Lo que ocurre en Chaco es una espeluznante tragedia personal y familiar, pero es también un símbolo y un ejemplo dramático del cáncer que carcome desde hace décadas a la sociedad argentina y que ha hecho metástasis terminal, sin que siquiera merezca ser aceptado y asumido por las instituciones, y que es ignorado por los pomposos y caros entes, ministerios, observatorios, entidades, agrupaciones nacionales y supranacionales supuestamente dedicadas con exclusividad a la reivindicación de los derechos de la mujer y a garantizar la seguridad y el respeto como seres humanos.
Con toda razón, la población ha notado y hecho notar la tumultuosa ausencia en esta instancia dramática de la voz de los movimientos de reivindicación supuestamente feministas, que militan las marchas de senos y genitales al viento, que sospechosamente han guardado un disciplinado silencio en un tema que debería ocuparlas hasta la indignación y la revuelta callejera y cuando todos estos grupos y entidades deberían estar apoyando a una familia desesperada que ha perdido (en todos los sentidos del término) a una hija que tal vez no volverán a ver, ni viva ni muerta.
También ha sido ruidoso el silencio de mucho periodismo partidario, que omite sistemáticamente conectar la tragedia con la impunidad de los sátrapas, incluyendo en esa categoría al sistema de justicia y seguridad, que, como sabe cualquiera que haya tomado contacto con la calle cinco minutos, forma parte del mismo paquete, lo que se acentúa a medida que el observador se entromete en los sectores y zonas de mayor populismo y estatismo del país. Como un feudalismo o una monarquía Siglo XXI que parece canjear la supuesta protección (de palabra) que ofrece a sus habitantes por la pérdida de todos los derechos, y lo que es peor, por una especie de privilegio paulino infinito de que gozan los sátrapas llamados punteros, gobernadores o intendentes según el caso.
Es fácil, como ha ocurrido, traer el recuerdo escandaloso del caso de Soledad Morales, cuya utilización grosera y asesinato encubridor posterior se licuó en impunidad groseramente política. Pero también hay que recordar el caso de Jimena Hernández, también misteriosamente licuado, o el de Lourdes Di Natale, que descuidadamente “se cayó” por una ventana de un edificio de departamentos después de acusar a un ladrón público. O el de Natacha Jaitt, la multitasking que murió por exceso de drogas según la prensa, drogas que no encontró la autopsia, que la declaró muerta por causas multiorgánicas. Jaitt había denunciado diversos casos de abuso de menores y trata, varios de los cuales se confirmaron luego de su suicidio. Se recordará que había escrito en un tuit: “No me voy a suicidar, no me voy a pasar de merca y ahogar en una bañera, no me voy a pegar ningún tiro, así que si eso pasa no, no fui. Guarden tuit”.
Nueve mil mujeres han desaparecido en pocos años, o han aparecido muertas. En la mayoría de los casos en que se supo algo de ellas estaban involucradas en situaciones de confrontación o dependencia de alguna clase de poder.
Se recordará que el escandaloso caso del luego expresidente por un día Rodríguez Saa, terminó feliz y supuestamente, en persuasión, sin investigar demasiado. Derecho de pernada. No es un tema que termine aquí ni que se limite a la incontinencia de impulsos básicos. Cuando se habla de la imposibilidad de conseguir mayorías para tener moneda sana, o para reducir gastos y déficit, o de cumplir el mandato constitucional de 1994 que obliga a tener una ley de coparticipación en serio y que fue deliberada e hipócritamente desobedecido durante 30 años por todo el sistema político, se está hablando de la impunidad, impudicia e inimputabilidad de los gobernadores e intendentes y punteros y de todo el poder paralelo de que gozan, junto al Congreso, que controlan.
Esto vale tanto para estos abusos que les permite usar a las mujeres como estropajos, como para sabotear cualquier buena intención económica, como sucedió con la reducción de gastos durante la convertibilidad, o cuando emitieron moneda paralela y falsa en 2001, o bonos de nombres diversos, en contra de la Constitución. En ese proceso, en esa ya tradicional costumbre, no están solos. Los acompaña la justicia, la policía, el sistema económico y sindical, y hasta la resignación popular. Cualquier provincia del Norte tiene muchas Soledad Morales en potencia desde hace 100 años, y empeorando.
Por supuesto que paralelamente, también cualquier provincia argentina tiene sátrapas que se roban las regalías, o que venden soberanía y terrenos públicos que compran en sociedad con falsos aborígenes, o abusadores familiares protegidos, o gobernadores billonarios devenidos empresarios, o hijos con bragueta prepotente, o acomodados y funcionarios (perdón por la redundancia) con impunidad garantizada para cualquier delito.
Eso se entiende como un sistema de gobierno federal. Incidentalmente, por eso es más fácil dolarizar o bajar el gasto en un sistema unitario. Porque hay sólo un ladrón al que se debe cambiar con el voto. La impunidad es más fuerte aún que la corrupción, y también es multipartidaria.
Sería una enorme injusticia concentrar la crítica sobre las satrapías provinciales o municipales. Es sabido que la misma aplica a todo el sistema y a todos los ámbitos. Las Cecilias no están seguras en ninguna parte, en ninguna jurisdicción. Como una fruta caída del árbol, cualquiera pasa y se las lleva. Es una peligrosa simplificación sostener que la delincuencia crece en proporción directa a la pobreza. Este crimen contra las mujeres no lo perpetran los pobres.
La columna no comulga para nada con el feminismo de marchas, consignas, desnudeces horribles, discursos, odio al varón y al semen, al padre y hasta al hijo. Pero se trata de otra cosa. Se trata de no permanecer en silencio ante un abuso practicado, consentido o permitido contra la mujer, transformándola en disposable, en vendible o descartable, con la complicidad o la anuencia de una enorme cantidad de corruptos, mirones y cómplices. Y eso incluye a todos quienes vociferan en algunos casos que les conviene políticamente y se callan en la gran mayoría de otros.
Un país así no sirve. No es una sociedad. No es una patria. Ni siquiera es una colonia de seres pensantes. Es superficial y superfluo analizar o intentar mejorar la política o la economía en el país de Cecilia. Es mejor dejar que ese país se autodestruya.
Una columna en un periódico debe tener un propósito y una misión. Más allá de los errores de apreciación que se pudieran cometer. De lo contrario es mejor dejarla en blanco. Con ese criterio, y con esta indignación, se escriben estas líneas.