Opinión
Páginas de la historia
Filipino que se inmoló
Hace ya algunos años leía en los diarios argentinos, una noticia aterradora. Venía de un lejano país asiático: Las Filipinas y decía más o menos así: “El Sr. Carlos Rodrigo, filipino, de 38 años, casado, padre de cuatro hijos, murió carbonizado por propia voluntad”. Y agregaba la noticia. “El Sr. Rodrigo había notificado el día anterior a sus vecinos y conocidos, su decisión y les había informado el lugar –una plaza de su pequeño pueblo de Cebú en Filipinas- dónde llevaría a cabo su suicidio”. Hubo en la historia de la humanidad casos de auto-inmolación, es decir de muerte prendiéndose fuego a si mismo. Pero hasta el presente, siempre tuvieron dos características: Una, que lo hacían para llamar la atención contra alguna injusticia o arbitrariedad. Y además siempre lo llevaban a cabo en pocos minutos, casi sorpresivamente, sin dar tiempo a ser auxiliados.
Pero en el caso de la muerte de Rodrigo, no se dieron esas circunstancias.
No se suicidó por protestar contra una injusticia, falta de trabajo o enfermedad grave, sino por una creencia religiosa -no recuerdo el nombre- que imponía a sus fieles, para la supuesta salvación eterna, este tipo de sacrificios. Es decir la motivación fue el fanatismo. Y el fanatismo impide el pensar, pero no el actuar.
Pero me parece más grave el otro aspecto. El Sr. Rodrigo avisó. Avisó con 24 horas de anticipación su determinación. Por eso se prendió fuego, ante la inexplicable y fría presencia de cientos de personas que observaron con atención y pasividad, como si se tratase –no sé- de una función deportiva o circense.
Algunos observaban el triste espectáculo comiendo golosinas, “creo que es preferible la crueldad confesada que disfrazada de indiferencia”.
Nadie se acercó para impedir la tragedia, fue –repito- producto del fanatismo del Sr. Rodrigo- pero en la concreción hubo indiferencia e insensibilidad de muchos otros.
La prensa en general trajo en su edición del domingo posterior al drama, incluso fotos, ¡había hasta fotógrafos! las que estaban en tres secuencias. ¡Realmente dramáticas cada una de ellas!.
En la primera foto, el futuro suicida, con un círculo de personas a su alrededor a 6 o 7 metros de distancia, está agachado, en cuclillas. Un señor, a pedido suyo lo está rociando con kerosene.
En la segunda foto, ya Rodrigo está de pié sobre una pira de pasto seco y alguien enciende el fósforo que lo transformará en una hoguera humana. Y la tercera foto, ya la imaginan. El hombre carbonizado yace en el suelo. En fin, un horror.
Entre los asistentes –decía la noticia- estaba el Rector del Colegio secundario donde cursaba uno de los hijos del suicida. Al rector se lo notaba tan indiferente como los demás. ¡Es que hombre civilizado no significa hombre mejor…!
No deseo juzgar a la víctima, ni aludir a su mujer y a sus cuatro pequeños hijos, a los que la muerte de ese ser querido no los mató. Pero sin duda los marcó, los marcó para toda la vida.
Sólo he querido referirme a los que rodeaban a la víctima y a su carencia total de humanidad. Porque si a todos nos doliese el dolor del prójimo, casi no habría dolor.
Y este caso, no ocurrió en la antigüedad, sino hace pocos años y en un lugar civilizado.
Ese dolor solitario de ese hombre cegado por su fanatismo religioso, más el silencio, ese silencio total de la gente que lo rodeaba, que equivale a frialdad, trae a mi mente este aforismo final: “Hay silencios más crueles... que palabras”.