En agosto pasado, el Presidente de la Nación intentó realizar una caravana electoral en un territorio hostil: la ciudad de Lomas de Zamora. No pudo. Esas hordas de militantes que el peronismo y el ladritrotkismo movilizan cada vez que Javier Milei aparece en las calles lo corrieron a pedradas. ¡Pero esto acabo de leerlo!, exclamó el autor de esta nota. Como decía Oscar Wilde, la naturaleza copia al arte.
En efecto, en el primer capítulo de una monumental novela estadounidense escrita hace cuatro décadas un gobernante electo por el pueblo es obligado a huir de una acto por belicosos agitadores, los cuales fueron movilizados por un oscuro dirigente. Como en Lomas, en Harlem cero espontaneidad.
Así abre La hoguera de las vanidades (Anagrama, 637 páginas) la obra maestra de Tom Wolfe (Richmond 1930-2018), sublime pluma del llamado realismo social. Con tres novelas exuberantes, aquel dandy de traje blanco a lo caballero sureño, sombrero y corbatas de seda demostró que el procedimiento dickensiano nunca pasará de moda. Venimos a recomendar el primero de sus libros.
La hoguera de las vanidades nos lleva a los años ochenta cuando asomaba la era de Wall Street y los aristócratas estadounidenses dejaban de ser austeros y refinados. Es un fresco colosal, aunque con una pizca de exageración (Wolfe manejaba la hipérbole con gran destreza), de la capital de Occidente. Nueva York, “la ciudad de la ambición, la roca magnética, el destino irresistible de todos los que están empeñados en vivir en el lugar donde ocurre todo”.
Gira la trama en torno a la caída en desgracia de Sherman McCoy, un hombre de Yale de 38 años, origen patricio, tiburón del mercado de bonos (acababa de despegar esa modalidad especulativa), típico Amo del Universo de Park Avenue, aunque su debilidad es el adulterio. Está casado con la hija de un catedrático de historia del Medio Oeste, aficionada a gastar dinero a espuertas en decoración de interiores y a pasar la vida en el gimnasio. Tienen una hija adorable. Sherman da rienda libre a sus retozonas hormonas con una espléndida chica sureña, que se ha casado con un vejete rico y judío.
Una noche de cristal que se hace añicos, la pareja de amantes se equivoca de salida en la autopista y, camino a Manhattan, terminan en el Bronx. Recorren el barrio aterrorizados a alta velocidad hasta que el Mercedes deportivo de 48.000 dólares (valor de entonces) atropella a un chico negro que, quizás quiso asaltarlos, junto a un compinche. Huyen a toda velocidad y no dan parte a las autoridades.
Llegamos pues al núcleo incadescente. El adolescente que termina en el hospital en coma es hijo de una colaboradora del reverendo Reginald Bacon, acaso el personaje más seductor de la novela. Mezcla de líder piquetero, socialista callejero y sindicalista peronista, el demagogo de tez oscura gana fortunas “regulando el vapor” de las calles salvajes y hambrientas de esos barrios tercermundistas de Nueva York.
“El capitalismo -explica a sus socios blancos- consiste en controlar las cosas. Si las cosas salen de madre, el capital se pierde… En el fondo soy un conservador... mi trabajo es tranquilizar el alma virtuosamente enfurecida de Harlem”.
El pastor Bacon presiona a la política y a la justicia para que sea encontrado y castigado el responsable del accidente callejero. Por medio de un lobbista, suma a su cruzada a un as del periodismo amarillo: Peter Fallow, “el temible británico”, columnista de un diario que no puede ser otro que The New York Post. La presión da resultado. No solo porque el fiscal del condado del Bronx, un tal Richard Weiss, es un político ambicioso del Partido Demócrata que se juega la reelección y necesita el voto negro y latino. Sus subordinados -hartos de procesar a la basura- están sedientos de linchar a un Gran Acusado Blanco.
Paladas de esnobismo, resentimiento, envidia y odio social se acumulan en una trama que nunca deja de ser interesante. Es también una gran novela de personajes. Una descripción implacable de las trincheras de las guerrillas urbanas.
Aunque el año próximo La hoguera de las vanidades cumplirá cuarenta años desde que fue entregada a la imprenta por primera vez (¡cuando el oro cotizaba a 400 dólares!), sus temas y meandros no han perdido un gramo de actualidad. Los parangones con la Argentina 2025 son asombrosos. Ya mencionamos el primer capítulo; súmele la degradación de la educación y la vida cotidiana en general en los barrios periféricos (Harlem = conurbano bonaerense); el fracaso de los planes urbanísticos de los monoblocks; las legiones juveniles de ni-ni (ni estudian ni trabajan), tercera generación de familias que siempre vivieron de la beneficencia pública; los juzgados como auténtico redistribuidores de riqueza. También compartimos con Estados Unidos la corrección política, la pose de superioridad moral y estética de la casta intelectual hacia cualquiera que exprese ideas reaccionarias.
Tom Wolfe fue el más delicioso de los conservadores. Describió la idiotez del progresismo, se lamentó por la desaparición entre las elites de la “virtuosa rectitud”, y elogió “el machismo irlandés”, una especie de valentía que no es de león sino de asno: nunca deberás retroceder. Fue un moralista a lo Séneca. Nos recordó que “la ley no debe someterse ante nadie, ni aunque sean pocos, ni aunque sean muchos”.
La vida es una selva, postuló este magnífico escritor proveniente del periodismo. Hay que arreglárselas para tener el valor para luchar en la jungla.