Opinión

Los pantalones de Picasso, las faldas de Frida y las chamarras de Diego Rivera

“Solo las personas superficiales no juzgan las apariencias”, decía Oscar Wilde, un dandy que dedicó su vida a la búsqueda de la belleza y la elegancia.
Mal que nos pese –y aunque resulte superficial admitirlo–, la indumentaria es la primera impresión que nos llevamos de una persona.

Y los artistas lo saben, especialmente los pintores, que buscan reflejar la personalidad de sus retratados no solo a través de sus facciones y expresiones, sino también mediante la vestimenta, tanto de sus modelos como la propia.

Mientras que Leonardo da Vinci era atildado, vestido con seda y terciopelo, Miguel Ángel se mostraba desaliñado e irreverente, luciendo siempre ropa manchada por las pinturas de sus frescos; Rafael, en cambio, era elegante y refinado. Rembrandt vestía como un burgués adinerado, al igual que Rubens y Vermeer. Reynolds usaba indumentaria propia de un caballero inglés, mientras Turner era tosco, tanto en su forma de vestir como en sus modales.

Caravaggio, por su parte, era desprolijo, con aspecto de truhán callejero -que lo era, como atestiguan sus múltiples problemas con la justicia-, mientras Velázquez se acicalaba con esmero y lucía con orgullo su merecida Cruz de Santiago sobre sus ropas negras.

Los pintores impresionistas vestían sin ostentación, siguiendo la moda bohemia del mundillo artístico parisino: amplios sacos, lazos o pañuelos al cuello y bufandas en invierno. Había, por supuesto, diferentes estilos: Toulouse-Lautrec usaba trajes con chalecos, su infaltable sombrero bombín y sus característicos anteojos de miope; mientras que Degas -que también era miope, pero odiaba usar anteojos pese a su mala visión- vestía elegantemente, acorde con su pertenencia a una familia adinerada (sus padres y hermanos era banqueros).
Van Gogh, en cambio, usaba ropa de trabajador, invariablemente machada con pintura.

SIGLO XX

En el siglo XX, las fotografías de los artistas en distintas etapas de su vida permiten reconstruir sus preferencias con mayor precisión e incluso captar los cambios de gusto a medida que ganaban fama y reconocimiento.

La vestimenta de los artistas no se puede separar de su obra, o mejor dicho, de la construcción de su estilo. La ropa era parte de su identidad.

Dalí era ampuloso: vestía chalecos dorados, tapados con pieles y un bastón con empuñadura de plata. Era tan desmedido y fantasioso en su indumentaria como en sus cuadros surrealistas. Con los años, y tras su deterioro mental posterior a la muerte de Gala -su adorada esposa-, se lo veía en camisón, exhibiendo esos bigotes superlativos que marcaban las 10 y 10, y una mirada extraviada que había perdido el brillo de antaño.
Andy Warhol lucía impecable: blazers azules, corbatas discretas, camisas con gemelos y relojes de marcas prestigiosas.

Braque siempre usaba una bufanda blanca que le daba un aire distinguido de dandy discreto, mientras Matisse prefería lucir chalecos y corbatas, incluso frente a sus modelos desnudas.

Kandinsky estaba siempre atildado, como el funcionario de un banco.

Francis Bacon se lucia con sus trajes cruzados a rayas, sobretodos de cuero y camisas de seda o poleras negras para completar su look de gángster.

David Hockney gustaba usar trajes impecables hechos a medida por sastres londinenses, aunque en muchos retratos aparece con gorras blancas, sacos de lana y pantalones holgados, combinado con medias de colores estridentes que hacían juego con sus corbatas. Cuando le preguntaron cómo lograba ese look excéntrico, respondió con ironía: “No tengo guardarropas”.

Giacometti vestía sacos de tweed, camisas no siempre planchadas y corbatas discretas, incluso cuando esculpía.
Jackson Pollock usaba overoles, remeras y jeans, porque durante su action painting quedaba inevitablemente salpicado de pintura.

PABLO y OLGA

Quien cambiaba de atuendo -como de estilo y de amante- era el inefable Pablo Picasso.

Al igual que Dalí, Picasso construyó una imagen propia lo largo de su vida. En sus años mozos se lo puede ver elegantemente vestido, con traje y chaleco, luciendo sombrero para cubrir su incipiente calvicie, como en la foto con su primera esposa, Olga Jojlova, bailarina de los Ballets Russes de Sergei Diaghilev, a quien conoció cuando el pintor ilustraba los afiches y diseñaba escenografías para esas producciones. De hecho, la relación con el productor ruso terminó a raíz del destrato de Picasso hacia Olga.

Con los años, esa imagen de formalidad se fue esfumando al punto de pecar de ridículo: se disfrazaba de torero o de indio americano, con un war bonnet de plumas –regalo de Gary Cooper– o sombrero de cowboy y dos pistolas al cinto.

Las fotos de sus últimos años lo muestran con su célebre remera a rayas horizontales, pantalones oversize o shorts en los meses de verano que pasaba en su casa Notre Dame de Vie, en Mougins (Francia), donde vivió desde 1961 hasta su muerte en 1973.

Cuentan que una vez le rogaron que fuera a un festival muy importante. Picasso aceptó a regañadientes, imponiendo una condición: iría vestido como lo sorprendiera el momento. Cumplió su promesa y se presentó en la fiesta -a la que las damas asistieron con trajes largos y los caballeros con smoking- en shorts y camiseta a rayas.

Por entonces pronunció una frase que resumía su filosofía: “Quiero ser lo suficientemente rico para vivir como un pobre”, una consigna que no sabemos cómo habrá caído entre sus camaradas del Partido Comunista. Georgia O’Keeffe, la artista norteamericana, usaba pantalones turcos, kimonos japoneses -siempre negros- y, en sus últimos años, ropa casi monástica. Tamara Łempicka, en cambio, lucía siempre impecable, con vestidos elegantes, como aparece en sus pinturas.

MEXICANOS

Frida Kahlo, por su parte, usaba amplias faldas para tapar sus piernas deformadas por la poliomielitis. Solía decir que era “la persona más extraña del mundo”, y se vestía con trajes típicos mexicanos, en particular del matriarcado de Tehuantepec, un mensaje político y estético que la haría inconfundible y que sería fuente de inspiración para muchos diseñadores.

Y si mencionamos a Frida, no podemos dejar de hablar del “hombre de su vida” -a pesar de sus amantes de ambos sexos-, el muralista que la empujó a la fama y a la desdicha: Diego Rivera, de cuya muerte se cumplen 68 años (24 de noviembre de 1957).

Rivera había hecho una particular interpretación del “amaos los unos a los otros” y le fue dado amar a cuantas ellas se cruzaban por su vida, pese a su aspecto poco agraciado de “sapo rana”, como le decía cariñosamente Frida.

Diego no era elegante en el vestir y usaba overoles, chamarras y camisas a cuadros que utilizaba para trabajar en sus murales. También sabía vestir trajes más formales cuando las circunstancias así lo requerían.

Al igual que Frida, la ropa de Rivera, confeccionada con mezclilla (denim), reflejaba su identidad mexicana y su compromiso ideológico con el marxismo.

Para Dalí, para Picasso, para Frida y para Diego, la vida fue -sin duda- un baile de disfraces.