El presidente Woodrow Wilson creía que la unión de todas las naciones, consolidadas por un gran acuerdo, sería el fin de todas las guerras, tan espantosas como la que acababa de enlutecer a Europa.
Wilson estaba convencido de que su propuesta de la Liga de las Naciones, debatida durante las interminables sesiones en Versalles (1919), sería uno de “los grandes documentos en toda la historia de la humanidad… Solo la paz entre iguales puede durar”.
Su celo casi mesiánico para lograr esta “liga” le valió el apodo irónico de “un nuevo Jesucristo”, según habría dicho el primer ministro francés George Clemencaeau.
Mientras que Wilson abogaba por la convivencia armónica, Clemencau defendía la retaliación.
Los alemanes habían sido inmisericordes en 1871, cuando tomaron Paris y consagraron su imperio en la misma Sala de los Espejos de Versalles, donde ahora los franceses querían humillar a Alemania. Durante la guerra que acababa de terminar, los alemanes estuvieron a poco de volver a tomar París, salvada a último momento gracias al patriotismo de los taxistas parisinos que se ofrecieron a llevar a los soldados al nuevo frente del Marne para frenar el avance de “los hunos”, como llamaban a los germanos.
Wilson regresó de Europa con el tratado firmado, a pesar de la reticencia de franceses y británicos, pero debía ser aprobado por el Congreso de los Estados Unidos, donde no todos compartían su visión de un mundo idílico consignado en sus Catorce Puntos.
En esa oportunidad sostuvo: “Si quieres hacerte de enemigos, trata de cambiar algo”
Y entre sus enemigos estaba Henry Cabot Lodge, el líder del Partido Republicano, quien confesó a su amigo “Teddy” Roosevelt: “Nunca pensé que podría odiar tanto a un opositor”. Y este era Wilson ....
Sureño de origen, Wilson había mostrado simpatía por la causa confederada y una tolerancia pasiva hacia la segregación racial. Cuando en 1915 se estrenó la película “El nacimiento de una nación” de D.W. Griffith, que destacaba el accionar del Ku Klux Klan, Wilson –quien vio la proyección en la Casa Blanca– no hizo comentario alguno (aunque algunos historiadores sostienen que elogió el film). De hecho, su administración implementó medidas que alejaron a los afroamericanos de tareas administrativas en el gobierno.
Wilson evitó incluir a cualquier miembro del Partido Republicano durante las tratativas en París. Esto había malpredispuesto a todo el espectro opositor.
En julio de 1919, Wilson fue al Capitolio para dar su discurso ante el Senado afirmando que este tratado era el “final de todas las guerras”.
“¿Acaso nosotros o todos los hombres de buena voluntad vamos a dudar en cumplir con esta misión? ¿O vamos a rechazarla y romper el corazón de la humanidad?”, proclamó. “Somos ciudadanos del mundo. La tragedia de nuestro tiempo es que no lo sabemos ...”.
La respuesta de Cabot Lodge y sus seguidores republicanos fue instantánea: “Pues sí, nos vamos a oponer”.
¿Por qué debían los Estados Unidos intervenir en las guerras de otras partes del mundo donde no había intereses en juego y, para colmo, evitaban ser aprobadas por el Congreso?
Wilson decidió que, para imponer su perspectiva sobre la Liga de las Naciones, debía salir en campaña por el país para transmitir su visión directamente al pueblo estadounidense. Pero su salud se estaba deteriorando rápidamente, especialmente su capacidad cognitiva.
Desde 1915, con poco más de 60 años, los médicos le habían diagnosticado arterosclerosis. De allí en más su esposa se convirtió en su más íntima colaboradora.
Un año antes, había muerto su primera esposa, Ellen Louise Axson (1860-1914), una mujer de gustos refinados con inclinaciones artísticas. Curiosamente, este matrimonio fue consagrado por el reverendo Joseph Wilson, padre de Woodrow. Ellen murió de insuficiencia renal (entonces conocida como enfermedad de Bright).
Un año más tarde, Wilson se casaba con Edith Bolling Galt (1872-1961). Por parte de padre, Edith era descendiente de Pocahontas, la primera mujer nativa convertida al cristianismo y casada con el inglés John Rolfe. En 1616, aquel primer matrimonio interracial viajó a Londres donde Pocahontas fue presentada como “la salvaje civilizada”. Jamás volvió a América porque fue víctima de alguna de las enfermedades infecciosas a las que no había desarrollado inmunidad.
Edith, viuda del joyero Norman Galt, había administrado con éxito los bienes de su difunto esposo. En marzo de 1915, es decir antes del año de fallecida Ellen, Wilson conoció a Edith y poco después le propuso matrimonio.
Esta precipitada declaración generó suspicacia en los medios y los consiguientes rumores de infidelidad y de que el presidente habría asesinado a la primera dama. Por tal razón se postpuso la boda hasta cumplido el año de luto.
Ante la enfermedad declarada de Wilson, rápidamente, Edith se puso al tanto de toda la actividad del presidente. Durante la guerra, y a pesar de su encumbrada posición, la primera dama se mostró como ejemplo de moderación y encabezó el esfuerzo patriótico para sostener la economía de guerra.
Viajó dos veces con su marido a Europa para alentar a las tropas norteamericanas que asistieron a la victoria de los aliados y proponer sus ideas sobre la Liga de las Naciones.
Edith fue la primera dama empoderada y comprometida con la política, tanto internacional como nacional. ¿Acaso fue ella la que inspiró la idea de la Liga de las Naciones o simplemente apoyó con energía la propuesta de su marido que se convirtió en el eje de su gobierno?
Estando en Europa, Wilson padeció una forma leve de gripe española, pero ese debilitamiento probablemente haya acelerado su deterioro vascular, que culminó en un derrame cerebral en octubre de 1919.
Para ocultar al público norteamericano la discapacidad del presidente, Edith asumió tareas rutinarias del poder ejecutivo, actuando como filtro de los asuntos que requerían la opinión del mandatario, que a esta altura estaba postrado en la cama.
“Jamás tomé una decisión sobre la gestión de los asuntos públicos” –aclaró años más tarde en su memorias publicadas en 1939–. Solo decidía cuándo presentarle los asuntos a mi esposo”. Un detalle no menor…
Sin embargo, afirman que su influencia fue tal que ordenó la destitución del secretario de Estado Robert Lansing, por haber convocado una reunión de gabinete sin su autorización.
Como siempre, hubo funcionarios que alabaron su misión de “devota compañera” que soportó una presión formidable; mientras que otros criticaban su intromisión en un puesto para el que no había sido elegida.
Aun así, su imagen fue respetada como una leal asistente de su marido, quien murió después de concluido su segundo mandato, en 1924, a los 67 años, cuando sufrió un nuevo derrame cerebral.
Paradójicamente, antes de comenzar la guerra había dicho: “No solo haré uso de todos los cerebros que tengo a disposición, sino también de todos aquellos que pueda tomar prestados”.
Y al final no pudo contar con el suyo ...
Franklin D. Roosevelt invitó a Edith a su discurso para la declaración de guerra después de Pearl Harbor (1941). Su influencia en la rama femenina del Partido Demócrata fue tan significativa que John F. Kennedy la invitó a su asunción al poder en 1961. Edith moriría tiempo después.
Este es la historia de un presidente que, a pesar de su enfermedad, trató de imponer su idea de un mundo donde primara el diálogo, no la agresión.
Pero no pudo cumplir su sueño.
¿Alguien podrá alguna vez?