Más de 360 millones de cristianos sufren persecución en el mundo hoy. ¿Cuánta gente lo sabe? ¿A quién le parece una noticia relevante? Para la primera pregunta no tengo respuesta. Con la segunda podemos esgrimir una contestación parcial: a juzgar por el lugar que se le da a esta realidad en los grandes medios de comunicación de occidente, le importa a un número muy reducido de la población.
Hace algunos días tarareaba Miss Sarajevo (una canción compuesta por U2 en colaboración con Brian Eno) mientras cocinaba y me puse a pensar en aquellos conciertos multitudinarios con artistas de diversos estilos que se unían por una causa común. Era música y compromiso, sin miramientos. Nadie preguntaba por la billetera del cantante ni por la filiación ideológica del guitarrista. Pavarotti and Friends vendía bien porque convocaba a músicos de renombre y calidad, no por su objetivo filantrópico.
Miss Sarajevo pertenece a un concierto en beneficio de las víctimas de la guerra en Bosnia. ¿Es posible imaginar algo así para Ucrania? We are the World, aquel himno compuesto en los 90’ para los niños africanos e interpretado en su totalidad por artistas de renombre, ¿tendría hoy su correlato con los miles de cristianos asesinados en Somalia, Libia, Eritrea, Nigeria, Pakistán, Sudán, Irán, Afganistán, India, Siria o Arabia Saudita? ¿Sólo en Palestina mueren personas?
Estamos deshumanizados. Hay dos características bien humanas que hemos perdido en los últimos quince años: el humor y la crítica. Lo noto en lo cotidiano, en la política y en el arte. La raíz de esta tesitura, tiene una respuesta simple y es que la verdad no le importa a nadie. Lo que interesa es el relato, la verosimilitud que permita acentuar mis rasgos partidarios. El arquitecto de la época no es quien busca hechos, sino quien construye narrativas a la medida del deseo de sus seguidores. Vivimos en una Matrix, pero sin la pastilla roja: todos prefieren quedarse en la ficción cómoda, porque la realidad es menos interesante y más frustrante.
Aceptamos que no existen los consensos absolutos, pero sí que la tendencia de este tiempo es clara: la sociedad se para en la orilla de la confirmación del sesgo partidario o ideológico. Ya no nos reímos del poder y lo criticamos de una forma más personal que objetiva. El problema es que la verdad es costosa. En dinero, en tiempo, en recursos. Si bien desde hace tiempo los buscadores de internet -y la IA, de forma más reciente- permiten cotejar bibliografía o información noticiosa en cuestión de segundos, la realidad es que están filtrados por el tamiz hipersubjetivo de los editores de turno y las fuentes utilizadas. ¿De verdad alguien confía en la neutralidad de Wikipedia? Sin embargo, es la principal fuente de consulta rápida del usuario de redes promedio.
Los grandes medios también atraviesan este temporal de medias (siendo generoso) verdades. En julio de este año, el New York Times publicó en tapa la foto de Mohammed Zakaria al-Mutawwaq, un niño supuestamente famélico en Gaza, con la culpa asignada a Israel. Lo que no aclaró es que el chico padecía una enfermedad congénita que le provocaba malnutrición. El error se corrigió, sí, pero no en la cuenta oficial del medio con cincuenta millones de seguidores -donde se había publicado el artículo original-, sino en un perfil secundario de apenas ochenta y nueve mil. En la práctica, la rectificación no existió y a los editores del medio la equivocación no les pareció tan importante como para darle retuit desde el perfil del medio.
Esta misma práctica se observó en The Guardian, El País (España), La Nación e Infobae, por mencionar algunos casos. El gran problema reside en que, si la verdad pierde valor, lo que se impone es el miedo. Miedo a decirla, miedo a enfrentar el linchamiento digital, miedo a las represalias sociales. Y en ese vacío gana la neutralidad, que no es otra cosa que aceptar el relato del más fuerte. La verosimilitud es aceptada en forma masiva cuando el barco de quien pilota navega con viento de cola. Pero en cualquier otra circunstancia, el apoyo indiscutido se reduce a la fe ciega de un grupo de fanáticos. Y, cabe preguntarse, ¿es lo mismo ser leal que ser fanático?