‘Billy Budd’. Opera en dos actos, opus 50, con textos de Edward Morgan Forster y Eric Crozier, y música de Benjamin Britten. Iluminación: José Luis Fiorruccio. Escenografía: Diego Siliano. Vestuario: Luciana Gutman. Régie: Marcelo Lombardero. Con: John Chest, Toby Spence, Hernán Iturralde, Homero Pérez Miranda, Gonzalo Araya, Alejandro Spies, Sebastián Martínez, Leonardo Estévez, Fernando Radó. Coro de niños (dir.: Helena Cánepa), Coro (Miguel Martínez) y Orquesta Estables del Teatro Colón (Erik Nielsen). El martes 1 en el Colón.
En 1954 se dio ‘El rapto de Lucrecia’. En 1962, ‘El sueño de una noche de verano’. En 1972, ‘Albert Herring’. En 2004, ‘Muerte en Venecia’. En 1979 y 1986, ‘Peter Grimes’. En este amplio espectro de la creación operística de Benjamin Britten, el Colón nos debía ‘Billy Budd’. Por cierto uno de sus trabajos más difundidos y potentes, estuvo en proyecto varias veces ya desde los tiempos de Enzo Valenti Ferro (gran admirador del compositor británico) y Sergio Renán. Pero por una u otra razón, incluida la Guerra de las Malvinas, esas iniciativas no pudieron concretarse (tampoco la de Marcelo Lombardero de llevarlo al Argentino en 2013).
Ahora, y después de tantas idas y vueltas, la tragedia basada en el estupendo, enigmático y si se quiere breve texto de Herman Melville (el escritor de ‘Moby Dick’, el ‘Martín Fierro’ de los norteamericanos), nuestro coliseo pudo estrenar finalmente el martes, en tercera función de gran abono, este título tan esperado y necesario, en una versión que por encima de cualquier otra cosa se distinguió por su magnífica y atildada producción.
LUCES Y SOMBRAS
La obra del músico de Suffolk (1913-1976), artista elevado a los cielos en su propio país, se ofreció por primera vez en 1951 en el Covent Garden, con dirección de su autor, quien en 1964 redujo los cuatro actos originales a dos (esta es la edición que se utilizó en la sala de la calle Libertad). En lo que hace a su partitura, bien puede decirse que se trata de un universo desparejo, en el que alternan momentos mejores (las escenas colectivas) con otros de menor mérito (el segundo cuadro del primer acto), donde la orquesta deja de manejar el hilo conductor para convertirse en mero acompañamiento de la acción teatral. A esto cabe añadir la recurrencia al arioso, ciertas líneas oscilantes o ambivalentes, pasajes que se tornan densos y acordes de intrascendente ambigüedad. Así como también la opacidad de las elaboraciones armónicas como común denominador (tritono). La ausencia del color vocal femenino. Un discurso poblado por pausas y silencios. Frases largamente sostenidas (pedales). Rítmica anodina. Esto, sin olvidar los diálogos hablados, las declamaciones y desigualdades expositivas en fin que afectan la unidad de tensión. Tal vez un tanto extensa (dura casi de tres horas con intervalo), ‘Billy Budd’ ha sido algo reducida en la versión que sube a escena este viernes en el Festival de Aix en Provence.
LOS COROS
Por otro lado, cabe destacar en cambio la belleza de los coros e interludios, introductores cabales de atmósferas, los motivos musicales, las texturas dramáticas (en tantas partes contenidas, como corresponde a un creador británico), el planteo esencial acerca del terrible conflicto entre lo legal y lo justo, el enfrentamiento entre la belleza física y moral y la maldad destructora. Esto, sin olvidar la redención, la multiplicidad de entendimientos (comprendida la fatal atracción erótica desigual y bidireccional entre el capitán, el contramaestre y el marinero: es la tesis de Clifford Hindley, que compartimos, apoyada en Forster; el tema da para un largo desenvolvimiento).
Igualmente, la tonalidad es casi siempre consonante, con algunas leves excepciones, y son remarcables la finura de las líneas melódicas, los bonitos desarrollos corales, los atormentados monólogos y soliloquios (‘I accept the veredict’). La orquestación (que contiene un bello solo de saxofón alto, dos contrafagots, seis percusionistas) es de gran riqueza. Y además de todo esto, fue un hallazgo el de Forster al introducir los tocantes prólogo y epílogo. Los interrogantes finales quedan abiertos (¿una parábola bíblica?): “We’re all of us lost on the sea”.
ORQUESTA Y PUESTA
Estuvo en el podio el maestro inglés Erik Nielsen, quien en su primera aparición en nuestro medio condujo con solvencia, gesto claro e impecable prolijidad a una orquesta en la que al margen de alguna complicación en los bronces, todo se manejó con ajuste y pulcritud.
Aparte de la muy disciplinada y nada fácil labor del Coro de Niños, preparado por Helena Cánepa, el de mayores (los marineros), cuyo titular es Miguel Martínez, volvió a mostrar su ductilidad, rotundidad y hermosura de conjunto (‘Now, now for victory’). En esta tragedia hay sólo registros masculinos.
En lo que hace a los solistas vocales es bueno señalar que en ‘Billy Budd’, sin perjuicio de algún esfuerzo de tesitura, por encima de los aspectos técnicos lo más importante pasa por el cometido interpretativo, tanto actoral como en el canto. En esta dirección cabe afirmar entonces que el tenor londinense Toby Spence (59, Capitán Vere) tradujo su personaje con convicción y matices, en el marco de un metal gastado; el barítono estadounidense John Chest (39, protagonista), experimentado en la asunción de su bondadoso e inocente “bello marinero”, exhibió voz sólida y encomiable soltura teatral, al tiempo que la labor de nuestro compatriota el barítono Hernán Iturralde (el sádico Claggart), un artista estimable, se vio desdibujada porque su papel debe ser ineludiblemente encarnado por un bajo (ni siquiera un bajo cantante sino un bajo profundo).
A su vera cumplieron eficientes labores Alejandro Spies (Redburn), Homero Pérez Miranda (Ratcliffe) y Fernando Radó (Flint), los oficiales del ‘Indomable’, al igual que Leonardo Estévez (Dansker), Sebastián Martínez (Novato) y Gonzalo Araya (Squeak).
El elemento más relevante de la velada fue desde ya su producción, a cargo de Lombardeo (quien ya la había realizado para el estreno latinoamericano de 2013 en el Municipal, de Santiago, y la repitió en Río de Janeiro). Hiperrealista, plena de detalles cuidados uno a uno, esbelta e impactante en sus sucesivos y magistrales cuadros visuales (Diego Siliano), fue complementada por una iluminación muy segura y exacta (José Luis Fiorruccio) y un vestuario múltiple, muy lucido y apropiado. La puesta de ‘Billy Budd’, dinámica en cambios y movimientos, manejo de grandes masas, y armoniosa en su estética, resultó en síntesis espectacularmente cinematográfica en sus trazos y amplio despliegue.
Calificación: Muy bueno