Cultura

Posverdad, o la ceguera voluntaria

La primacía de las emociones personales por sobre los hechos, una flaqueza propia de la posmodernidad. El relativismo y la pluralidad de mensajes en las redes sociales facilitan la manipulación de la opinión pública. La preocupación se disparó cuando también la corrección política fue cuestionada.

Desde que en 2016 el prestigioso diccionario inglés de Oxford eligió a la "posverdad" como "palabra del año", el concepto está de moda. Filósofos, académicos, novelistas y periodistas reflexionan sobre el peligro de una opinión pública cada vez menos influenciada por los hechos objetivos que por las apelaciones a la emoción y a las creencias personales. Estamos en la era de la posverdad, coinciden todos. Una era en la que se volvió irrelevante la verdad. Una era en la que no habría hechos, sólo interpretaciones.

La preocupación estuvo el año pasado en boca de todos. Sobrevoló las Ferias del Libro de México, Buenos Aires y Guadalajara. Dominó desde un coloquio de la Unesco hasta un panel sobre periodismo en el último Foro Iberoamérica celebrado en Puerto Madero. Fue la portada de la revista Time, después de ocupar el mismo lugar en The Economist. La repercusión es tal que en diciembre pasado la Real Academia Española se sintió llamada a incorporar el neologismo a su diccionario.

El concepto viene del mundo anglosajón e irrumpió con fuerza en el contexto del referendo por el Brexit y de la elección presidencial en Estados Unidos que dio el triunfo a Donald Trump. La frecuencia de su uso dio entonces un salto pronunciado, según el diccionario inglés.

Hay razones para pensar que las preocupaciones se dispararon cuando la corrección política fue cuestionada.

El Brexit y la elección en Estados Unidos fueron, en efecto, un cimbronazo para las élites dominantes en esos países, de abrumadora ideología progresista, que sintieron que el mundo se desmoronaba.
Alarmados ante el triunfo de la incorrección política, intelectuales y líderes de opinión se preguntaron qué pudo haber pasado, y muchas explicaciones confluyeron en que el electorado había sido manipulado a partir de mentiras y engaños, o bien emociones, como el miedo.

Trump, con su oratoria provocadora, informal y descuidada, acusado tantas veces de deformar la realidad, es un blanco ideal para demostrar que así ocurrieron las cosas. Y aún hoy se observa que las reflexiones sobre la posverdad de académicos y escritores acaban fatalmente en el peligro que significa el magnate.

SESGO

En las alarmas sobre el comportamiento de la opinión pública, si bien justificadas, se reconoce, así, un cierto sesgo ideológico. La intención pareciera ser, muchas veces, demostrar que la posverdad es un asunto de conservadores, y que la élite educada está guiada por la razón, como escribió el periodista Toby Young en The Spectator. Una intención que el periodista toma como indicio "de la vanidad y autosatisfacción" de esa élite.

No sin razón, hay quienes sostienen que aquello que los medios escandalizados llaman "posverdad" no sería más que la angustia ante la pérdida del monopolio sobre la razón pública.

Hay asuntos que parecen no preocupar. Entre nosotros, el uso deshonesto que se hizo de la muerte del joven Santiago Maldonado, un asunto muy poco examinado en relación con la posverdad, es sin embargo un ejemplo que debería ser digno de estudio.

Está ahí para recordarnos cómo un montaje, aun salpicado de groseras invenciones, pudo esparcirse a la velocidad del rayo, escalar al tope de la agenda mediática, apoderarse de la opinión pública y generar pasiones inflamadas. Al punto de que la autopsia firmada por cincuenta peritos forenses, en el sentido de que el joven artesano se ahogó solo en el río, no contuvo las marchas y fotos reivindicativas, que aun hoy circulan en las redes sociales.

Y tampoco se revisan a la luz de la posverdad nuestros trágicos años 70, con esa versión de los hechos que la izquierda volvió canónica y que todos siguen repitiendo, pese a que la impostura fue ya largamente desenmascarada.

¿Y qué decir de los 30.000 desaparecidos? Una cifra que es bien sabido que fue inventada por el ex montonero Luis Labraña. El mismo confesó los detalles de cómo se especuló con el número para conmover más a la sociedad. Pero bastó que el ahora ex ministro de Cultura porteño Darío Lopérfido la pusiera en duda para que debiese renunciar.

Ninguno de estos comportamientos, dicho sea de paso, se corresponde con una manipulación desde el Estado, sino desde organismos de derechos humanos.

¿VERITAS?

La mentira en la política no es nueva, por supuesto. La respuesta: "¿Veritas? ¿Quid est Veritas?", de Poncio Pilatos, dirigida a Nuestro Señor Jesucristo, demuestra que la cuestión viene de antiguo.

Lo novedoso, el ingrediente clave en la cultura de la posverdad, serían las redes sociales. Los periodistas, sobre todo, están preocupados porque estos medios, y la horizontalidad de las fuentes, resquebrajaron el monopolio periodístico de la información, que sería una garantía de confiabilidad. Esto, argumentan, favoreció que la mentira, el rumor y los datos sin chequear se extendieran a gran velocidad.
La hipótesis es que en las redes sociales una opinión fuerte puede acallar la evidencia. Es cierto. Aunque la crítica huele a defensa corporativa de un periodismo en crisis. Porque no menos cierto es que, si las redes sociales permiten esparcir los rumores, también permiten develar engaños ajenos.

Sea como fuere, la manipulación de la opinión pública es también posible porque hay una aceptación voluntaria de la mentira. Un autoengaño guiado por la emoción.
Muchos prefieren aceptar las mentiras y medias verdades antes que una realidad que desmiente las opiniones, creencias y emociones personales.

"Todo el fenómeno de la posverdad es sobre: "Mi opinión vale más que los hechos". Es sobre cómo me siento respecto de algo", dijo el filósofo A.C. Grayling en una entrevista con la BBC. "Es terriblemente narcisista".

Y esto es así porque, a fin de cuentas, la posverdad es el otro nombre que adopta el relativismo propio de la filosofía posmoderna.

Una vez negada la Verdad universal, sólo quedan verdades subjetivas, limitadas a la percepción individual. Para los posmodernistas, cada persona construye la realidad de acuerdo con su cultura y sus experiencias. Por lo que no existe tal cosa como un mundo real al que pueda corresponder la verdad.
Esta locura, que es la idea detrás del ensayo de Foucault Esto no es una pipa, y de la afirmación de Baudrillard de que la guerra del Golfo no existió, sino que fue un invento de la CNN, mereció lúcidas reflexiones por parte de Chesterton hace más de cien años.

En Ortodoxia, por ejemplo, el genial escritor inglés recordó que la religión era el freno a este peligro, que consiste en la autodestrucción del intelecto humano. "En tanto que la religión marche, la razón marcha -escribió-. Porque las dos son de la misma primitiva y autoritaria especie. Ambas son métodos que prueban y no pueden ser probados. Y en la acción de destruir la idea de la autoridad divina, hemos destruido sobradamente la idea de esa autoridad humana, por la cual hacemos que la larga división se acorte. Tras un extenso y sostenido jaleo hemos querido quitar la mitra al hombre pontificio, y junto con la mitra le quitamos la cabeza".

Chesterton predijo que la mentalidad moderna, en esencia nihilista, iba a evolucionar más adelante a lo ridículo, a una guerra contra la realidad.

Entendió que habría que prepararse para la gran batalla en defensa del sentido común. Y que llegaría el día en que "será preciso desenvainar la espada para defender que las hojas son verdes en verano".
Ese día puede no estar muy lejano. Lo que ahora se llama "posverdad" se asemeja bastante a esa pesadilla que tan bien anticipó Chesterton.