Siempre fuimos muy futboleros con mis amigos. Muy. Demasiado. Y por eso, más allá de que jugábamos todo el día a la pelota desde chicos y que cada uno seguía a su equipo favorito, conocíamos de memoria los nombres de casi todos los jugadores del fútbol argentino y, en menor medida, del exterior también. Antes, muchos años atrás, no había tanta pantalla ni globalización y tener conocimientos sobre las estrellas que jugaban en Europa era más complicado. Esa enorme base de datos innecesarios que manejábamos a la perfección nos arruinó el vocabulario.
Utilizábamos los apellidos de los players en cuestión en cada conversación que manteníamos. No había uno que no nos ayudara a terminar de hilvanar frases sin sentido. Nos expresábamos todo el tiempo nombrando apellidos o apodos de jugadores. En algún lugar del enunciado, siempre, aparecía un futbolista.
Me explico: buscábamos, en la amplia gama de los jugadores que nos brindaba el fútbol en todas sus categorías, desde la Primera A a la Primera D, pasando por el Nacional B, la B y la C, incluido el fútbol internacional, nombres de tipos que nos sirvieran para reemplazar palabras.
Por ejemplo, habían algunas obvias o que se caían de maduras. Así, el carrilero de San Lorenzo Federico Basavilbaso nos venía bien para decirle a otro comensal en la mesa: "me pasás a Basavilbaso que tengo sed". O el volante central de Deportivo Morón, Horacio Cordero, nos era útil para celebrar el animal que estábamos comiendo... "Está rico Horacio", decíamos. ¿Ridículo? Claro que sí, éramos absurdos. Tanto que, si alguien nos escuchaba hablar y era un extraño, podía no entender a qué corno nos estábamos refiriendo.
El famoso lateral de River, Eduardo Saporiti, era un sapo que había aparecido en el jardín de alguna de las casas de los chicos. O un juvenil (también conocíamos apellidos de los pibes de divisiones inferiores) que llevaba por apellido "Peinado", lo utilizábamos para burlarnos de alguno del grupo que se estaba acomodando el pelo antes de salir. Incluso, la referencia a la frase "jugó Peinado", pretendía hacer mella en la virilidad del muchacho en cuestión, en épocas en que la deconstrucción no se había inventado.
Anteponer el agregado "jugó" era un artilugio para advertir al resto que debía empezar a imaginar en cuál futbolista estaba pensando el tipo que iba a soltar otra genialidad discursiva. "Jugó Malvestiti"´ resultaba un clásico y no había que aclarárselo a nadie. El apellido del delantero de Newell´s fue tan famoso que trascendió las fronteras de mi barrio. Pero ese era un caso similar al de las palabras en inglés que, según mi profe de la infancia, se las podía definir como "transparentes". Esas que se entienden sin la necesidad de explicarlas porque son casi calcadas al idioma castellano.
Con "Malvestiti", opaco goleador de Newell´s, no había ninguna duda. Lo mismo sucedía con muchos otros vocablos que reemplazábamos sin pensarlos. El "Gordo Cordon", emblema de Ferro, era sinónimo del cordón de la vereda; o recurrir a la expresión ´"El Ruso Prátola" también era muy común para nosotros aunque, en este caso, lo de "Ruso" era un apodo y también nos subíamos a esa ridiculez. Los sobrenombres completaban parte de nuestra jerga. La "Araña Luis Amuchástegui", tremendo delantero cordobés que pasara por River, nos era muy útil para referirnos a un insecto de cuatro pares de patas que andaba caminando por algún rincón de la casa en la que estábamos reunidos. "Jugó Amuchástegui", era la voz de alerta.
Rompimos el idioma. Hablábamos mal o raro o de manera absurda todo el día. Se fue haciendo cada vez más sofisticado nuestro lenguaje. Ya no tenían sentidos nuestras conversaciones. O tal vez sí, pero había que decodificarlas. Incluso, hablar así, a veces se convertía en una tarea cansadora por lo puntillosa y exagerada. Alejandro Sabella era un tipo culto o que tenía calle y "abrí a Cladio Paul", el pedido para que alguien girara el grifo. La competencia se hizo feroz: Gamboa, Ratalino, Sodero… todos nos servían.
Un verano, en la playa, nos pasamos todos los santos días de las vacaciones armando un diccionario entero de la a la z, en el que fuimos sumando apellidos o sobrenombres de jugadores que tuvieran correlato en nuestras charlas. Confeccionamos equipos puesto por puesto, formaciones completas. Uno que empezaba con la letra a, otro con la b, otro con la c y así hasta la z. Lo hicimos y lo anotamos en una lista infinita. Uff… cansador.
Hoy en casa no hablamos así pero... sigo con el juego de las palabras absurdas. Las destrozo junto con mis hijos (chicos) para divertirnos con poco. No les hablo de futbolistas porque no los conocen y no tendría demasiada gracia hacerlo, salvo que estuvieran mis amigos veteranos para escucharlas... Y tal vez ni siquiera así sonarían con la música de entonces.
Ahora el juego con la familia es intercalar, en medio de una oración, palabras que no tienen nada que ver con el tema del que estamos hablando. Otra vez no tiene sentido ni sirve para nada la idea. Y es más complicado aún el tema porque pretendo que ellos se expresen siempre lo mejor posible. Intento contagiarles mi amor por las palabras y alejarlos del lenguaje vulgar, pero me tiento fácilmente y les digo cualquier cosa.
¿Cómo es la cuestión? Y, a veces les puedo decir algo tan estúpido como: "Me pasás el gato que está en la mesita de luz", cuando la referencia es al control remoto de la tele, que descansa apoyado en la mesa ratona del living. Ellos, mis hijos, todavía se ríen pero ya me miran de reojo y me dicen: "Pero... papá" mientras se toman sus cabezas con las manos.