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Una Nación que olvida su fe

La Argentina es una nación de antigua tradición católica. Parece mentira tener que recordarlo pero cualquier análisis sobre el derecho que asiste a Salta a impartir educación católica en las escuelas públicas debe partir de allí.

Ese rasgo esencial de la nación se desprende de la historia y surge, espontáneo, en cualquier encuesta. Una inmensa mayoría de la población aún se reconoce como católica. Que después no se perciba en tan alto número una conducta coherente con la fe, es otro asunto. La confusión, sino la apostasía, no es ajena a la ignorancia de las nociones más elementales del catecismo.

En una nación católica, la enseñanza de la fe puede ser muchas cosas menos impropia. El Estado, con la educación que ofrece, tiene una función supletoria de la familia. Tiene la obligación de velar por el bien común. Y la enseñanza religiosa, que transmite los medios para alcanzar la vida eterna de las personas, es el mayor bien. Los católicos deberían ser los primeros en reclamarlo.

Pero la confusión está extendida. No es un derecho de los padres educar a sus hijos en la fe. Es una obligación que surge de la propia fe. Es el alimento que nutrirá a los niños. Y lo mismo debería esperarse del Estado. A ningún padre se le ocurriría esperar hasta que sus hijos cumplan 18 años, y sepan discernir, para darles de comer. Ni entendería esta responsabilidad como opcional.

Frente a esto, el reproche de la discriminación es superfluo. Esperable, claro, en nuestra singularidad. Con un Estado que se pretende laico, administrando a una nación que se pretende católica, pero que olvida progresivamente su fe.