Ciencia y Salud
A 80 años de Rebelión en la granja

La promesa de libertad que redacta nuevas cadenas

Han pasado ochenta años desde Rebelión en la granja. El mensaje fue claro en su momento y hoy se amplifica, pero no solo en cuanto a la política y la sociedad sino sobre la salud. ¿Qué nos dice esta fábula aún a 80 años sobre el individuo, su mente y sus hábitos de vida, sobre la salud mental? Si en la novela el granero es el muro donde se reescriben mandamientos, en nosotros ese muro es el lenguaje interno, las rutinas, los miedos y los acuerdos que aceptamos con tal de sentir alivio en una sociedad global donde los autoritarismos y totalitarismos son menos evidentes pero más profundos.
En su maravillosa fábula política, Orwell describe mecanismos psicológicos que siguen actuando en nosotros: el lenguaje con el que nos mentimos, la autojustificación moral, el miedo que ordena, el paternalismo interior, los algoritmos cotidianos o la trampa del “salvador”. No describió solo un régimen, hoy es evidente que expuso un mecanismo de control de masas, donde la manipulación del lenguaje, la inversión moral, el miedo como pegamento que cohesiona todo lo anterior y la vigilancia constante, son las herramientas.
Han pasado 80 años desde la publicación de Rebelión en la granja (1945). El libro suele leerse como una crítica a los regímenes que prometen libertad y producen obediencia. Mostró que el poder tiende a expandirse por encima del individuo bajo la promesa de liberación y protección. Rebelión en la granja, en el original ‘La granja de animales’ (Animal Farm), no es un libro sobre animales y si bien fue escrito en un marco histórico específico y un destinatario, la crítica a las revoluciones comunistas, tampoco lo es solo sobre una época. 
Es una guía de comportamiento social, y del efecto del poder en las personas que acceden a ese poder. Esos animales que exteriormente siguen iguales se transforman en otros. 
Desde el estudio de los comportamientos se lee esta novela ficcional como un protocolo de laboratorio y no del género ficción: primero se duplica el sentido de las palabras. Luego vendrá la moral invertida, el miedo que ordena la vida cotidiana y la vigilancia llega envuelta en “cuidado”. Para ya graficar que no se trata de una novela ficcional únicamente. Valgan los diversos componentes de control social que tuvimos cercanos: ¿Le viene a la mente alguna relación con lo vivido, solo para empezar a pensar, desde ese marzo de 2020 y el inicio de “pandemia”?
El inicio, casi imperceptible de este nuevo cambio de paradigmas comportamentales, (hoy se usa el término mindset), es la modificación, la sustitución del lenguaje. El control no empieza con palos, sino con palabras. Entre estas palabras están algunas centrales como las relativas a los valores. Así la censura ya no se llama censura; sino que se llama seguridad. La coacción es protección. Todo ello busca establecer un marco relativo a nuestras emociones y cogniciones: lo que pensamos, decimos, y especialmente, cómo todo eso articula nuestros miedos. 
Esa misma modificación del lenguaje hace que cuando los términos se suavizan, baja el costo psicológico de obedecer, sé que obedezco, pero estoy auto justificado, se trata de seguridad, u orden, o palabras moralmente irreprochables. En sentido inverso, la primera tarea de salud mental es recuperar el lenguaje y el poder de las palabras y pensamientos: decir y definir con precisión lo que hacemos y lo que evitamos.

INVERSION DE LA MORAL
Otro aspecto es la inversión de la moral. La fábula muestra cómo el privilegio es presentado como virtud. Esta licencia moral, o como lo planteó Bandura la desconexión, o desapego moral (moral disengagement) permite casi todo si es justificable moralmente con una narrativa, aun cuando sea poco creíble, pero aporte una justificación. 
Esto opera desde el que domina hasta el individuo. Así, la violencia personal puede ser la ligada a la de los dirigentes. El resultado es una vida “administrada” por excusas nobles. “Todos somos iguales”, hasta que quienes gobiernan reclaman ser “más iguales” (que los demás) porque su misión es superior ("All animals are equal, but some animals are more equal than others"). Es el bien general del cual solo el líder y sus acólitos conocen sus alcances o límites, es superior al bien individual: nada más lógico y loable. Lo excepcional se vuelve norma, la norma nos reestructura cognitivamente. El privilegio aprende rápido la gramática de la virtud.
Otro elemento temático es el miedo, probablemente el núcleo absoluto de todo control. Ningún poder total se sostiene sin un enemigo útil y necesario: “El miedo no es tonto” dice el adagio popular y los que buscan el control social lo saben. 
Los adagios y frases populares se instalan sin filtro cognitivo y se repiten resguardados en una tradición de la cual nadie conoce el origen y tampoco cuestiona en su utilidad del beneficio secundario. El temor simplifica la realidad y castiga el disenso: menos preguntas, más decretos, o comunicados o voces impersonales como las del “gran hermano”. 
No hace falta un dictador carismático; alcanza con dirigentes que sepan cómo canalizar las ansiedades y frustraciones en una narrativa que permita aislarse de ese temor. Un falso dilema lanzado por los medios, por ejemplo, sirve para manipular los espacios fragmentarios, “rotos” se usa mucho hoy, que constituyen el psiquismo colectivo. El resultado no son ciudadanos parte de un todo, sino bienes o capitales aislados y que se ven como enemigos entre sí y así es más fácil ser objetos a ser administrados.
Otra fase de ese movimiento es un “paternalismo perverso”. “Lo hago, (te observo), por tu bien”, dicen los cerdos; “no hagas eso, podría salir mal”, nos dice la narrativa crítica introyectada por la repetición. Otra vez vienen a la mente los mantras durante las cuarentenas. 
En la clínica, vemos cómo el paternalismo enferma si infantiliza al paciente. En política, enferma cuando convierte a la persona en un incapaz. Deja de ser sujeto, y al mismo tiempo eso libera a aquel que pierde la subjetividad, de la obligatoriedad de ejercer como individuo libre y responsable. Cuidarse es sano; infantilizarse no. En vínculos, el mismo mecanismo deriva en codependencia: sobreprotegemos al otro para calmar nuestra propia ansiedad; el resultado es menos autonomía para ambos. 
Ser infantil, ser hijo, a veces es una opción que protege y por ende atrae. Vivir bajo el techo paterno, así sea simbólico, enclaustra pero permite hacer cargo a los padres de la propia existencia.
Hoy toda esta lógica adoptó formas que nos preguntamos si Orwell pudo imaginar, hace 80 años: la de plataformas, estándares comunitarios, redes en las cuales todo es igual, pero como decíamos, algunos más iguales que otros. 
Los sistemas prefieren lo previsible. Los muros del granero son hoy paneles de control, indicadores en verde y rojo, lo que sí y no, o lo que conviene para ser de la manada que imaginamos predomina o el peligro de ser excluido, hoy, de las redes sociales y su likes. Por ejemplo, cuando medimos éxito por “cumplimiento”, premiamos a quien logra más obediencia. Hoy gran parte del “mando” lo ejercen sistemas que optimizan atención y rutina. Si nuestra medida de éxito es “cumplir” (pasos, correos, notificaciones), corremos el riesgo de confundir métrica con sentido (la ley de Goodhart "cuando una medida se convierte en un objetivo, deja de ser una buena medida").
¿Por qué el que promete liberarnos termina encarcelándonos? Porque el salvador, que no tolera la incertidumbre, sobreprotege y para reducir su propio miedo, anula la autonomía ajena. A eso se suma la embriaguez del estatus: el rescatista necesita que el rescate nunca termine. En “Rebelión en la granja”, los cerdos no despiertan un día como tiranos: se deslizan sutilmente en las grietas que ven en la sociedad, hasta con naturalidad pasmosa. Las instituciones también lo hacen: sin contrapesos, el deslizamiento, la pérdida de la norma, es la norma.

APRENDIZAJE
¿Qué nos enseña hoy Rebelión en la Granja? Ocho décadas después, Orwell no señaló a “los otros”: nos señaló a nosotros, y su obra ilumina mecanismos que operan en el individuo. La lección exige lucidez sobre estos mecanismos: eufemismos que anestesian y abaratan el costo de seguir igual, licencias morales que convierten la excepción en regla, miedos que administran la jornada, un “cuidado” que infantiliza, métricas que sustituyen propósitos y pertenencias que apagan criterio. 
En salud, el punto no es la épica ni las recetas, sino la lucidez sobre estos automatismos: llamar a las cosas por su nombre. Distinguir intención de efecto, soportar incertidumbre sin tutela y devolver la primacía de los fines sobre los medios. La libertad, así entendida, no es un ánimo ni un lema: es un hábito de exactitud y templanza que desactiva obediencias interiores. Cuando ese hábito se instala, la promesa de los salvadores pierde encanto y la persona recupera la autoridad de elegir.
La patología no reside solo en el poder que ordena, sino básicamente en la obediencia íntima que lo facilita: miedos, cuidados que limitan. Porque la salud mental individual y colectiva, comienza donde el lenguaje vuelve a nombrar con precisión, donde la incertidumbre se soporta sin “padres” y donde los fines recuperan su primacía sobre los medios.
La libertad no es un estado de ánimo ni un eslogan: es una disciplina hecha de límites. Desde la conducta, se entrena con actos pequeños como preferir procesos a personalismos, rechazar falsas dicotomías y soportar la incomodidad de la duda a nuestros automatismos, la promesa que seduce, el alivio que compramos con obediencia, la pereza de delegar el juicio.
Ocho décadas después, la regla es sobria: la única liberación que perdura es la que ata al poder y desata a las personas. Un sistema así vuelve innecesarios a los salvadores y nos devuelve la tarea que importa: sostener límites incluso, y sobre todo, cuando nos conviene no tenerlos.
El trabajo era estrictamente voluntario, pero a quien faltara se le reducirían las raciones a la mitad.