- Abuelo, ¿de quién es esa foto que tenés ahí?
- De uno de mis escritores preferidos: el Padre Leonardo Castellani. En ese estante que ves allí están todos sus libros. Aunque en verdad no importa mi gusto, importa que los argentinos nos estamos olvidando de él justo cuando más lo necesitamos. Aunque también es cierto que en los últimos años se lo está apreciando cada vez más en el mundo.
- ¿Por qué te gusta tanto?
- ¡Uf! Es un agradecimiento infinito… Te voy a contar una pequeña fábula que escribió cuando era muy joven y está en un libro que se llama “Camperas”. Ahí se dedicó a contarnos historias del campo. Él era del Norte de Santa Fe, tierra de gente buena y laboriosa. En esa fábula habla de su niñez. Se llama “La abeja pesimista” y empieza así: “Si yo estuviese toda la vida convaleciente de una fiebre tifoidea, acabaría probablemente por convertirme en un gran filósofo.”
- ¿La sabés de memoria?
- ¡Ojalá! Ahí termina mi memoria y la cita, ja. Te la voy a contar toda con mis palabras, arruinándola un poquito, pero la primera oración me la acuerdo siempre porque en ella está metida toda la vida y todo el secreto de su autor. Era joven, te decía, cuando la escribió, pero nosotros, viendo su larga vida, podríamos decir: “acabó por convertirse en un gran filósofo”.
- ¿Vivió siempre enfermo entonces?
- Vivió en una época enferma como la nuestra y eso lo enfermó a él de muchas formas, pero también lo hizo pensar, leer, estudiar, escribir, todo buscándole la cura… ¿Viste que a veces se dice: “no hay mal que por bien no venga”? Es una forma de reducir toda la sabiduría humana a un refrán. “Verdaderísimo.”
- ¿Inventaste esa palabra?
- No, se llama superlativo. Pero como los hombres modernos no creen en la verdad, menos creen en verdades “superlativas”. Volvamos a Castellani. En su vida le tocó sufrir muchísimas injusticias que algún día conocerás. Le tocó, como te decía, vivir en una época enferma. Y sacó conclusiones que a nosotros nos iluminan, como hace con la “abeja pesimista”.
- ¿Cómo era ese cuento?
- Aquí va como me la acuerdo, pero aclaro que el que la cuenta es él y que la fábula original es mucho mejor.
“Estaba saliendo de una larga fiebre, reponiéndome al calorcito de las mantas. Me quedaba largas horas solo mientras mi mamá trabajaba y mis hermanos estaban en la escuela. Pero no me aburría. Miraba mi cuarto, con detalle, y, por la ventana, los árboles, las flores, las nubes y el cielo. Era un cuadro siempre igual, pero también cambiante. Todo me hacía pensar y meditar. Un día entró una abeja zumbando por una banderola de la ventana y se posó sobre mi taza de té con miel…”.
- ¿Qué es eso?
- Algunas ventanas viejas tenían una ventilación que se abría por arriba, inclinándose para adentro...
“Bebió con tranquilidad y después, pesadamente, alzó vuelo. Me escondí bajo las sábanas cuando pasó cerquita. Pero cuando la vi de nuevo, se estaba lanzando derecho y como un rayo hacia la ventana, por donde entraba un tentador rayo de sol. Y así volando a toda velocidad… se estrelló contra el vidrio. Y cayó atontada al piso. Se movía torpemente como desentumeciéndose, buscando retomar fuerzas. Despegó de nuevo, flechó de nuevo hacia el vidrio, chocó, volvió, chocó de nuevo, una dos tres, diez, veinte veces y entonces se paró en una silla y se puso a pensar. Se puso a filosofar.
Yo estaba tan afligido como ella, o más, porque la había acompañado en sus intentos, primero curioso, después compasivo, por último, ansioso gritándole muy interesado: “¡Por arriba tonta!”
Pobre abeja. Yo no podía levantarme y abrirle la ventana. Y para ella era algo espantoso. ¡No estaba allí la luz? ¿No me están llamando las flores y los árboles de afuera? Sí, claro. Pero cada vez que intento ir afuera, adonde pertenezco, me estrello y me lastimo…
¡Hay que volar por arriba! – le decía yo-. Pero la abeja comenzó a repetir su desgarradora y atontadora experiencia: Voló, se quedó mirando hacia la luz y sin vacilar, irresistiblemente se dirigió en perpendicular mortífera hacia un muro invisible. Y otro choque, y otro… separados por zumbidos de quejas conmovedoras. “Oh jardín, oh felicidad, te deseo, te busco… y me hiero. No puedo no quererte, no puedo no buscarte, pero si te quiero padezco y si te busco me despedazo… Entonces, la luz que me atrae es falsa y malvada. La luz es el Mal.”
Abeja pesimista, ¡espera un momento! ¿No será que buscas mal? ¿Por qué no buscas allá arriba? Todo lo que piensas es horrible, aunque también es lógico, espantosamente lógico si uno empieza negando o desconociendo la banderola abierta por donde puedes escapar. Si la niegas, las flores, los árboles, hasta el mismo sol, son mentiras, son trampas para hacernos romper la cabeza. Y la fuerza que nos mueve hacia ellas hay que ahogarla, suprimirla, porque es la fuente de todos nuestros dolores y sufrimientos.
La abejita me estaba enseñando la filosofía del ateísmo, el amor a la nada…
En eso entró mi madre con una taza de caldo: “¿qué estás leyendo?” Nada, le dije, estaba mirando esa abeja. Me mostraba que el pecado es triste. Y me contaba una historia amarga que dice que el mundo es para gozar porque Dios no existe. “Eso es malo – me dijo-. Abro la ventana, porque te hace falta un poco de aire fresco y de sol…” “Sí, mamá, y fijate por favor que la abejita esa pueda salir, pobrecita.”
Y allí voló al jardín después de verse atontada por sus falsas filosofías. Las que niegan la realidad.
Así terminaba, más o menos. Después la leerás completa.
- Me gustó… -dijo el nieto. Estoy seguro de que entendió lo principal. Pero él me había preguntado sobre el cura Castellani, así que volví a él.
- Ese chico enfermo, Leonardo, creció y siempre siguió mirando atentamente todo lo que lo rodeaba. A las personas, a las cosas; con ojos profundos. Ojos cultivados de estudioso, ojos cristianos de una Fe inquebrantable, ojos sufrientes… Vivió y padeció con nuestra Patria. Y la vida lo golpeó duro con injusticias, persecuciones y olvido, pero él siguió luchando. Y eso es lo que lo hizo grande. Para mí, el más grande de los escritores argentinos. Así nomás. Gigante.