Opinión
UNA MIRADA DIFERENTE

¡Tente, necia!

Una agrupación política, una alianza, un líder carismático, con su elección interna o a puro dedo índice, puede hacer de alguien el Presidente de la Nación. Puede ponerlo, pero ya no puede sacarlo hasta que finalice su mandato.

La Constitución Nacional, hasta 1994, nada decía de le existencia de los partidos políticos, ni los mencionaba siquiera, ni mucho menos los declaraba imprescindibles para que los ciudadanos se postularan a cargo alguno. Recién la influencia de las lecturas marxistas de Alfonsín lo empujó a negociar con Menem su apoyo a una modificación que permitiría su a la postre trágica reelección, a cambio de semejante agregado, junto a otras ensoñaciones socialistas gramscianas. 

Hace sentido, en la visión regional castrista y a la postre dictatorial que impera en casi todo el subcontinente, que se subsume en doctrinas sociales, pactos, documentos, tratados y similares que unifican la estrategia trotskista y obviamente autocrática de todo el subcontinente. El concepto de partido es funcional a la despersonalización del mandato democrático, que es la manera principal de eliminar la responsabilidad individual de los gobernantes, de diluir la naturaleza misma del voto democrático, y de intentar que las bancas, los cargos, y hasta los subsidios, sean propiedad y cuerda de uno o varios partidos políticos. No existe la variedad pluripartidaria si los políticos de cualquier facción están unidos por un cordón umbilical común de corrupción, prebendas e impunidad. 

Ese concepto marxista del partido único, esa colectivización del ciudadano reemplazado por el partido fue siempre el sistema de hacerle creer a la sociedad que tenía alguna injerencia en su destino, y está implícito en los pactos de Sao Paulo, Puebla y Aparecida, y configura una tendencia que comienza por parecerse en lo metodológico, pero que también conduce al mismo objetivo final de pobreza y sumisión, como se puede observar en América Latina. A menos que alguien crea que Argentina, Venezuela o Chile van rumbo a un futuro de promisión. 

Las leyes y reglamentos electorales, la ley de partidos políticos y la ley de las PASO empolladas al amparo de esa Carta Magna de inspiración alfonsinista, consolidan esa dependencia del ciudadano, hasta hacerle creer que las bancas son del partido, en el mejor estilo de los dictadores de izquierda o derecha de todas partes y en todas las épocas, que usan el partido – o viceversa – como una excusa de perpetuidad o arbitrariedad. Los cargos o las bancas son, en esa concepción, meros ballots, como en la antigüedad, o en los sindicatos originales, una manera de mantener ocultas las responsabilidades personales, y de transformar a los representantes en instrumento de una minoría. O sea, la ausencia absoluta de control ciudadano. No es casualidad que la boleta sábana, la circunscripción uninominal, las postulaciones individuales (no la boleta única, que es otro tema) o la urna electrónica, sean sistemáticamente rechazadas en especial por los propios políticos, o por expertos sospechosos que siembran de imposibilidades cualquier cambio en serio en ese sentido. Cuando un legislador renuncia o muere, es reemplazado automáticamente por quién lo sigue en la boleta de su partido, otra aberración que se burla del sistema D’Hondt, y también del individuo. 

Peronismo abusador

Seguramente el peronismo es quien más ha abusado de este criterio, lo que se advierte en su renuencia a particiar en las PASO, pero que ha estado siempre presente en ese movimiento, (como designaba Franco a sus alianzas) desde las mismas prácticas de su fundador. Debe recordarse de que fue precisamente Carlos Menem el único candidato presidencial de esa fuerza elegido por una interna nacional, directa y vinculante. Ni el mismo Perón lo fue.  El proceso de elección de cargos electorales es precario en todos los partidos, más allá de lo que afirmen, mucho más con las exigencias de las leyes vigentes, que prácticamente condenan al fraude a quienes quieran presentarse individualmente. 

Esa duda sobre la titularidad de las bancas también lleva a que los legisladores obedezcan a sus partidos, a sus gobernadores, a sus mandantes, financiadores o punteros y caudillos partidarios, otro vicio que está colaborando a que la democracia se esté desnaturalizando aceleradamente. Es culpable de la incoherencia que se suele advertir entre los discursos en el Congreso o en los medios de comunicación y el voto de los candidatos, con miles de explicaciones y condicionantes, pero en definitiva siguiendo una subordinación casi de especie zoológica. 

En el caso del actual presidente de la nación, el concepto se exagera, en tanto ni aún el más despistado ignora que fue contratado e impuesto de algún modo por Cristina Fernández para postularse en la boleta del peronismo, con lo que ya no sólo pertenece al partido, sino que le pertenece a la viuda de Kirchner, posesión que ella goza en poner de manifiesto de diversas maneras y mohines. 

Ese seudoderecho sobre el candidato, que ya es una aberración cuando es el partido quien se arroga semejante posesión, se vuelve todavía más grosero e insultante hacia los votantes, de cualquier tendencia, cuando quien lo ejerce es una persona en especial, que se siente simultáneamente dueña del partido y del funcionario. Una suerte de exageración de la exageración. Por supuesto que el país ya ha pagado un alto costo por ello, tanto al llenarse de funcionarios leales a Cristina, como único mérito (Lla lealtad es esencial en el currículum peronista), lo que ha hecho que muchos cargos se llenasen con improvisados que admirablemente, pueden cumplir cualquier función, por compleja que fuese, que se creasen cargos y hasta ministerios y secretarías completos e inútiles para albergar a tantos leales, y a que se creasen estamentos paralelos de control/obstrucción, para ejercer el supuesto derecho político de propiedad que la lideresa del movimiento pretende detentar, siempre con remuneraciones y gastos estrafalarios. 

Para colmos de esa exageración, el delfín cristinista tiene su propia agrupación, La Cámpora, que además de controlar las cajas y de disponer las compras de todo lo que puede permitir un sobreprecio y un retorno, se ha convertido en una herencia en vida de semejante derecho de posesión maternos. Casi, un dueño de la democracia. 

Seguramente con el convencimiento de los tiranos, que siempre terminan creyéndose su propio relato, su propia histeria y su propia patología, el delfín insulta ahora al Presidente de la Nación y a su gobierno, e intenta, con el silencio aprobatorio de su mamá, o más bien bajo su inspiración, forzar el reemplazo del gobierno y del propio presidente, para decirlo de una buena vez. La excusa del FMI, con todo lo perjudicial que resulta, es sólo eso: una excusa. 

Y aquí se produce la grave ofensa de Cristina Fernández de Kirchner a toda la ciudadanía. Un partido, una coalición, hasta un líder partidario, puede poner a dedo al presidente de la nación. Pero no puede removerlo. Porque entre la designación interna como candidato del partido y el cargo presidencial, ha obrado el voto democrático. La misma milagrosa diferencia de estado que hay entre un cardenal y un Papa. Y romper eso, con relato, con amenazas, con sabotajes, con proféticas apocalípticas, con imposiciones de quintacolumnistas infiltrados o como fuese, es un acto golpista antidemocrático inaceptable e intolerable. Ofensa en la que, por supuesto, cuenta con la colaboración de su heredero varón, en esta instancia. 

El grito de todos

¡Tente, necia!, o ¡detente, torpe!, traducido al español moderno, es el grito que debería gritarle toda la sociedad a la señora, como al toro embravecido de la leyenda tradicional, que embestía contra los inocentes en la ciudad de Salamanca, y fue detenido con esas palabras por el santo Juan de Sahagún en el siglo XVII, mientras ponía una mano de contención en su testuz. 

Esta columna ha manifestado permanentemente su desagrado con las palabras, las decisiones y el gobierno del presidente. Un incompetente.  Pero la única manera de removerlo de su cargo es con el voto popular en 2023, si así lo considera la sociedad, o mediante los recursos constitucionales vigentes. No con ningún otro recurso ni por nadie que se crea su poseedor. Tiene sentido recordar cuando, al borde del golpe de estado de 1976 contra Estela Martínez de Perón, que tantas divisiones, tanto dolor y tantas consecuencias tuvieran para el país, Ricardo Balbín, encarcelado antes por el peronismo tras quitarle sus fueros y expulsarlo de la Cámara de Diputados por el propio Perón, salió a abogar en contra del golpe de estado que se adivinaba, además prohijado por el propio partido peronista, cuya lealtad era entonces fugaz, como siempre lo ha sido. 

No se trata de convalidar la gestión de gobierno de ningún modo, ni de aprobar aumentos de impuestos o confiscaciones o inflaciones licuadoras y empobrecedoras. Se trata de respetar las instituciones, que es el único camino transitable que resta. En momentos de una enorme confusión, donde ninguna solución parece viable, donde el futuro no se alcanza a vislumbrar, donde la matemática no cierra con esperanzas, donde las proyecciones son catastróficas, atizar los desencuentros, dirimir los conventilleríos internos a costa del país, ignorar la tragedia nacional una vez más, poner el egoísmo enfermizo por delante y tratar de imponerlo de cualquier modo, tiene un nombre o una calificación que esta columna no se atreve a aplicar.

Al borde de ser saqueado, troceado, desmembrado por el odio, la búsqueda de impunidad, la pequeñez y la miserabilidad de una moderna y precaria flautista de Hammelin que conduce a la sociedad y a sus propios parciales al abismo, sólo una exhortación merece la expresidente, la misma del título, que usara el santo del siglo XVII en la culta Salamanca, para frenar al legendario toro enloquecido.  

Claro que podría decirse de otro modo, en una rebuscada paráfrasis que entenderían en Harvard: lo que Salamanca non da, natura non presta.