Cultura
La belleza de los libros

Teijoskopías y teijomakias ya fueron


POR DANILO ALBERO

Mis primeros pasos en el mundo de las palabras nacieron entrelazados con imágenes, pasión que persiste hasta hoy y tiene un nombre en retórica: écfrasis (para la RAE: “Descripción precisa y detallada de un objeto artístico; agrego: “descripción de un personaje, pintura, escultura, edificio o cualquier explicación detallada con fines literarios”).

A los cuatro años me enfermé de crup; pudo haber sido hipolaringitis, mi memoria no llega hasta el nombre clínico. Si para recordar que estuve varios días internado y mi madre se quedaba a dormir en mi habitación. Muchas veces, todo tiempo pasado fue mejor; por aquellos años no había televisión, mucho menos videojuegos y la única forma de entretenimiento para un salvaje en ciernes de mi calaña en arresto hospitalario eran cuentos y lecturas de mi madre; la proximidad de un kiosco el en hall de la clínica, la llevó a comprar una superhistorieta de Walt Disney; “super” no es casual, las historietas de Walt Disney tenían formato de revista y contenían relatos cortos. Ya las superhistorietas tenían el tamaño de un libro de bolsillo -en términos caros a Borges, “formato octavo menor”- y contenían un comic del porte de una novela ilustrada. Mi madre me leyó una que involucraba al Pato Donald y toda su cohorte palmípeda: los sobrinos Huguito, Dieguito y Luisito y el cascarrabias, amarrete y archimillonario Tío Patilludo. La aventura ocurría en Alaska, los cinco habían ido a buscar un tesoro de pepitas de oro -tardé años en saber qué eran- enterradas, no recuerdo por quien.

Luego de la tercera o cuarta lectura ya identificaba el texto de los globos y los diálogos con las imágenes; en una de sus visitas mi padre me encontró siguiendo los dibujos con el dedo y recitando como un loro las palabras que los acompañaban; la próxima vez trajo el libro Upa para aprender a leer, con imágenes de las letras, palabras y frases con la ilustración del significado. Consecuencia de esa internación fue que, en primer año de la primaria ya sabía leer; recuerdo la introducción para el aprendizaje de las vocales que nos dio la maestra, una lámina con cinco dibujos: aro, elefante, indio, olla, uva.

TOS DE PERRO

La segunda internación fue domiciliaria, a finales de segundo grado enfermé de tos convulsa o “tos de perro” como la llamaban por aquellos años. Recuerdo el nombre y catadura del enfermero, Manino, que venía a casa dos veces por día a ponerme inyecciones de penicilina, antibiótico efectivo y de aspecto de licor de horchata -hoy lo compararía con el del Ouzo o Raki con agua- pero cuando lo inyectaba era espeso como plasticola. Las sesiones duraron casi dos semanas y me dejaron las nalgas como corcho y llenas de puntos duros. Manino tenía el physique du rôle de un barra brava de Chacarita Juniors: un chino descomunal -en la provincia se le llamaba chinos no a los hijos del Celeste Imperio sino a los mestizos de mulatos e indios- y la cara picada de viruela, como “el Tigre Millán” del tango.

Manino incursionaba por el barrio cabalgando una moto Puma negra -único color disponible, sus diseñadores podrían haber glosado a John Ford cuando se refirió a las tonalidades disponibles de su Ford T: “se puede elegir de cualquier color, a condición de que sea negro”-; aquel encierro fue amenizado con radionovelas y las aventuras de El príncipe valiente ilustradas por Harold Foster.

Años después fue otro encierro, colectivo y preventivo, por la epidemia de parálisis infantil; más radionovelas y Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo, ilustradas por Tenniel y La isla misteriosa con dibujos de Ferrat.

En 2020, en los cuatrocientos días de encierro por la cuarentena del covid-19, revisité estanterías, lecturas y relecturas atrasadas, algunas ojeadas; otras leída o releídas como si no hubiera mañana. Y, al recorrer algunas páginas ilustradas fui, más que nunca, consciente de que era difícil separar mi interés por la combinación de palabras e imágenes. Además, por dedicarme a la fotografía, mi carácter de fisgón impertinente, que me hace preguntar todo lo que no debo, me lleva a huronear la vida urbana en dos puntos de encuentro muy significativos: mercados y verdulerías -acomodar futas y verduras, pescados y mariscos es un arte universal- y pensar en los diálogos de vendedores y compradores. Tengo fotos de varias ciudades, también gente en situación de calle -en ambos casos de Buenos Aires, Madrid, Barcelona, Estambul, Berlín, Londres, París, Palermo, Siracusa, Roma, Budapest y Praga-. En los últimos años incorporé pinturas y grafitos en paredes y muros de casas y edificios abandonados; de Monreale uno delicioso: “Tutte le mamme fano i figli belli ma la mía ha propio esagerato”.

EL GRAFITO

El grafito nace con la escritura, los encontré en los sillares del templo de Dendur en el Metropolitan Museum de Nueva York, una de 1822 -un francés grabó nombre y fecha-, en columnas mesopotámicas del British Museum, varias en una lonja de Alejandría en el Pergamonmuseum de Berlín -anunciaban servicios de peluqueros, zapateros y dentistas-; y los nombres de mercenarios vikingos en una pared de mármol del templo Hagia Sophía de Estambul.

Se me hace inevitable pensar en la vida y motivos de los autores de esos grafitos. Todas estas inscripciones que recuerdo cabrían, holgadamente, en algunos de los enormes muros pintados e intervenidos en edificios desocupados de mi barrio, Palermo, algunos han requerido un andamio para pintar hasta el nivel de un segundo piso, algo semejante a lo que se ve en los restos de otra muralla siniestra, la de Berlín.

En el capítulo III de Ilíada asistimos a la primera vista registrada desde muros, Helena le describe al rey Príamo los principales caudillos aqueos que asedian a Troya; este tipo de panorámica debió ser frecuente en el mundo antiguo porque los griegos la llamaron Teijoskopia (teijós = muro y skopeo = mirar), écfrasis que tiene otro pasaje memorable en la tragedia Las fenicias de Eurípides; ahora Antígona, desde las murallas de Tebas, le pide al Pedagogo que le describa e indique quienes son los siete caudillos que se harán cargo de atacar las siete puertas de la ciudad.

En torno a los muros, desde el cual Príamo y Antígona contemplaron el panorama, se libraron batallas, a ese territorio de combate los griegos también le dieron nombre: Teijomakia (machía = lucha; hoy supérstite en tauromaquia). Solo que los actuales grafitos y teijoskopias son los muros de las redes y sirven, además de para hacer amigos distantes y compartir noticias, para alimentar egos con selfies intrascendentes acompañadas de comentarios tontos de los autores, propagandas políticas, adulaciones y likes; también, bullying, grooming, trols y fake news.