Ese corazón, un desperdicio
Por Denis Fernández
Hexágono Editoras. 100 páginas
Un antiguo vicio del periodismo, incluso el cultural, empuja a buscar categorías, rótulos, fórmulas. La realidad ante todo debe ser encapsulada para mejor informarla o analizarla porque los tiempos y espacios del periodista son limitados: tantas líneas, tantos caracteres, tantas columnas de una página en papel o de párrafos en un sitio de Internet. La forma siempre condiciona el fondo.
Por eso al leer un libro como Ese corazón, un desperdicio, de Denis Fernández (Buenos Aires, 1986), asoma la incontenible tentación de apurar una definición: “un ‘millennial’ reflexiona sobre la crisis existencial de su generación en el siglo XXI”.
Tal sería el resumen “periodístico” de una obra que, en verdad, resulta menos fácil de clasificar porque, detrás de la apariencia del ensayo y el libro de memorias, puede distinguirse la silueta inabarcable de la ficción, con sus mandatos, exigencias y problemas.
Fernández es editor y periodista. Ha escrito tres novelas, un libro de cuentos y un poemario, y dirige la editorial Marciana junto con Manuel Alvarez.
En su último trabajo evoca a su padre fallecido, recrea ciertos momentos de sus viajes, solo o acompañado, a las Altas Cumbres en Córdoba, recuerda experiencias de sus sesiones psicoanalíticas, registra las vidas de chamanes famosos y bucea en sus experimentos con hongos y otros alucinógenos. Cada tanto asoman las dudas sobre el oficio literario: la experiencia vital parece inhibir la escritura, es imposible describir hechos, cuánto de lo imaginado, incluso lo fantástico, debe apoyarse en la realidad y sus rigores.

En ese recorrido cree detectar un punto de quiebre: fue a los 18 años cuando rompió con la fe inculcada en un colegio católico del conurbano. Una divisoria de aguas que lo dejó en la otra orilla de su hermana mayor, quien siguió hasta el día de hoy por la senda de los fieles creyentes y practicantes.
En el nuevo panteón el rock desplazó a la Iglesia: Los Piojos, Sumo, Viejas Locas, los Redonditos de Ricota, La Renga, Queen, Nirvana y un santo impensado, el Pity Alvarez, pese a su “trágica caída” tras haber ido preso por asesinato. Fernández escribe: “¿Para qué querría seguir el camino de Dios y de los santos? El Pity es el santo más preciado. Me gusta repetir esa frase. Un santo, el Pity. Un rebelde. Un poeta urbano. Su música vibra como una declaración de principios. A veces pienso que debería llevar conmigo una estampita con su cara y su guitarra y alguna frase suya para regalarle a alguien cuando necesite consuelo”.
Un apóstata deliberado que, sin embargo, alguna vez se descubre cantando, “en el silencio de mi casa”, el himno de su viejo colegio religioso.