Se celebró el miércoles último el Día Internacional de las Personas Mayores, establecido por las Naciones Unidas en 1990. La intención, al igual que otras fechas conmemorativas, fue llamar la atención sobre el tema en cuestión. En este caso implica reconocer a una población que crece a niveles tales que modifican la pirámide de edades, al tiempo que se extiende la expectativa de vida, pero suele encontrarse marginada, silenciada o tratada como carga, un costo a evaluar con cálculos econométricos. Si bien la efeméride lleva el título de personas mayores, cada vez más la ciencia y la población en general empieza a interesarse en el fenómeno y el estudio de la longevidad.
Desde el inicio de la civilización, la humanidad se ha interrogado sobre el tiempo. Los tiempos estacionales, naturales, astronómicos, pero también y especialmente los que hacían a su propia existencia. La Biblia habla de longevos como Matusalén, que habría vivido 969 años, o de Noe y otros. También el tiempo era visto desde diferentes perspectivas, aplicables a todo, incluido lo humano. Así, en la mitología griega se distinguía entre Cronos, el tiempo medido, Aión, la eternidad trascendente y Kairós, el instante de la oportunidad. De alguna manera, ya desde esos tiempos la sabiduría sugería que la vida no era solo cuestión de años contados, sino de momentos significativos. Vivir muchos años no era un triunfo en sí mismo; vivir con sentido, aunque fuese breve, podía valer más que una existencia larga pero vacía. De alguna manera, nuestra vida y la longevidad se puede medir por el sentido y así, a la par de que nuestro sistema cardiovascular, nuestros músculos tienen que estar jóvenes, es nuestra mente la que condiciona y decide todo eso, cómo nos percibimos y en consecuencia cómo actuamos.
EDAD REAL
La neurociencia moderna comienza a confirmar esta intuición. Nuestra mente, y no el calendario, es lo que marca nuestra verdadera edad. El concepto de neuroplasticidad muestra que el cerebro es capaz de adaptarse y reorganizarse a lo largo de la mayor parte de la vida. Empezamos a tomar nota de algo que antes parecía extraordinario: no solo se incrementa el número de personas que llegan a pasar los 90 incluso 100 años, sino algunos que llegan a edades avanzadas con una memoria y capacidades cognitivas comparables a las de adultos mucho más jóvenes.
Empezamos a ver que no se trata solo de genética, sino la educación, los lazos sociales y, sobre todo, de la actitud. Incluso hay diversos estudios, como uno de 2002, en Yale que demostró que quienes tenían percepciones positivas sobre el envejecimiento vivían en promedio 7,5 años más que aquellos con percepciones negativas.
Otro estudio evaluó que la mortalidad se reducía hasta en un 43% en quienes tenían una mirada positiva o quizás de aceptación del proceso de envejecimiento. Existe una importante cantidad de estudios longitudinales en los cuales la conclusión es clara: la forma en que miramos y las ideas que tenemos relativas a esa etapa vital modelan la manera en que la vivimos.
Una idea que parece frecuente y hasta la aceptación de la realidad, es la de “sentirse” viejo, y que esto implique que ya quedan pocas expectativas y que es tarde para la mayor parte de las cuestiones. Sin embrago, la historia está llena de figuras que recuerdan que la edad es una construcción de la mente y que la frase “nunca es tarde”, de alguna manera es una forma de presentarse frente a la propia existencia y a esta etapa vital en particular.
Solo a modo de ejemplo tenemos el caso de Sófocles (496 a.C.) que escribió Edipo en Colono a los 90 años. Como anécdota de su estado mental, y frente a un tema que hoy puebla los tribunales, las declaraciones de incapacidad, la misma fue solicitada por su hijo Iofonte, y sin embargo Sófocles logró demostrar lo contario recitando versos de esa obra. Otros casos son el de Tiziano, el pintor veneciano, que completó la monumental Pietà en sus casi noventa, o Verdi que compuso Falstaff a los 80, Cervantes que publicó la segunda parte de Don Quijote a los 68, o más cercanamente Frank Lloyd Wright que diseñó el famoso Museo Guggenheim de Nueva York a los 91. En todos estos casos vemos que no solo es un tema de longevidad sino de creatividad, en etapas que en muchos casos ya hay quienes imaginan que la única posibilidad es el ostracismo, o por el contario el bronce, pero no la vida activa.
En nuestro país y en nuestra región abundan también los testimonios. Mirtha Legrand, a sus 98, sigue conduciendo con agudeza. Héctor Alterio, casi centenario, permanece en escena. Elena Poniatowska, a los 93, continúa escribiendo. Marcos Aguinis, y los ya fallecidos Sebreli (95) y Sábato (99), prolongaron hasta el final su trabajo intelectual. Si bien pueden considerarse casos extremos en realidad son la prueba de lo que la ciencia confirma cada vez más: la edad no es solo una variable física, sino una disposición mental, un modo de habitar el tiempo de la propia existencia.
BIOMEDICINA
Por otro lado, en la ciencia de la longevidad, están la biomedicina y la biotecnología actuales que prometen extender la vida cada vez más, incluso hay personalidades pública que llevan esto al extremo de imaginar que podrán abolir el envejecimiento con implantes o intervenciones genéticas, pero todo eso nos plantea una pregunta profunda, ¿la vida es tiempo transcurrido o el contenido de la misma? ¿Basta con vivir más tiempo o es necesario un propósito para que la vida tenga sentido?
Un estudio reciente aborda otra arista, y es que quienes se sienten más jóvenes que su edad real, tienden a vivir más. Al mismo tiempo, es una paradoja ¿se trata de un factor protector o, en algunos casos, de una negación peligrosa? También aquí la actitud marca la diferencia entre la vitalidad y la ilusión engañosa.
La evidencia actual parece llevarnos a un lugar: la edad no está solo en el calendario sino que reside sobre todo en el cerebro, en cómo pensamos, nos vinculamos y damos sentido al tiempo.
Quizá esta sea la lección más profunda: el verdadero órgano del tiempo no es el reloj, sino la mente.