiempo para enlazar un eslabón más a su cadena de éxitos. El 14 de julio de 1968 batió el récord de invulnerabilidad en un partido contra Vélez en Liniers. Sumó 769 con el arco invicto y su registro se detuvo cuando Carlos Bianchi, por entonces un pibe que trataba de hacerse un nombre a fuerza de goles, le marcó un tanto de cabeza. Amadeo apenas atinó a quitarse la gorra y saludar mientras la cancha del Fortín se estremecía con los aplausos para una leyenda viviente del fútbol argentino.

Alfredo Gironacci, procedente de Newell´s, se había sumado a la puja por la custodia del arco que Carrizo mantenía con Gatti. Este último ganó terreno con 11 presencias en el Metropolitano de 1968 y diez en el Nacional. Gironacci ocupó el arco siete veces en el Nacional. Amadeo jugó 12 partidos del Metro y tras un largo paréntesis en el certamen que cerró el año, reapareció. Bueno… le dieron la oportunidad de despedirse del público, aunque él no supiera que el club de toda su vida había decidido que no imaginaba un futuro con él entre los tres palos.

El 22 de diciembre, en la cancha de San Lorenzo, River y Vélez se medían por la segunda fecha del triangular que definía el título del Nacional. Los de Núñez habían derrotado 2-0 a Racing en la jornada inicial. José Luis Luna puso en ventaja a los de Liniers y Daniel Onega igualó antes del cierre del primer tiempo. A los 23 minutos del complemento, Labruna, entonces DT millonario, dispuso el ingreso de Carrizo en reemplazo de Gironacci. Podría haber sido un gran homenaje si su equipo se hubiese quedado con la victoria y, por consiguiente, con el título.

La emoción se apodera de Amadeo, saludado por los aplausos en la cancha de Vélez cuando batió un récord de invulnerabilidad. 

El destino impidió ese final feliz. Cuando al partido le quedaban apenas ocho minutos, un cabezazo de Jorge Recio, zaguero de River, viajaba en dirección al arco de Vélez. De pronto, Luis Gregorio Gallo, defensor fortinero, se estiró como si fuese un arquero y rechazó la pelota. ¡Penal! Penal para todo el mundo, menos para el árbitro Guillermo Nimo, quien sancionó una falta contra el guardavalla José Miguel Marín y patentó para siempre a esa acción como La Mano de Gallo. Luego del empate con los de Labruna, los de Liniers vencieron 4-2 a Racing y obtuvieron el primer campeonato de su historia.

Amadeo no lo sabía, pero Labruna, su antiguo compañero en las décadas del 40 y 50, ya no lo quería en el equipo. El arquero fue citado a una reunión con los dirigentes Plinio Garibaldi y William Kent, quienes fueron los encargados de comunicarle que su ciclo estaba cumplido. El arquero abandonó el cónclave con las lágrimas surcando su rostro y con el corazón hecho pedazos. Atrás habían quedado 552 partidos, siete títulos de liga y cuatro copas ganadas en 23 años. Había pasado toda la vida en el club. Por eso le dolía ese abrupto punto final.

Se sentía capaz de seguir en el fútbol. No quería irse así nomás. Recibió un llamado de Perú para jugar un par de amistosos para Alianza Lima contra el Dínamo de Moscú. En esos dos encuentros estuvo cara a cara con el soviético Lev Yashin, conocido como La Araña Negra y considerado el mejor arquero del siglo XX. Su buen nivel en esos partidos despertó el interés de Alfonso Senior, dirigente de Millonarios, de Colombia. Hacia allí partió Amadeo para darle un cierre a su carrera. Pensaba que iba a jugar unos meses antes de colgar los guantes, pero su carrera se extendió por otros dos años.

Dos fenómenos. Lev Yashiv y Amadeo Carrizo se enfrentaron en un par de amistosos a finales de la década del 60.

En 1969 y 1970 defendió el arco de Millonarios, ese equipo que en los 50 había deslumbrado al mundo con su fútbol espectacular de la mano de Pedernera y Di Stéfano, dos de las estrellas argentinas que le dieron vida al Ballet Azul, el mejor equipo de la historia del fútbol colombiano. Completó 60 partidos en ese conjunto y se retiró con el título de campeón del certamen cafetero bajo el brazo. A los 44 años, se fue a lo grande. Como el grande que era.

Permaneció en Colombia para dirigir a Millonarios y a Once Caldas y luego pasó por Deportivo Armenio. No era lo suyo. Su estampa de recio galán lo llevó al mundo del modelaje. En 1950 había hecho una breve incursión en el cine: integró el elenco de Cinco grandes y una chica, un filme dirigido por Augusto César Vattuone y protagonizado por Los cinco grandes del humor, un popular grupo de actores cómicos integrado por El Pato Rafael Carret, Jorge Luz, Zelmar Gueñol, Jorge Luz, Guillermo Rico y Juan Carlos Cambón.

Luego trabajó muchos años en el área de promoción y relaciones públicas de la empresa Adidas, junto con el exárbitro Ángel Coerezza y Silvio Marzolini, excelente marcador de punta izquierda de Boca y la Selección en las décadas del 60 y 70. También tuvo casas de venta de artículos deportivos.

Un emotivo homenaje tributado por River al mejor arquero que tuvo en su rica historia.

Hasta su fallecimiento, el 20 de marzo de 2020 a los 93 años, siempre volvió a River, su lugar en el mundo. Lo hizo tanto para ver al equipo en acción como para recibir los homenajes de un club y una hinchada que habían tenido el privilegio de disfrutar las proezas del mejor arquero que pasó por las canchas argentinas. Porque Amadeo fue nada más y nada menos que el número uno entre los números uno.