Opinión
GRANDES TEMAS NACIONALES

Proyectos y violencia

La incapacidad argentina para renovar su proyecto nacional e insertarse en el mundo la hundió en la división y la decadencia.

Para entender cómo llegamos aquí, tenemos que repasar someramente nuestra historia. Casi todo nuestro siglo XIX estuvo atravesado por las guerras civiles entre las provincias, nacionalistas, católicas, y defensoras de sus economías locales, y Buenos Aires, una alianza liberal, cosmopolita e ilustrada entre los comerciantes de la ciudad y los terratenientes de la provincia, que dominaba el puerto y la aduana, y se beneficiaba tanto de la exportación de productos primarios, muchos provenientes de las provincias, como de la importación de manufacturas, muchas destinadas a las provincias.

Cuando Buenos Aires tuvo su propio caudillo, Juan Manuel de Rosas, nacionalista y católico, esa élite liberal optó por marchar al exilio, a Montevideo o al Alto Perú, y aliarse a los enemigos europeos de la Argentina -Inglaterra y Francia- para combatirlo en nombre de las ideas liberales, el comercio y el progreso. Como no lograban derrotarlo, pidieron auxilio al Brasil: las banderas francesas o inglesas habrían sido inaceptables para la población, pero la verde-amarela se abrió camino sin inconvenientes, ignominiosamente, hasta la Plaza de Mayo. La élite porteña recuperó su poder, sobre la ciudad y sobre las provincias.

Creo que fue André Malraux el que le dijo a Victoria Ocampo: “Buenos Aires parece la capital de un imperio inexistente.” Sin embargo, el imperio había existido, se llamaba Argentina, las provincias eran sus colonias, y su extensión era mayor que la de muchos imperios europeos como los que el escritor francés tenía en su memoria. El Centenario marcó el momento de mayor esplendor de ese imperio. Pero Julio Argentino Roca había puesto en marcha tres décadas atrás los cuidadosos pasos necesarios para cerrar la grieta entre unitarios y federales y convertirlo en una república.

Podrían citarse múltiples mecanismos legales y políticos tendientes a distribuir el poder en forma lo más pareja posible a lo largo y lo ancho del país, pero vale detenerse en uno: las numerosas escuelas normales que su ministro de educación y comprovinciano Nicolás Avellaneda sembró por todo el territorio, especialmente en el norte, que era la parte más poblada. La educación fue la herramienta de promoción social, y por ende política, preferida por la generación del 80. En 1912, la ley de sufragio secreto y obligatorio reconoció los resultados de esa promoción.

REALISMO CRIOLLO

Con Roca el país tuvo su primer gran proyecto nacional, realista y despojado de fantasías, consistente en integrar de la manera más inteligente posible el interés argentino al orden internacional, en ese momento inapelablemente definido por la llamada pax britannica. Se trataba de aprovechar sus beneficios para construir un destino propio, no para dormirse en los laureles exportando carne y cueros e importando manufacturas. Los líderes del 80 sabían lo que querían: la tesis de doctorado de Miguel Cané versó sobre la protección a la industria; Carlos Pellegrini hizo una declaración de principios al vestir un traje íntegramente confeccionado en el país y proclamarlo.

Ese modelo, de todos modos, recibió su primer gran golpe con la crisis de 1930, y sucumbió al estallar la segunda guerra. Las élites argentinas beneficiadas por el roquismo se habían dormido efectivamente en los laureles y, presas de una mezcla de mezquindad y arrogancia, no supieron ni quisieron buscar alternativas. Fueron los militares de clase media de la década de 1940 los que concibieron un modelo de desarrollo económico y social -el segundo gran proyecto nacional- para hacer frente a la doble amenaza que planteaba la posguerra: el imperialismo estadounidense y el comunismo soviético.

El peronismo fue la expresión política de ese modelo, y logró desactivar toda pretensión comunista y socialista mediante un reconocimiento legal y real de los derechos de los trabajadores inspirado en la encíclica Rerum novarum que el papa León XIII había dado a conocer en 1891. Pero no logró resistir el embate de los Estados Unidos, cuya embajada en Buenos Aires encontró oídos cómplices en los herederos de la vieja élite, que por primera vez se sentía desplazada de un poder siempre considerado como propio, que no soportaba que otros tomaran decisiones que la afectaban, y que usó políticamente su palanca económica para combatir lo que no comprendía.

Perón fue expulsado del poder en 1955, y los Estados Unidos vendieron el derrocamiento de un gobierno electo como un triunfo de la democracia sobre el fascismo y el nazismo. En realidad, lo que buscaban, y consiguieron, fue eliminar un competidor molesto, que había empezado a producir sus electrodomésticos, sus autos, aviones, barcos y trenes, que tenía petróleo, carbón, acero y experimentaba con la energía nuclear, y que además se imponía como referencia en la academia, el espectáculo, el deporte y las artes en una región que ellos consideraban como propia desde los tiempos de Monroe.

LA FIESTA DE LOS ‘60

Después de 1955 la Argentina jamás logró ponerse de acuerdo sobre un proyecto nacional, capaz de integrarla a un mundo que se dividía en tercios. Atravesó una década de refriegas entre azules y colorados, entre peronistas y antiperonistas, de golpe de estado en golpe de estado; con tanques en las calles y aviones en sobrevuelos amenazantes; en perpetua inestabilidad política debida a la proscripción del peronismo pero sobreviviendo, paradójicamente, gracias a las condiciones económicas y sociales heredadas del peronismo.

Los Estados Unidos parecían haber perdido interés en nuestro país, pero los vínculos se reactivaron tras la revolución cubana de 1959. Washington advirtió que debía encarar la región con una estrategia algo más sofisticada que el gran garrote, las intervenciones militares y los golpes de estado armados por la CIA. Así nació la Alianza para el Progreso, en cuyo marco se abrió un diálogo entre los presidentes Frondizi y Kennedy, pero uno fue destituido y el otro asesinado, y esa relación, que se perfilaba como amistosa y cooperativa aunque tal vez de dudoso éxito, quedó en la nada.

Incapaz, como se dijo, de diseñar un nuevo proyecto, pero consciente de la necesidad de tenerlo, en 1966 la élite argentina se propuso poner al día el armado del 40 sin el ingrediente peronista. Ese intento, de matriz nacionalista y católica e instrumento militar, llamado Revolución Argentina, más o menos adherido a la doctrina social de la Iglesia, con un pie en el Estado y el otro en la empresa privada, albergó la economía más exitosa de los últimos sesenta años, concretó demorados avances en materia de infraestructura, y aseguró los mejores indicadores sociales desde el peronismo.

Pero leyó mal los vientos de la época, y no supo dar la batalla cultural. Le faltó visión estratégica hacia afuera -sólo se le plantó a los Estados Unidos en materia nuclear- y reclamo épico hacia adentro. Jacobo Timerman había ayudado a los jefes de esa alianza religioso-militar-empresaria a llegar al poder, y los ilustraba al mismo tiempo desde sus publicaciones sobre la aparición de la minifalda, los Beatles y el flower power. Pero ellos no encontraron mejor forma de atraer a los jóvenes que correrlos a bastonazos de las facultades al grito de “¡comunistas, comunistas!”, irrumpir en los hoteles alojamiento para ver qué estaban haciendo, y censurar espectáculos. Lograron ponerse a todos en contra, especialmente a quienes más podrían haberse beneficiado del modelo para desarrollar sus vidas. Y aún así, la Argentina de los 60 fue una fiesta…

Al gobierno iniciado por Onganía y liquidado a pedido de la UCR por los generales liberales que acaudillaba Lanusse, se le deben entre otras cosas la central nuclear Atucha, el túnel subfluvial Hernandarias, el puente Resistencia-Corrientes, la puesta en marcha del puente Zárate-Brazo Largo, la represa de El Chocón, y la consagración de la Argentina a la virgen de Luján, pero también la corrupción de los sindicatos, las revueltas sociales más violentas de todos los tiempos (organizadas por los radicales en colusión con la izquierda), la aparición de las guerrillas, algunas desde su propio seno, y el regreso de Perón al gobierno en 1973. Allí es cuando los Estados Unidos vuelven a entrar en escena.

A comienzos de los 70, en el marco de ideas que agitaban entre otros Henry Kissinger, Robert McNamara, Zbigniew Brzezinsky, la Comisión Trilateral y el Club de Roma, nuestro país reapareció con renovado atractivo en el mapa estratégico del naciente globalismo. Casualmente o no, a partir de ese momento los acontecimientos locales comenzaron a sucederse con rapidez inusitada, y con rara unidad de propósito, incluso bajo gobiernos disimiles en su naturaleza y orientaciones.

SIN PERON

Muerto Perón en 1974, las cosas se movieron en una sola dirección: eliminar cualquier rastro de nacionalismo católico y popular -inspirado en Perón o en Onganía-, y abortar cualquier vínculo emocional de los civiles con las fuerzas armadas, que el propio jefe justicialista, pese a los agravios sufridos, se había ocupado de restañar a su regreso del exilio. Agentes de inteligencia estadounidenses, europeos y también del medio oriente, donde los vínculos del peronismo con el mundo árabe, y en especial con el libio Muammar Gaddafi, eran vistos con suspicacia, comenzaron entonces a operar en la Argentina.

Resultados directos de esas operaciónes: por un lado, las guerrillas afines al peronismo, que habían nacido enarbolando la bandera de un “socialismo nacional”, viraron repentinamente hacia la izquierda, para confluir con las provenientes del marxismo puro y duro y ofrecer un blanco indiferenciado a la represión; por el otro, unas fuerzas armadas aleccionadas en los Estados Unidos y en Francia sobre el empleo de procedimientos ilegales, ya practicados en Vietnam y en Argelia, emprendían su suicida guerra sucia contra la subversión.

La violencia setentista, si bien engendrada localmente, fue atizada desde el exterior con el doble objetivo de enlodar a las fuerzas armadas y aniquilar a los elementos sindicales y políticos más radicalizados y combativos. Ambos fines se lograron, en beneficio de sus agitadores y en perjuicio de los argentinos, y los detalles son bien conocidos como para repetirlos aquí, pero vale la pena subrayar un punto no siempre tenido en cuenta: la violencia setentista no fue entre nosotros un fenómeno de clases bajas explotadas sino de clases medias y medias altas frustradas.

La guerrilla urbana -entre cuyos protagonistas pueden reconocerse apellidos de la burguesía porteña y de las aristocracias provincianas- fue antes que nada la reacción de una juventud instruida, audaz y ambiciosa, a la que una dirigencia nacional mezquina y temerosa, con un país chiquito y disponible en la cabeza, no sabía hablarle ni le daba oportunidad de desarrollar sus capacidades. “Nos entrenan como ingenieros agrónomos y nos contratan como jardineros”, se quejaba Alejandro, un desalentado arquitecto interpretado por Alfredo Alcón, en la película ¿Qué es el otoño? (1977) de David José Kohon.

En una nación con vocación soberana, con políticas orientadas a fomentar y facilitar su desarrollo, como las que propusiera Frondizi antes de terminar triturado entre los peronistas y los antiperonistas, como las que ensayara Onganía con un lenguaje equivocado, en un país con un proyecto capaz de entusiasmar y de crear oportunidades, la Revolución Cubana habría despertado entre los jóvenes un interés tangencial, no mayor que el suscitado por el escandaloso derrocamiento por la CIA del presidente guatemalteco Jacobo Árbenz en 1954. En cambio, les encendió la imaginación, y muchas manos se apresuraron a avivar el fuego.

Los guerrilleros de los 70 no lo sabían, y si se lo hubieran hecho notar muchos habrían rechazado la idea, pero eran hijos de la promesa peronista, la promesa de un desarrollo personal en un país en desarrollo, que les había sido arrebatada por los antiperonistas, y reaccionaron siguiendo patrones de violencia política que desde abril de 1953 (bomba radical contra un acto peronista en Plaza de Mayo con seis muertos y 19 mutilados), junio de 1955 (bombardeo naval de Plaza de Mayo con 300 muertos y 1.200 heridos) y junio de 1956 (fusilamiento por el gobierno de facto de una veintena de militares y civiles) parecían haberse vuelto aceptables. Y ahí sí, La Habana les ofreció el modelo y el know-how: los cubanos necesitaban “uno, dos, tres, muchos Vietnam” para que la presión de Washington no se concentrara exclusivamente en ellos. Ninguno de los jóvenes que tomaban al Che como modelo habría aceptado ser descripto como terrorista, aunque lo fueran. Se consideraban revolucionarios: la clase dirigente los ignoraba, como ignoraba a todos por otra parte, y ellos respondían resueltos a cambiar esos dirigentes y reemplazar su sistema político enclenque, zarandeado por las sublevaciones, las proscripciones y los golpes de estado. No sabían que los estaban usando, que los estaban traicionando, que ya habían sido condenados a muerte de antemano. Que iban a ser la excusa para abrir el largo, doloroso ciclo de proyectos antinacionales.

* Periodista y editor de la página web gauchomalo.com.ar.