Quiero referirme a una humilde muchacha provinciana. Esta es su biografía. Edad: 16 años. Estudios cursados: 2º grado primario aprobado. Madre: analfabeta. Padre: desconocido. Nombre: Reina Torres. Lugar de nacimiento: Quimilí Paso, una pequeña localidad santiagueña donde imperaba, la pobreza, la ignorancia y la monotonía de los días iguales.
Este fue el medio ambiente en que transcurrió la infancia, la niñez y la adolescencia de Reina Torres. Posteriormente, un tío la trajo a Buenos Aires.
Sus negros ojos provincianos agrandados por la contemplación de la luminosa urbe porteña, delataban su infinito asombro. Algo dentro de su ser, le decía que había entrado en un mundo extraño, nuevo. ¡Todo era tan diferente al pueblito de su niñez!.
Su tío le consiguió trabajo como doméstica en la casa de un matrimonio joven, amigo mío, gente de refinada cultura. Reina Torres casi no hablaba y si lo hacía, su idioma era una mezcla de castellano y quichua.
Era físicamente delgadita, menuda y de tez muy morena.
Mis amigos poseían una bien provista biblioteca y en esa habitación –la casa era pequeña- instalaron a la provincianita.
Bien pronto los dueños de casa empezaron a notar que en la habitación de Reina, la luz permanecía encendida hasta altas horas de la noche.
Tenía la joven doméstica, una gran curiosidad por la lectura y el estar rodeada de libros, le permitía satisfacer su inquietud.
Pasaron dos años. En una ocasión fui a visitar a mis amigos y a reintegrarles un libro que me habían prestado.
Al entrar en la biblioteca sorprendí a Reina leyendo.
-¿Me permitís observar el libro que tenés en tus manos?, le dije.
- !Cómo no!.
-“El Arte del Bien Vivir” de Schopenauer..¿Y te agrada este libro, Reina?.
Me contestó: - No diría que lo comprendo totalmente, pero eso sí, gracias a él, he podido comprender –aunque sólo tengo 18 años- que los placeres de los sentidos pasan pronto, los del corazón pueden convertirse en penas, pero el placer que da el conocimiento me acompañará hasta el fin de mi vida.
La miré con asombro.
-He leído -siguió diciendo la muchacha- que aprender es como remar contra la corriente. Si no se avanza, se retrocede. Estaba comprendiendo que respirar no es vivir.
La vida siguió su curso. Reina completó su ciclo primario. Recuerden que solo había cursado el 2 grado de la primaria.
Dos años más tarde, teniendo 20 años, se casó con un joven y talentoso periodista. Estuve 7 u 8 años sin verla y hace un tiempo, me crucé accidentalmente con Reina, caminando por la calle Florida.
Me contó que había terminado el Colegio Nacional y que estaba estudiando medicina. Pensaba recibirse en dos o tres años.
La observé fijamente. De aquella muchachita santiagueña, casi salvaje, sólo quedaban sus hermosos ojos negros.
Esta Reina Torres, erguida frente a mí, era una mujer con personalidad, segura de sí misma, artífice plena de su propia existencia. Recuerdo que me quedé pensando que así como los navegantes de la antigüedad se guiaban por las estrellas para llegar a su meta, Reina se guió por la luz propia que los auténticos valores de su espíritu le brindaban, para llegar a su destino. Su férrea voluntad pudo más que las circunstancias adversas de la vida.
Casi repentinamente me dijo:
-Hoy tengo cierto apuro. No quiero perderme un recital de piano que da esta noche en Buenos Aires una concertista de gran futuro, que incluso ha ganado ya, una beca de perfeccionamiento en Italia por seis meses.
No dudo –agregaba- que será una gran intérprete. Precisamente mañana, parte para Europa.
Le diré su nombre, no sé si la habrá oído mencionar. Se llama Alicia Torres. Sí, es mi hija…
Y esta mujer excepcional, ejemplo cabal de fe, de tesón de talento, trajo a mi pluma este aforismo, que considero que en justicia, le corresponde: “No somos artífices del nacer ni del morir. Pero… podemos serlo del vivir”.