Ciencia y Salud

Sir Walter Scott: romanticismo y enfermedad

La belleza y la desgracia muchas veces van de la mano. Uno podría preguntarse cómo habría sido la obra de Van Gogh sin su locura, o los cuadros de Toulouse-Lautrec sin sus piernas deformadas, o los versos de Sir Walter Scott (1771–1832) si no hubiese tenido la desgracia de padecer poliomielitis a los 5 años. La enfermedad lo obligó a una larga convalecencia en tierras del sur de Escocia, donde conoció la lengua y las leyendas de ese país. La dificultad para movilizarse –que superó con esfuerzo– asistió a forjar su vocación literaria. 
Aunque estudió leyes en Edimburgo y llegó a ser juez, desde joven escribió poemas que lo vincularon con la corriente romántica: primero como traductor de textos alemanes y, posteriormente, con la creación de cuentos reunidos en un libro llamado ‘Baladas de la frontera escocesa’ (Minstrelsy of the Scottish Border), publicado de forma anónima en 1802.
De joven tuvo un desencuentro amoroso con una amiga de la infancia, pero finalmente se casó con Margaret Charlotte Charpentier, una joven exiliada francesa. Gracias a sus ingresos como  juez podía vivir cómodamente, pero se le dio por fundar una imprenta para editar sus propias obras, entre ellas ‘La dama del lago’ (The Lady of the Lake), ambientada en los Trossachs.
Hoy sus poemas son poco recordados, pero en su momento fueron muy populares. Sir Walter Scott sigue siendo célebre por sus novelas históricas; de hecho, fue el creador de ese género. La obra que le dio reconocimiento mundial fue ‘Waverley’, ambientada durante el levantamiento jacobita de 1745, cuando los escoceses de las Highlands intentaron coronar al “Bonnie Prince” Charles Stuart como monarca del Reino Unido. Waverley, o Escocia hace sesenta años fue un éxito internacional, aunque su autor mantuvo su costumbre de publicar de manera anónima. Las novelas que siguieron aparecieron bajo el seudónimo de “El autor de Waverley”.
A pesar de era un secreto a voces que Walter Scott era ese autor, él continuó manteniendo el anonimato, quizás para que no interfiriera en su trabajo de juez. Los éxitos se sucedieron con novelas como ‘Ivanhoe’, ‘Rob Roy’, ‘Kenilworth’, ‘El pirata’, ‘Woodstock’, entre muchas otras.
Pese a las extraordinarias ventas de sus libros, la editorial terminó quebrando y debió poner su casa en Abbotsford en un fideicomiso para cancelar las  deudas contraídas. Estas fueron levantadas gracias a un duro trabajo literario.
Tan popular fue su obra que el príncipe regente –futuro Jorge IV– pidió conocer personalmente al autor de Waverley. Sir Walter (ya nombrado baronet) organizó en Edimburgo un fastuoso recibimiento en 1822, donde el monarca fue presentado como la reencarnación del “Bonnie Prince” Charles. Aquel evento dio origen a la Escocia romántica de los kilts y los tartans, de los gaiteros y la danza del sable: la Escocia de los mitos y de los rudos highlanders que aún sobrevive en el imaginario colectivo, recreada gracias al genio de Walter Scott.
El esfuerzo para mantener a flote su empresa melló su salud. En 1816 tuvo cálculos en la vejiga y el dolor lo obligó a tomar opiáceos como el láudano. De hecho, bajo los efectos de estos analgésicos escribió obras como ‘La novia de Lammermoor’, (The Bride of Lammermoor), que más tarde inspiró la ópera ‘Lucia di Lammermoor’ de Donizetti.
En 1830,  Sir Walter notó bruscamente que no podía escribir, y cuando lo intentaba no daba con las palabras correctas. Por esos días estuvo desesperado, pero pudo volver a su actividad literaria. En 1831 se repitió el episodio: “mi pluma se declaró autónoma”, dijo al no poder controlar su escritura. Al año siguiente tuvo un ataque más grave. Por diez minutos yació sobre el piso de su estudio sin poder decir palabra, hasta que llegó un médico que practicó una de las pocas cosas que podía hacer entonces: una sangría.
Como secuela de este accidente vascular hipertensivo padeció parálisis facial, dificultad en el habla y disgrafía –es decir, dificultad para escribir–.
Sin embargo, el famoso escritor debió continuar con su tarea literaria, la única forma que tenía para pagar sus enormes deudas.
En 1832, mientras realizaba un viaje por el Mediterráneo, se enteró de la muerte de Goethe. Esta noticia lo inquietó y expresó su deseo de volver a su hogar. “Al menos Goethe murió en su casa”, decía una y otra vez.
A su castillo de Abbotsford arribó en un estado de estupor; una semana más tarde intentó volver a escribir, pero le resultó imposible. El 21 de septiembre de 1832 cayó en coma y murió a las 1:30 p.m.
El examen post mortem mostró un cerebro dañado en su hemisferio izquierdo, con vasos arterioscleróticos y extensas zonas de isquemia.
Hoy se estima que, cada año, mueren en el mundo alrededor de 6,5 millones de personas por accidentes cerebrovasculares. Es la tercera causa de muerte en Europa, donde las mujeres se ven especialmente afectadas. La tasa global de isquemia cerebral es de 88 casos por cada 100.000 personas al año, y el 91% de ellos corresponde a mayores de 60 años. La prevención es crucial, pues muchos de estos fallecimientos podrían evitarse.
Leer la vida de este escritor, marcada por la fatalidad y la expresa voluntad para superarse luchando contra la adversidad, lo pone a la altura de sus héroes como Ivanhoe y Rob Roy. 
En lugar de espadas, esgrimió su pluma y una fecunda imaginación que lo llevó a ser el escritor más leído  de su tiempo.