Contra todo pronóstico, el mercado local respondió con relativa serenidad a la aplastante derrota del oficialismo en las elecciones legislativas bonaerenses. No se produjo al comenzar la semana la temida corrida cambiaria, e incluso el campo liquidó una cifra significativa de dólares como para que su cotización se mantuviera contenida y el Banco Central no se viera obligado a vender lo que no tiene. Aunque no pudo evitar una brutal caída en la bolsa local, pareció que el Círculo Rojo le daba tiempo al gobierno para que reordenase sus filas y sus ideas.
El equipo económico respondió con algunas señales de racionalidad: redujo sustancialmente las tasas de interés, intervino poco en el mercado cambiario, prometió entablar conversaciones con los bancos para atender sus problemas, y en general dar algo más de liquidez al mercado. Aunque sus voceros describían este cambio como la enésima etapa de un plan que se cumple según lo planeado, era difícil discernir cuánto tenía de virtud, cuánto de necesidad y cuánto de Kristalina. Y cuánto, en tiempo y profundidad, habría de convencer al Círculo Rojo.
Pero el cierre del viernes, con el dólar al alza, los títulos y acciones en caída libre y el riesgo país danzando en torno de los 1.100 puntos, dejó a muchos con el mentón temblando. Porque ahora el gran interrogante es cuánto tiempo es ese tiempo de gracia, cuánto dura la tregua: ¿una semana, un mes?
Si el plazo es corto estamos en problemas, porque a juzgar por los gestos posteriores a la derrota Javier Milei no parece haber entendido todavía cuál es su situación: si bien ha delegado el manejo de la crisis en el ministro Luis Caputo, quiere convencernos de que su problema es político -y por eso apeló a las inconducentes mesas de diálogo– y no económico -como se lo advierten desde Miriam Bregman a Paolo Rocca-, y promete pisar el acelerador de su programa monetario y fiscal.
Aún tratando de seguir su lógica, es difícil entender las decisiones presidenciales. Si el problema es político, la respuesta de manual aconseja hacer saltar los fusibles y renovar el elenco de colaboradores, pero Milei prefirió obedecer la orden de su hermana: “Aquí no se va nadie”. Si el problema es político, ¿para que insistir en el veto de algunas partidas económicamente poco significativas pero irritantes al extremo en términos políticos? Estas contradicciones sólo pueden alimentar la inquietud y la incertidumbre.
El profesor de física nos enseñaba en el colegio que en las curvas “se entra frenando, y se sale acelerando”. Milei, que habitualmente se jacta de acelerar en las curvas sin tocar el freno, parece decidido a acometer con el fierro a fondo las consecuencias de esta (para él) inesperada derrota electoral. Si esto es así, las leyes naturales anticipan que el derrape es inevitable. En otras palabras, que los acontecimientos van a responder a su propia dinámica, más allá de los deseos o las intenciones del mandatario.
Al reconocer su derrota en las elecciones bonaerenses, el Presidente dejó en claro que ese resultado adverso no lo iba a apartar un ápice de las políticas y el derrotero que se había fijado. Su actitud no sorprendió: a medida que su gobierno se fue metiendo en problemas, Milei se volvió más rígido, más inseguro; parece creer que cualquier corrección del rumbo sería interpretada como un signo de debilidad, y ya adelantó que prefiere victimizarse antes que reconocer un error o admitir un fracaso: “Me van a sacar con los pies para adelante”.
La física también indica que semejante derrape puede desenvolverse de dos maneras: un inquietante pero manejable fuori pista, o bien un vuelco de consecuencias impredecibles que no excluyen las víctimas fatales; dicho de otro modo, una resolución dentro de los carriles institucionales -sea por renuncia del presidente o por juicio político-, o un desenlace traumático -un golpe de Estado al estilo 2001/02, precedido por conmociones sociales- que va construyendo su perfil a medida que se desarrolla sin que nadie pueda asegurar de antemano cuál será el rostro definitivo.
A estas opciones les puso nombre y apellido el periodista Joaquín Morales Solá, al revelar en una columna que sectores del Círculo Rojo
imaginan una suerte de golpe de estado civil posterior a los comicios de octubre: nueva derrota electoral, descalabro económico, crisis gubernamental, convulsión social, y por fin una asamblea legislativa que desplace al actual gobierno y lo sustituya por otro encabezado por el cordobés Juan Schiaretti, ya convertido para entonces en diputado de la Nación y por lo tanto en condiciones legales de hacerse cargo de la presidencia.
El propio Morales Solá se ocupó de recordarles a los entusiastas conjurados que en el caso de incapacidad de Milei para continuar en el cargo, por renuncia o destitución, su sucesora constitucional es la vicepresidente Victoria Villarruel, quien cuenta además con legitimidad democrática de origen para ejercer ese cargo: no sólo fue elegida con los mismos votos que llevaron a Milei a la presidencia sino que, al despuntar el gobierno que integra, su popularidad (¿su aporte a esos votos?) era mayor que la del propio presidente.
Quienes piensan en un desenlace similar al del 2001/02 tal vez hayan pasado por alto el hecho de que el gobierno de Fernando de la Rúa carecía de vicepresidente desde la renuncia de Carlos Álvarez en octubre de 2000, lo cual le facilitó las cosas a los golpistas. Para lograr la caída íntegra del gobierno deberían provocar un estallido social más grave que el de entonces, pero esta vez no tomarían a nadie por sorpresa. La Justicia podría intervenir en defensa del orden constitucional. O las fuerzas armadas, que además simpatizan con Villarruel.
Es comprensible la urgencia de los poderes fácticos para buscar una salida a la situación política y económica: el gobierno de Milei se ha convertido en un arma de destrucción masiva para el país, su gente y su estructura productiva, y en muchos aspectos ya ha excedido el límite de lo tolerable: cierre de empresas, destrucción de empleos, caída del consumo al más estricto nivel de supervivencia, depreciación de títulos y acciones, amenaza de default, empobrecimiento y desazón generalizados, deterioro de la salud física y mental.
Si bien el actual gobierno ha empeorado las cosas, no todo este escenario es responsabilidad suya. Milei no ha hecho más que intensificar, como quien persigue un desenlace rápido para pasar a otra etapa ya definida y buscada, un proceso de desmantelamiento o corrupción del Estado que iniciaron hace medio siglo los militares del Proceso y continuaron todos los gobiernos de la democracia, degradando además la identidad nacional y social de la Argentina, y su perfil internacional, para volverla acobardada, sumisa e intrascendente.
Todo este proceso ha arrojado además a la nación a un estado de extrema debilidad e indefensión, en un contexto internacional que se vuelve cada día más peligroso, más ajeno a las normas del derecho y los usos de la convivencia: genocidios, asesinatos selectivos, acciones armadas en territorios ajenos, amenazas de alteración de las fronteras, ataques militares contra objetivos civiles, sociedades trastornadas por la inmigración masiva, persecuciones y matanzas motivadas por cuestiones raciales o religiosas, acciones de falsa bandera.
Todo apremia, y las próximas semanas serán cruciales: si las convulsiones del mercado, o las causas judiciales, o un resultado electoral adverso en octubre marcan un límite de gobernabilidad, los poderes fácticos, antes que fantasear golpes, deberían acompañar una salida constitucional: por gentileza de Milei la vicepresidente ha quedado al margen de los desmanes de su gobierno y conserva su popularidad, ha dado pruebas sobradas de serenidad y solvencia en circunstancias difíciles, y es capaz de transmitir a la vez autoridad y empatía.
Esta semana, Villarruel comentó la detención del ex presidente de Brasil Jair Bolsonaro con esta frase enigmática: “Resulta inquietante que en América los presidentes elegidos democráticamente terminen presos.” Algunos creyeron leer en ella un vaticinio malicioso sobre el futuro de su compañero de fórmula, pero otros prefirieron ver una sutil señal de comprensión respecto de la ex presidente Cristina Kirchner. Por lo pronto, es cierto que la vicepresidente se ha cuidado siempre de no quedar enrolada en las filas del antiperonismo.
Javier Milei prometió hablar este lunes al país sobre el presupuesto para 2026: tiene ante sí una oportunidad de oro, tal vez irrepetible, para demostrar que conserva su serenidad de gobernante, que comprendió que ya no está en condiciones de hacer lo que quiere sino lo que puede. Y lo que puede se parece bastante a lo que debe: reunir un elenco de colaboradores competente, anunciar un plan de gobierno, y dotarlo de un presupuesto que debe ser examinado y discutido en el Congreso.
Pero el Presidente decidió no pronunciar ese mensaje ante la Asamblea Legislativa, como es costumbre, porque considera que el Congreso es territorio enemigo, y lo expondrá ante una cámara de televisión. Esta decisión enfría cualquier expectativa sobre esa alocución. Días atrás la vicepresidente visitó una fábrica donde fue duramente increpada por un delegado sindical. “Voy a hacer a un lado lo que usted me dice -le respondió- porque ahora lo importante es trabajar por la unión nacional.”
Ése debería ser el espíritu. Que Dios se apiade, una vez más, de la Argentina.