Libros

Testimonio del tiempo de la experimentación

Canto ceremonial contra un oso hormiguero

Por Antonio Cisneros

Ediciones Nebliplateada. 91 páginas

Este libro del poeta peruano Antonio Cisneros ya desde el título mismo testimonia una época, la década de 1960, que al menos en el recuerdo de algunos de sus protagonistas se presenta como la conjunción idealizada entre creatividad artística y férreo compromiso revolucionario.

Canto ceremonial contra un oso hormiguero fue galardonado con el Premio Casa de las Américas de 1968, otro signo de aquellos tiempos en que el castrismo era la bandera de la intelligentsia de medio mundo y Cuba su tierra prometida.

El joven Cisneros (1942-2012) lo escribió cuando residía en Londres, ganándose la vida como lavaplatos y asistente universitario en tanto descubría las formas narrativas de los autores anglosajones que habían renovado la práctica poética desde comienzos del siglo XX. “Tenía un alma de esponja, siempre presta al deslumbramiento -comentó en 1988-. Aprendí muchas cosas. Entre otras, que la tristeza no se resuelve con un plan quinquenal”.

Mucho de eso puede advertirse en estas páginas que se desbordan en versículos y estiran la sintaxis para expresar recuerdos, nostalgias, ensoñaciones o lúdicas tomas de posición. Es decir, la “historia doméstica y la historia de la colectividad”.

En ese recuento aparecen Marx, Castro y sus herederos y simpatizantes, la soledad en Hampton Court, guerrilleros andinos, retazos de la vieja Lima, París y cementerios indígenas, pero también una tía abuela del autor que preservaba grabados de la Viena de 1902 y otros ancestros familiares o nacionales, incluso los del tiempo precolombino. “Días en que ya nada malo podía ocurrir. Todos/ llevaban su pata de conejo atada a la cintura”.

Cisneros parecía un digno hijo del momento, aunque preservaba cierto margen de libertad, como que al final de “Karl Marx died 1883 aged 65” podía escribir: “Así fue, y estoy en deuda contigo, viejo aguafiestas”, una temprana señal, diría en una entrevista recogida al final del volumen, de que nunca fue marxista porque no aceptaba su filosofía materialista.

Su mirada poética, tierna y asombrada, se detenía en los contrastes que nacían de la emigración, en su caso voluntaria, a una tierra muy distinta. “Desde la Torre de Vidrio veo las colinas blandas/ y oscuras como animales muertos./ El aire es negro, susceptible de pesarse y ser trozado,/ y usted no podría creer que alguna vez/ sobre este corazón ha estado el sol”.