Opinión
El rincón del historiador

La Semana Santa en Corrientes

Cuando en setiembre de 1806 por las calles de Londres desfiló alegremente el tesoro que Beresford llevó desde Buenos Aires, se abrieron toda clase de especulaciones económicas y no poca gente de toda edad se preparó para viajar en busca de la prosperidad. Entre esos viajeros se encontraba Juan Parish Robertson, de catorce años. Cuando llegó al Río de la Plata se enteró que la capital del virreinato había sido reconquistada, Beresford prisionero con su estado mayor y ejército, el general Auchmuty sitiaba Montevideo, la que a sangre y fuego tomó en febrero de 1807, mientras que unos meses después el general Whitelocke fracasó en su intento de recuperar Buenos Aires. Ante esta perspectiva, el joven Robertson decepcionado debió volver a su tierra.
Quiso que Napoleón invadiera Portugal y la corte se trasladara con el apoyo de la flota británica a Río de Janeiro, para que a Robertson le volviera el alma al cuerpo y en octubre, repuestas un poco sus finanzas, y ante las perspectivas que se abrían en esa ciudad, embarcara rumbo a ella. Después de ocho semanas de navegación estaba en Río de Janeiro y a poco el horizonte se amplió, la apertura del puerto de Buenos Aires al tráfico inglés lo hizo retornar a nuestra ciudad y fue testigo presencial de no pocos sucesos claves en 1810 y en 1811.

HACIA EL NORTE
En diciembre de 1811 fletó un barco repleto de mercaderías y decidió enviarlo a Asunción del Paraguay, mientras que él, a caballo, se dispuso a cruzarlo en Santa Fe y pasar luego a la otra margen del Paraná. Llevaba cartas de recomendación de algunos amigos que había hecho en Buenos Aires para las familias locales. Su experiencia no era poca en materia mercantil y su corrección la había ganado el respeto de las gentes. En Santa Fe se hospedó en la casa de los Aldao y conoció a Francisco Antonio Candioti, el famoso “príncipe de los gauchos”, para seguir a Corrientes donde se alojó en la casa de Esteban Perichon de Vandeuil, director de Correos de la provincia, quien le había sido recomendado por su hermana Madame O´Gorman, cuya casa mucho había frecuentado en Buenos Aires.
Coincidió su estadía con la Semana Santa, “una semana de cilicios y ceniza” según señaló. Las mujeres que vestían con lujo y atavíos, los habían dejado a un lado u caminaban “con los ojos bajos, y en la frente una enorme cruz de ceniza, largos rosarios, pañuelos destinados a enjugarse las lágrimas, ayunando mucho y viviendo a lo más de pescado y vegetales; se las veía recorrer las calles desde la mañana hasta la noche en sus visitas a las iglesias y en el cumplimiento de sus devociones a las imágenes y relicarios favoritos”.
Le llamaron la atención los altares que se levantaban en la calle y “el fervor con que rezan las oraciones”, al extremo de afirmar que de no ser cierto lo que se mostraba, “sólo podía provenir de una devoción fervorosa”. Muchos fieles salían “de sus casas a las cinco de la mañana y no volvían hasta muy tarde en la noche sino para tomar una porción de pescado”. A las nueve de la noche todo terminaba con el Sermón de Soledad, “escuchado por todo Corrientes en medio de un silencio profundo y lúgubre. Volvimos a casa. Las calles quedaron desiertas. Se cerraron las puertas y las puerta-ventanas. No se oía una voz alegre que turbara la solemne tristeza de la noche; la luna, ya en menguante, luchaba contra grandes masas de nubes que por instantes la encerraban como una represa, le abrían después un espacio azul por donde esparcía sus fulgores, y pasado un momento, rodeándola nuevamente, la envolvían en una mortaja de sombras. El viento gemía entre los árboles del contorno y, de vez en cuando, un perro que echaba de menos los ruidos habituales, dirigía sus aullidos a la luna”. Frase esta última parecida a la que el notable Homero Manzi habría de rescatar en el tango ‘Sur’.

ESCENARIOS
Escenario de la religiosidad que describe Robertson, era en primer lugar la iglesia matriz, sobre la actual plaza 25 de Mayo, la antigua Plaza Mayor de la ciudad, en la esquina de las calles Salta y 25 de Mayo, levantada en la segunda mitad del siglo XVIII. Antes también había estado allí el primitivo templo levantado poco después de la fundación, reedificado en el siglo XVIII. Era una gran nave de gruesas paredes de adobe, con una torre separada del cuerpo del principal, como lo muestra la imagen y lo fue hasta 1832.
Sentado Robertson en la ventana de la sala, “aprovechando la suavidad de la noche otoñal en un clima cálido como aquel”, alrededor de las once de la noche ingresó un sirviente al que habían enviado a hacer una mandado, “espantado y fuera de sí, echó el pasador de la puerta de calle y entró”, alertando a los asistentes: “¡Vienen para acá, cierren la ventana!”. De pronto, un ruido de cadenas y cuatro o cinco faroles portados por unos individuos vestidos de negro, llevaban unos faroles formados en cuadrado y dentro un sujeto encadenados los pies “vestía una túnica blanca y arrastraba una gran cruz, atada con sogas a sus espaldas, cubierta la parte inferior del cuerpo con un vestido de muselina blanca, sucio y manchado de sangre. Las espaldas manaban sangre y se movía con dificultad por los pesados grillos que cargaba”. El individuo se azotaba con un látigo de muchas cuerdas que limpiaba en su túnica. Tres sujetos lo acompañaban, uno llevando una fuente con una esponja, un cacharro con agua y naranjas. Mientras tanto, pasaron otros grupos que habían hecho lo mismo, con individuos flagelados y al borde del desmayo.
Todo esto impresiono vivamente a Robertson, que bien temprano al día siguiente pasó a la casa de su amigo Isidro Martínez, donde concurrió una señora “Doña Florinda”, que comenzó a comentar la procesión de los penitentes, ya que había servido la cena para ellos y para los padres, entre ellos fray José de la Quintana, que le comentó cuando le servía el postre que uno de los portadores de las antorchas debía mirar la casa de ellos porque “la vista de todo tenía que impresionarlo a Ud. y a su hermano”.
De allí en más Doña Florinda pasó a una serie de comentarios, sobre la forma en que habían comido penitentes y frailes, casi pantagruélicamente; “porque el espíritu está pronto pero la carne es débil” que les hizo ver que estaba “en la noche sombría de su aberración mental”. Robertson se fue a la casa de los parientes de la señora, “y en pocos minutos la pobre demente fue conducida al cuarto solitario donde acostumbraban encerrarla hasta que podía recuperar su razón”.
Así rescatamos unos días de Semana Santa en la ciudad de Corrientes, sirviéndonos de los Robertson, que como todos los viajeros siempre nos permite descubrir aspectos olvidados de la vida cotidiana.