Economía

La verdadera Conquista del Desierto

La Patagonia argentina es fruto de la planificación de un Estado y del brazo ejecutor del general Julio Roca. La empresa fue realizada por argentinos y aborígenes aliados. Claves de un país mestizo y cristiano.

Por Gianluca V. Di Battista

Dicen que estamos hechos de historias, y que un pueblo es lo que recuerda de sí mismo. ¿Qué dirá de nosotros el mito fundacional que elegimos contarnos? Que Roca y sus soldados vinieron a la Patagonia para saquear y arrasar inocentes.

Esa lectura, convertida en dogma escolar, no nació para hacer justicia sino para sembrar culpa. Lejos de unirnos como pueblo nos divide, presentándonos como intrusos en nuestra tierra. Nos invita a renegar del mestizaje que nos dio origen, y a creer que nuestra identidad es fruto de una tragedia.

La historia verdadera es otra: la Argentina bicontinental que somos, la bandera que amamos, el idioma que hablamos, la fe que profesamos, los pueblos que defendemos, los gauchos que nos enorgullecen, incluso el reclamo sobre nuestras Islas Malvinas, son fruto de que Roca sí vino, y de que dejó mucho más de lo que se llevó. Recordarlo es asumir la batalla cultural de defender nuestra identidad.

La historia estaba encaminada a que alguien ocupara y consolidara estas tierras australes. Y afortunadamente fue el Estado argentino, bajo el comando de Julio Argentino Roca, quien primó en esta empresa. Si él no hubiera completado la integración de la Patagonia iniciada por Juan Manuel de Rosas, seguramente hoy seríamos una provincia chilena o, peor aún, una colonia inglesa. Y por desgracia para los anglófilos más al estilo de Uganda que de Australia.

Quienes dicen amar a la Argentina pero lamentan la llegada de Roca son, en el mejor de los casos, hipócritas. Aman una fantasía, no el país real. La Patagonia imaginaria que construyen en su cabeza nunca existió, es un cuento chino, o lo que es lo mismo, un relato marxista post-revolucionario de corte moralista. Pensar que nuestra existencia sería posible sin ese hecho histórico es vivir en un delirio y, en el fondo, odiarse a uno mismo.

LEYENDA NEGRA

Son muchas las mentiras que nos cuentan. Una de ellas es la idealización pacífica de los pueblos aborígenes. Por ejemplo, los araucanos, originarios de la zona comprendida entre los ríos Biobío y Toltén, en lo que hoy es Chile, guerrearon contra los tehuelches: no sólo con boleadoras y lanzas, sino también con fusiles Remington provistos por los ingleses a través de Chile.

Otro error común es la creencia de que vivían en un estado salvaje. Sayhueque, Gobernador indígena del País de las Manzanas, era rico: poseía estancias, tolderías, rebaños, adornos de plata y vestimentas de alta calidad, además de un sueldo asignado por tratados de paz que en 1872 alcanzaba los 420 pesos mensuales, una suma muy considerable para la época.

También existía integración cultural: Modesto Inacayal hablaba español, gales, aonikenk, mapudungun y latín. Los aborígenes que se enfrentaron en la conquista no eran un pueblo de cazadores-recolectores atrapado en el neolítico; llevaban al menos 300 años de contacto, conflicto e intercambio con los cristianos.

Lo que muchos intencionalmente omiten es que la conquista fue hecha por argentinos y aborígenes. Hubieron muchos pactos y alianzas. Algunos caciques vieron la oportunidad y unieron sus lanzas al bando argentino: Catriel, un conquistador ranquel; Coliqueo, un conquistador borogano; Juan Sacamata y Manuel Quilchamal, conquistadores tehuelches.

Sin el conocimiento del territorio aportado por los baqueanos, la empresa habría sido imposible. Y quienes eligieron resistir lo hicieron con bravura: negar que hubo guerra en nombre de un supuesto genocidio es también privar de honor a aquellos que murieron en combate.

Quienes critican a Roca por “matar indios” rara vez mencionan la campaña de Rosas, aún más sangrienta, que acabó con la tribu del cacique Chocorí. No fue un acto de barbarie, sino de gobierno: defender la soberanía y detener el malón.

Del mismo modo, pocos recuerdan que Manuel Namuncurá, hijo del temido Calfucurá, fue bautizado en Paraná con el nombre cristiano de Manuel, siendo, según la tradición, su padrino el propio Justo José de Urquiza. Tiempo después alcanzó el grado de Teniente Coronel del Ejército Argentino y fue padre, nada menos, que de nuestro beato Ceferino Namuncurá. Un joven prodigio, mapuche y salesiano, distinguido como “Príncipe de la Doctrina Cristiana”.

Es cierto que ocurrieron hechos de guerra, y seguramente más de un exceso, pero pensar que la conquista del desierto fue sólo violencia es negar nuestra existencia y presentarnos como ilegítimos ocupantes de estas tierras.

Lo que está en la cabeza de quienes demandan esa asunción de culpa no es la reconciliación de los pueblos, sino la fragmentación de la Argentina. La historia basada únicamente en el conflicto y la victimización no construye identidad, la obra sí. Y esa obra realizada por criollos, aborígenes e inmigrantes juntos hizo de la Patagonia lo que hoy conocemos: un territorio donde se aró, se pobló, se criaron familias, se amó y se guerreó.

IDENTIDAD

El verdadero escudo de Río Negro sintetizaba esta gesta: la gorra y la cruz representaban la conquista terrenal y espiritual. Hoy nos dicen que son símbolos opresivos y una masónica y olímpica antorcha ocupa su lugar. Nosotros afirmamos lo contrario: son huellas de orgullo, marcas de un pueblo que llevó la frontera de la civilización hasta el confín del mundo. Que domó ríos para regar desiertos, levantó cortinas de viento, vistió la tierra con frutales, emprendió actividades económicas, formó familias y fundó pueblos. La victimización eterna no construye identidad, lo que nos funda es la obra: el acto de arar, plantar, educar y criar.

Rescato de un discurso el Gobernador Edgardo Castello: “El Gobierno de Río Negro supone haber realizado una tarea de jerarquía moral y material constructiva […] que no es sino la prosecución de la conquista del desierto mediante las armas de la inteligencia, la cultura y el esfuerzo del músculo”.

No somos ni europeos ni autóctonos, somos argentinos, una mixtura de esto y aquello. También cristianos, en su mayoría católicos, en gran número evangélicos, pero hasta los ateos lo son del Dios cristiano. Jamás escuche a nadie decir “no tengo evidencia suficiente para creer en Kóoch”.

Nos gustan nuestras costumbres, disfrutamos del asado, nos encantan nuestros pueblos con luz, gas y agua, nos enorgullecen nuestras canciones patrias. Ya casi nadie habla mapudungun, hablamos castellano, y nada de esto está mal.

La Conquista del Desierto no fue perfecta, pero fue nuestra. Solo hay una Argentina, y este es el único país que podemos sacar adelante, amar y defender. No somos ocupantes ilegítimos de estas tierras, ni mucho menos usurpadores. Somos propietarios con justo título, porque a esta tierra la hemos conquistado con fusiles y lanzas pero también la hemos hecho nuestra con palas, rejas y arados. Miles de horas y sudor así lo atestiguan.

Porque, como dice el refrán, es de bien parido ser agradecido damos gracias a aquella gesta por hacernos quienes somos: un país mestizo, de raíces criollas, aborígenes y europeas, de fe cristiana, de lengua castellana, y de cultura profundamente trabajadora.