En las últimas semanas se han publicado varias notas - con algunos años de atraso, dígase – prediciendo que el dólar va en firme camino de perder su preeminencia como moneda internacional.
En realidad, la forma correcta de plantearlo es que Estados Unidos está en un firme y veloz camino de perder su liderazgo como potencia mundial, para lo que ha hecho grandes y continuados esfuerzos durante varias décadas.
La columna ha tocado este tema reiteradamente también durante varias décadas, por lo que, una vez más, como en tantos otros casos, se ve condenada a repetirse, para aburrimiento de sus lectores.
Los más destacados estudiosos del auge norteamericano sostienen que el gran siglo de crecimiento, innovación y liderazgo de Estados Unidos finaliza en 1975 tras el boom del patentamiento. Casi simultáneamente con la gestión de Nixon, uno de los responsables de que el pueblo estadounidense se recostara complacientemente en el mullido colchón de sus logros.
Como se recordará, Nixon traiciona los acuerdos posguerra de Breton Woods y rompe la convertibilidad del dólar a valor oro, a lo que su país se había comprometido para dar al mundo un gálibo, una unidad de medida. Esa convertibilidad, la necesidad de autorización del FMI para devaluar y lo que se llamó “la independencia de los bancos centrales de los gobiernos” era el trípode sobre el que se cimentaba el sistema financiero internacional, y también la garantía a todo el sistema, bancos, ahorristas, inversores, ricos y pobres, de que las reglas de juego no serían cambiadas por los políticos con demagogias, populismos, promesas electorales, déficits y otras trampas.
Al romper esos acuerdos unilateralmente, Nixon inaugura la trampa, convalida la inflación como instrumento de gobierno, cambia el cartabón de las reglas de juego, transforma la moneda en un instrumento político y retrocede siglos en el derecho de propiedad, ya que la moneda no garantiza valor, poder adquisitivo ni riqueza alguna. De paso, convalida los déficits y endeudamientos mundiales que ya se empezaban a descontrolar.
Casi simultáneamente, Nixon y su asesor Kissinger dan otro paso. Se aseguran la neutralidad china en la guerra fría al permitirle al imperio asiático participar de los mercados libres sin ser libre, aprovechar la propiedad privada sin respetarla, y sobre todo, aprender el funcionamiento de los mercados, las industrias, las finanzas y la educación.
Se podría sostener que al abrirle sus mercados y sus tecnologías, Estados Unidos estaba incorporando a China al capitalismo. Pero cometió un error estratégico fundamental: creyó que el imperio era apenas un imitador, un productor de copy-cats, un país que aprovechaba sus sueldos baratos (entonces lo eran) para reproducir los logros de la innovación americana.
Nunca imaginó el avance tecnológico, educativo, formativo, de diseño, salarial, arquitectónico, de obra pública que la transformaría en un competidor formidable, aún superior en muchos aspectos a la industria y la tecnología estadounidense. Ese cómodo concepto sigue presente en muchos sectores aún hoy, lo que garantiza que el tema no tiene solución a la vista.
En esa creencia, EEUU se durmió en sus laureles. Sus industriales, sindicatos y trabajadores se volvieron cómodos, mantuvieron industrias obsoletas, como hizo Trump en su primera presidencia y hace ahora con su incomprensible política arancelaria, un gigantesco impuesto sobre la sociedad estadounidense que no tiene otro destino que el de aumentar drásticamente la inflación.
Clinton entendió mejor el problema, pero estaba escrito que sus ideas se derrumbarían en 30 años. El pueblo norteamericano no quiere competir. No sabe. Cree en la ambición pero quiere ser protegido de los riesgos de esa ambición. La reciente idea de crear un sistema estatal que proteja a los inversores de los tremendos riesgos de las criptocurrencies es un capricho de los seguidores de Trump que éste complace sin saber lo que hace.
Volviendo a 2001, tras las Torres Gemelas, Condoleezza Rice, la asesora y ministra de George W Bush e inventora de las armas atómicas de Iraq que nunca existieron, lo persuadió de que EEUU no debería ya ser el “gendarme del mundo”. Importante renuncia que desparramó el poder entre paisítos con dinero pero sin inteligencia y fortaleció la importancia de China y Rusia. Otra ensoñación. No comprender que no se puede pretender ser la primera potencia del mundo sin tomar el control del orden mundial.
Ya sin ningún límite del sistema de Breton Woods los países se lanzaron alegremente a imprimir moneda. Como si hubieran querido imitar la quiebra y default a la que Keynes había sometido a Gran Bretaña en 1946, con la anuencia de EE.UU, y el propio estado norteamericano se dedicó a emitir y endeudarse desde antes de 2000, aumentando en varias veces sin ninguna correlación con ningún otro elemento ni racionalidad alguna la masa monetaria, como en 2000, 2008, y la pandemia, donde participaron gobiernos de todos los partidos y tendencias, sin honrosas excepciones.
Un solo elemento permaneció como un símbolo de intento de controlar la inflación: fue la supuesta independencia del Banco Central americano, la Reserva Federal. El mecanismo infalible creado por Nixon en 1971 que ningún país respetó.
Hoy la inflación americana es una fábula, una entelequia, medida de modo complaciente y con un doble mandato del Congreso que obliga a la Reserva a ocuparse de dos factores simultáneamente: el empleo y el valor de la moneda. Suponiendo generosamente que esas variables se pueden controlar. En el caso particular del empleo, la fórmula es un invento, con reminiscencias de una manoseada curva de Philips y con el lema de que “un poquito de inflación no le hace mal a nadie”, pero en realidad, en materia de generación de empleo, los efectos de la inflación duran un ratito y se esfuman, como sabe cualquiera que haya vivido etapas inflacionarias.
Pero al menos había un intento teórico de poner un límite, de establecer un marco, que fuera no sólo el valor del interés al que se endeuda el gobierno estadounidense, si no que de paso sirve como cifra de referencia para decidir las inversiones y la calidad de los negocios y proyectos.
De pronto irrumpe en escena Donald Trump, con la múltiple peligrosidad que le da su desconocimiento, su impunidad, sus intereses y los de sus amigos y la necesidad de reactivar una economía que tiene que vencer el peso de los nuevos recargos que él cree que se los ha aplicado a los vendedores extranjeros, pero finge que no comprende que quienes los pagan son los consumidores americanos. Y de paso, la necesidad de renovar una deuda ya impagable a tasas más bajas que las actuales, que no sólo no deberían bajar, sino que están a un paso de necesitar subir, técnicamente.
Con sus argumentos teóricos, aún pobres, los funcionarios de la Reserva Federal insisten en refutarlo, con bastante razón. Y ¿qué hace Trump? Al mejor estilo outsider insultador descalifica y ofende a Jerome Powell y amenaza designar al futuro presidente de la Reserva con antelación para provocar un doble comando una confusión inaceptable y peligrosa. En otras palabras: La Reserva Federal ha dejado de ser un Banco Central independiente.
Habrá que ver las caras de quienes durante tantos años criticaron a Argentina y a tantos otros países bananeros predicando el manual estadounidense. ¿Cómo explicarán ahora este berrinche de Trump? ¿Con la verticalidad de la Curva de Phillips? Perdón la ironía.
El acumulado en el tiempo de todos estos factores, que se han esbozado aquí en una rápida secuencia, garantizan las dos cosas. La primera es que la caída del dólar será muy brusca, pero no necesariamente eso implicará la suba de otras monedas. Se trata de una licuación global y empobrecedora. Casi el fracaso (o la estafa) del capitalismo.
Paralelamente, también Estados Unidos perderá a alta velocidad sus atributos de gran potencia. Además de todos los elementos económicos, se paga algún precio por temerle a la guerra. En tal sentido, Trump debería cuidarse de no transformarse en una figura payasesca lanzando amenazas y pronosticando resultados que no parece saber cómo conseguir y que transforma en predicciones que va cambiando cada vez con más frecuencia.