La Prensa conversó con el analista político Andrés Barrientos a raíz del triunfo de José Antonio Kast, que representa un giro no sólo en la línea política chilena sino la conformación de un bloque regional dispuesto a enfrentar el Socialismo del Siglo XXI. Luego de una elección que reconfigura el mapa sudamericano, resulta necesario entender si los nuevos vientos indican que la insurrección se ha apagado o sólo se ha replegado a la espera de un nuevo momento para el asedio.¿Está Chile a salvo de la locura woke que se apoderó del país desde la insurrección de octubre del 2019?
Oriundo de la Isla grande de Chiloé, Barrientos es un lúcido analista de los procesos insurreccionales en su país y en la región. En sus análisis disecciona la fragilidad de las democracias liberales y las formas en las que la izquierda identitaria hackea el sistema desde dentro, amenazando el orden liberal.
-La narrativa más extendida, desde la izquierda radical hasta gran parte de la centroderecha, es que los violentos reclamos del 18 de octubre de 2019 que conmocionaron a Chile y a la región, fueron un "estallido social". Usted, sin embargo, utiliza la palabra "insurrección" y habla de un "proceso". Eso implica diseño, intencionalidad y estrategia, ¿verdad?
-Lo que vi fue la puesta en escena de un asedio híbrido, no una simple explosión espontánea de rabia. Llamarlo estallido social es reducir un fenómeno complejo a dos conceptos que no guardan relación, primero “estallido” como algo natural y luego “social” para darle una noción de legitimidad, como lo hizo buena parte de la prensa, despojándose así de lo político. La insurrección chilena tuvo un tempo, una direccionalidad y más que ser una búsqueda por el poder formal, busca la deslegitimación del sistema y, además, no necesariamente un cambio de régimen, sino más bien erosionar la democracia como la conocemos. Así, este tipo de procesos pueden prolongarse en intensidad.
Junto a mi coautor, el abogado Bastián Gajardo, con el que nos especializamos en la École de Guerre Économique (EGE) de Francia sobre geopolítica internacional e inteligencia económica, analizamos la sincronía en el colapso del transporte público, el ataque a símbolos específicos de la libertad económica (supermercados, pymes), las tradiciones (iglesias, monumentos y símbolos históricos) y la destrucción del orden institucional que viene haciéndose de modo regular en países como Francia, EE.UU., Ecuador, Colombia, etc. La clave es la simultaneidad y la selectividad de los objetivos de esos grupos minoritarios que terminan imponiendo un relato que luego es aprovechado por fuerzas sistémicas que buscan hacer escalar cambios radicales.
El objetivo no era mejorar la democracia; era deslegitimarla por completo. El 18-O no fue el inicio, sino la pulsión de un proceso que se cocinó durante años en la metapolítica, erosionando las instituciones desde dentro, y que encontró en la calle el momento para la violencia dirigida y selectiva. Chile no tuvo un estallido; fue víctima de una insurrección horizontal, rizomática y con estrategia, y negarlo es como ignorar la corrosión en los tensores de un puente, que no colapsa por una sobrecarga puntual, sino por la fatiga estructural.
-Si el llamado octubrismo no ha terminado, ¿dónde está hoy? ¿Se canalizó en el voto antisistema o está esperando para reactivarse?
-El octubrismo ha cambiado de trinchera, pero no de objetivo. El sentimiento antisistema sigue vivo, y el 37% de votantes fragmentados y descontentos, canalizado en parte por figuras como Parisi, es la prueba de la rabia que el sistema tradicional está intentando canalizar. Que algún intelectual o analista diga hoy que el octubrismo está muerto, es no entender en absoluto la disputa actual por las calles, los centros urbanos, o lo que llaman algunos como "los territorios". Esa guerra silenciosa sigue plena y vigente, y va desde el robo hormiga, a un simple sticker, o graffitis que aparecen en la madrugada pidiendo “liberar presos de la revuelta”. Un fenómeno que ya fue descrito por el pensador alemán Hans Magnus Enzensberger en los 90s y que también lo profundizamos en nuestro libro contextualizando bajo el escenario actual.
Pero la insurrección no está solo en el voto antisistema; está en el aparato cultural y burocrático. Hoy opera en tres frentes: uno, la hegemonía socialdemócrata que, aunque derrotada en las urnas constitucionales, sigue permeando la legislación y la administración pública. Dos, la cultura de la cancelación que silencia toda disidencia legítima. Y tres, las personas o grupos radicales que se activarán como una oposición confrontacional basada en miedo y violencia que se han activado automáticamente en la previa de la elección donde ganó José Antonio Kast. El sector radical, al verse expulsado en las urnas, seguro que no se convertirán en una oposición republicana, sino en una fuerza de resistencia activa que buscará la paralización política y social, y en eso se han acostumbrado a hacer daño sin medir consecuencias y sin pagar. La calle no ha muerto; está en modo stand-by
. Los colectivos feministas en Chile ya han anunciado manifestaciones en marzo. Por tanto, José Antonio necesitará efectivamente comenzar un nuevo ciclo: “el que la hace, la paga”.
-Si la insurrección es un asedio, la Macrozona Sur parece ser la trinchera más persistente de ese conflicto. Usted habla de la posible restauración thatcherista por parte de una nueva derecha. ¿Es este enfoque de orden más thatcheriano la única vía para garantizar el ejercicio de las libertades y terminar con el asedio en esta zona del país?
-Como oriundo de mi querida Isla de Chiloé, entiendo que el Sur no es sólo una anécdota, sino un punto crítico del asedio en Chile. Lo que ocurre en la Macrozona Sur no es un conflicto social o étnico, es un desafío a la soberanía del Estado y a la propiedad privada que utiliza la narrativa indigenista como cobertura y justificativo, que Kast haya ganado en las regiones de Ñuble con un 69,9% y en La Araucanía con 68,9% nos muestra que esos grupos extremistas son solo unas minorías organizadas, pero con poder.
Una restauración thatcherista parece ser una vía necesaria en estos tiempos, no por dogma sino por una cuestión práctica ante la anomia, además porque implica la recuperación de los fundamentos liberales: disciplina fiscal, reducción del gasto ineficiente, y lo más importante, restablecimiento del orden público y el imperio de la ley. Margaret Thatcher se enfrentó a un consenso socialdemócrata agotador. Kast debe hacer lo mismo: ir desmontando la matriz socialdemócrata instalada en el Estado que ha sido incapaz de generar crecimiento y de defender la libertad. Sin orden, la libertad es imposible.
-Usted ha declarado que "grupos cuyo objetivo es la subversión política han encontrado su espacio de infiltración a través del wokismo ¿Cómo es que esta nueva “arqueología de la resistencia”, basada en la identidad, se convierte en un vehículo tan efectivo para la subversión política en Occidente, y por qué es más peligroso para la estabilidad de la democracia liberal que el viejo conflicto de clases?
-El marxismo tradicional operaba en la base económica, atacando la propiedad y los medios de producción. El wokismo -que yo prefiero llamar la “metapolítica del asedio”- opera en la superestructura cultural. Es infinitamente más peligroso porque ha cambiado el conflicto de clases por el conflicto de identidades.
El wokismo transforma a las personas en categorías rígidas de opresores y oprimidos, fragmentando la sociedad en tribus irreconciliables y destruyendo la cohesión social e identidades nacionales. Esto permite la infiltración silenciosa en instituciones clave: universidades, grandes corporaciones, organizaciones internacionales, ONGs y en instituciones que petrifican ciertos discursos de la corrección política. No necesita tomar el Palacio de La Moneda; solo necesita controlar los discursos, las narrativas, y la burocracia estatal. Cuando el enemigo te define como “privilegiado” o “racista” por el solo hecho de ser, la defensa es imposible. Por eso es más efectivo que el viejo comunismo: destruye la cohesión social y la propia noción de ciudadanía común de forma indetectable para el político tradicional. Y hoy tenemos un Estado asediado por el cumplimiento de políticas que responden a estas narrativas woke, y eso es posible corregir con cuadros técnicos de experiencia, pero bien formados.
-En su libro hay una tensión interesante. Usted abrazó en su momento la filosofía del punk rock, un movimiento que quiere ver arder el sistema, pero hoy escribe una defensa del sistema de las democracias liberales y alerta sobre su asedio. ¿Cómo se pasa de abrazar la disidencia a defender el orden liberal?
-La tensión es sólo aparente, y usted la capta muy bien. El punk rock abrazado en mi juventud, más que anarquía, era una exigencia un poco visceral por la autenticidad y el desmantelamiento de lo falso, del cinismo y las nocivas apariencias. Más que un convencimiento filosófico era un grito de disidencia legítima. El momento de quiebre se produjo cuando comprendí que existen valores trascendentes que no pueden ser moldeados como mero ejercicio intelectual o de protesta, y que lo que se opone al orden social liberal hoy no es solamente el nihilismo, sino una nueva forma de tiranía colectiva bajo ropajes de derechos sociales. Opté personalmente por construir, no por destruir.
La insurrección que analizo en mi libro no busca construir nada; busca colapsar la libertad bajo la bandera de una supuesta justicia social
que en realidad es control sobre las vidas de las personas. El punk y el rock en general me enseñó a distinguir la rebeldía genuina que se hace responsable de sus actos, de la subversión organizada que se esconde bajo narrativas de victimismo u opresión. Mi pasado me dio una aproximación a la disidencia, y mi presente me exige defender el único sistema que permite la disidencia: la democracia liberal occidental.
-¿Cuál es concretamente la salida? ¿Disciplina fiscal, reformas estructurales, o volver a encantar con la libertad?
-La ruta de ascenso exige disciplina, y se cultiva y trabaja previamente. El primer paso es la disciplina fiscal y el restablecimiento del orden público, así como también dar relevancia al marco valórico: como el respeto por el prójimo. Esto es la base, el campamento uno: sin seguridad en las calles y sin responsabilidad sobre el gasto, no se puede ascender y ni siquiera planear una ruta.
El segundo paso es lo que algunos intelectuales han llamado dar una batalla cultural, que es donde este sentido restaurador deberá ser audaz: desmantelar poco a poco la hegemonía socialdemócrata en la educación, en salud y en otras áreas del Estado. Y el tercer paso, la cumbre, es volver a encantar a la ciudadanía con la promesa de la libertad y optimismo. Si bien el mundo atraviesa reconfiguraciones geopolíticas y guerras de distinta índole no podemos privarnos de soñar con un país próspero y volver a ser líderes en Latinoamérica en las más variopintas áreas.
-Usted ha anclado este análisis global del asedio en la realidad de Chile y de Sudamérica, ¿cree que es necesario llevar estos debates al terreno regional?
-Absolutamente. Mi trabajo siempre ha consistido en anclar la reflexión global en nuestra realidad local. Esa fue la génesis de Ciudadano Austral: emprendimos la tarea desde Chiloé cuando Santiago aún monopolizaba las grandes discusiones. Nuestra misión ha sido descentralizar las ideas y, con orgullo, fuimos pioneros en establecer uno de los primeros centros de pensamiento regional de Chile.