Hubo un curita buenazo, no muy avispado, pero bueno, al que se le concedió una gracia que siempre había pedido: conocer a Brochero, el célebre cura santo de Traslasierra. Se llamaba Juan; el Padre Juan, para no ser confianzudos.
Él era humilde, así que no quería un milagro grandioso, al estilo de los grandes taumaturgos como el Padre Pío. Brochero había muerto más de cien años antes, así que él sólo quería soñar con el cura gaucho, verlo y poder charlar un rato. “Tomar unos mates con Brochero”.
TIEMPOS DIFICILES
Los tiempos en que le tocó vivir, fueron especialmente difíciles. Apenas ordenado lo mandaron a una parroquia semimuerta. El párroco anterior hablaba siempre del “pueblo de Dios”, pero el pueblo no hablaba nunca con él. Ni siquiera se acercaba. Salvo unas pocas viejitas fieles, a la que el cura viejo despreciaba un poco y otro poco ignoraba. Vaya a saber con qué catecismo le habrían enseñado, que ni las quería confesar: - Vuelvan cuando hayan pecado en serio - les decía. Pero trataba de ni darles ocasión. Sacó en seguida el confesionario y, por supuesto en la cartelera ni mención se hacía al sacramento.
El marido de una de las viejitas, no iba mucho a Misa, más que nada porque le molestaban las arengas que reemplazaban a los sermones. Cuando su mujer le contó alguna de las salidas del párroco, le dijo qué él se iba a ocupar. Ella se preocupó: - No hagas locuras, Alfonso…
Pero don Alfonso (allí todos merecen ser llamados don) era un hombre sobrio, sensato y esperó. La oportunidad le llegó antes de Pascua.
LA CONFESION DE DON ALONSO
Para esa época el cura viejo era una de las únicas veces que se sentaba un rato en un banco de la iglesia y atendía confesiones. Don Alonso se sumó a la fila de penitentes, que no era larga. Al verlo el cura hizo una cara de exagerada sorpresa, y para que se vea, un gesto con la mano. Alguna vez habían tenido un pequeño cruce verbal, no más. Pero doña Isabel, su mujer, era de las que nunca faltaban. Estaba mirando en el fondo del templo.
Don Alonso se arrodilló.
- Siéntesé nomás, mi amigo…-le dijo confianzudo el cura.
- Su amigo no soy y vengo por Él, no por usté… - le contestó señalando el gran crucifijo que presidía el templo- . Y por Él yo me quedo de rodillas.
- Empezamos mal…
- Sí señor cura....
- Con ese espíritu no veo que esté arrepentido de nada.
- Sí que lo estoy, de muchas cosas, así que empecemos.
Ahí comenzó la confesión en serio. Se ve que don Alonso sí recordaba su catecismo porque analizó las miserias de su vida con orden, sumo cuidado y verdadera seriedad. El cura oía con fastidio. Todo bien hasta que llegó el final y la pregunta usual antes de la absolución:
- ¿Nada más?
- Sí padre, un pecado de pensamiento del que no me puedo arrepentir.
Brillaron los ojos del cura con la sorpresa. Don Alonso, aunque no era de sus amigos era un hombre íntegro. Bien sabido por todos.
- Dígame…
- Tengo la total certeza de que mi párroco es un perfecto cretino que ni siquiera sabe el catecismo.
Dicen en el pueblo que usó una palabra más fuerte, campechana, pero dicha con suma mansedumbre. Y la completó dando unas pocas razones, la mayoría de ellas, razonables hasta que el cura se levantó y dijo:
- Se terminó su payasada Alonso.
- “Don Alonso”, para usted y para casi todos; y le aseguro que no es una payasada. Me confesé en serio y espero que me absuelva o que me lo niegue.
- Váyase insolente…
Doña Isabel rezaba desde el fondo y no le alcanzaba la lengua para decir todos los Avemarías que quería… De entre sus amigas, al ver la escena, salió una risita reprimida, aunque ellas lo negaron siempre. La cosa es que el episodio se supo (y no fue don Alonso quien la contó). Tanto ruido hizo que a fin de año el cura, a quien desde entonces apodaron “un perfecto”, le pidió a su obispo que le cambie “el destino”.
EL CURITA NUEVO
Ahí fue que llegó el curita nuevo, el que soñaba con conocer a Brochero. Lo primero que le contaron fue eso. Y en vez de reírse, se escandalizó un poco.
- Allí está don Alonso, el insolente… -le dijo el sacristán, señalando un banco cercano en la plaza en donde siempre se sentaba esperando a que terminara la Misa. Desde el episodio, se había ganado el epíteto. A él no le gustaba, porque sabía que era injusto. Nunca antes había insultado a nadie.
Doña Isabel lo invitó a comer, así conocía a la familia. El Padrecito Juan le contestó con evasivas. Pero la doña era insistente, y el curita, medio… no sé medio qué, pero “medio nomás”. Buen tipo, eso sí. Ya lo dije. Fue entonces cuando se cumplió el sueño.
Esa noche Brochero se le apareció y muy cordial lo invitó a tomar unos mates. Uso la palabra “cordial” porque es la que habla “del corazón”. El Padre Juan se despertó emocionado… Cuando intentó anotar todo los que el santo gaucho le había dicho, se sintió un fracaso. Sólo se acordó de que, en la despedida, Brochero le dijo:
- Ahora, después de la próxima Misa, después de pedir por ellos, se le anticipa a doña Isabel y le dice que va a ir a comer a su casa. Y que le gustaría, si no le molestaba, que se haga costumbre. De allí en más, a charlar mucho con ellos y “anotesé las cosas que le dicen”. No pregunte mucho. Oiga y llénese. Rece si quiere ser buen cura: ¡es tanto lo que tiene que aprender y, de lo que sabe, tanto lo que tiene que olvidar! ¡Avivesé m’hijito!
Decía el curita que, en ese momento, Brochero le clavó su dedo retorcido en el corazón. Y que sintió un fuego que lo quemaba y lo despertó.
“DESCLAVANDO SU MANO”
- Abuelo, siempre dijiste que esos finales: “se despertó y vio que todo había sido un sueño” son “repedorros”… - dijo la nieta que oía. Y era cierto.
- Sí… -agregó su hermano- pero igual está bueno.
- ¿Don Alonso se confesó con el curita nuevo? – un tercero que es muy puntilloso.
- Obvio – le contesté-. Cuando estaba arrodillado, se oyó un ruido extraño en el altar. Sólo él vio que, desclavando su mano derecha de la Cruz, Nuestro Señor la cerró levantando el pulgar para arriba. A su mujer Alonso le contó, con algo de vergüenza, que también Cristo le había guiñado un ojo. Isabel lo retó, aunque en el fondo estaba orgullosa y sabía que era verdad.