POR JULIO C. BORDA *
Tal vez la Reina Isabel de Castilla haya sido una de las estadistas más admiradas de la Historia Universal. En un solo año consiguió dos gigantescas hazañas que se llevaron adelante gracias a su empeño, a su amor por España, a su obsesión por la trascendencia, a su coraje por apoyar y alentar una gesta que cambió el destino de toda la humanidad.
Porque 1492 fue el año de la expulsión de los árabes de Granada -el último bastión que quedaba por recuperar de manos de los musulmanes- y del más grande acontecimiento llevado a cabo por el Hombre, después del nacimiento de Cristo: el Descubrimiento de América.
Isabel fue la monarca que nació en el momento justo; sin ella es dudoso que se hubiesen producido aquellas empresas gigantescas pues a partir de esas dos admirables gestas, el mundo se vio envuelto en una serie de cambios que fueron imprescindibles para el desarrollo y el crecimiento del ser humano.
El destino de la ilustre monarca estaba marcado, pues a pesar de las maniobras de su hermano Enrique IV, para impedir que su hermana no fuera reina, ninguna de ellas prosperó. El reino, sin duda, estaba reservado para ella. Es que España estaba ávida por recibir en su seno a una estadista de la capacidad, idoneidad y la Fe de Isabel.
La esperaba y la deseaba; ella iba a realizar la transformación de una nación que se iba a convertir en una gran potencia, en la luz que iba a iluminar el camino hacia lo trascendente.
LA MUJER QUE VIO MAS ALLA
Su fe inquebrantable en Dios fue fundamental para que España se pusiera a la cabeza de los grandes cambios. Isabel recibió el mensaje, lo pulió, la meditó y lo cumplió al pie de la letra. Fue fiel a su misión; fue leal a su nación; fue la madre de sus súbditos... una madre dedicada y desprendida. Fue la mujer que vio más allá, la que se puso al servicio de su pueblo, de un pueblo que la veneraba y que se sentía protegido por ella. Una mujer que estaba plenamente identificada con los hombres y mujeres que habitaban en el territorio ibérico. Jamás claudicó de sus deberes, jamás renegó de sus obligaciones. Fue tenaz, empeñosa, valiente.
Isabel se aferrada a su fe, a su amor por España y por sus hijos. Una mujer de una capacidad admirable que aun en los momentos más difíciles, no se dejó intimidar por la adversidad ni por los enemigos más implacables. Sorteó todos los obstáculos que se le cruzaron a lo largo del escabroso camino. No dudó en entregarse en alma y vida a una lucha tenaz y terrible, con tal de que su querida España saliera airosa de la misión que Dios le había encomendado.
La huella que dejó no se borrará nunca, pues su conducta intachable vivirá por siempre en el corazón de los españoles de buena estirpe. Su luz no se apagará jamás, pues seguirá iluminando el corazón y espíritu de los hombres y mujeres que caminan todos los días por la buena senda, haciendo camino al andar según las palabras del poeta. Su legado no morirá jamás; su mensaje permanecerá vivo a través de los siglos para ejemplo de todos aquellos que quieren vivir en un mundo mejor y menos conflictivo. Porque Isabel vive en el espíritu de todos y cada uno de nosotros para hacer de este mundo hostil e implacable, un refugio de comprensión, caridad, entrega y generosidad.
* Autor de “Estadista Universal, vida de Isabel la Católica”.