Opinión
Páginas de la historia

Fiebre del Oro

Todos recordamos las famosas películas de cowboys, que veíamos en nuestra niñez. El cine americano hizo de este género cinematográfico uno de sus pilares.
Y desde Tom Mix en la década del treinta, hasta John Wayne en la del 70, estos héroes -los buenos de las películas- nos emocionaban con su valentía y su sentido del honor, enfrentando a los malos.
Estas películas abarcaban diversos temas y lugares, pero el escenario clásico era el Lejano Oeste. Y un tema frecuente era la búsqueda de oro o la fiebre del oro, como se llamó.
Pero esta fiebre del oro que veíamos en las películas tuvo su origen en un hecho real acaecido en un pueblito de California, EE.UU., un 24 de enero de 1848.
Un capataz de un aserradero para cedros y pinos de la zona, estaba instalando un molino. Al ir a lavar sus manos a un lugar cercano –unos 200m- donde se unían dos ríos de aguas totalmente cristalinas: El River y el Sacramento, encontró sobre la arena una minúscula piedrita pero muy brillosa. Le llamó la atención. Pesaría 2 gr.
Observó el lugar con detenimiento y descubrió cerca otras 2 piedritas idénticas, pero ya de mayor peso. Le sorprendió el hallazgo. No pudo suponer inicialmente que podía ser oro. Pero dudó.
Así y todo fue a ver al dueño del aserradero John Sutter, un veterano militar suizo que había fundado en el lugar una colonia que llamó Nueva Helvecia en homenaje a su tierra natal. (Helvecia significa Suiza).
Sutter puso una mano sobre el hombro de su capataz y le dijo seriamente: - “Esto es oro. Guardemos el secreto, pero vayamos a la taberna a festejarlo”.
Dos horas después, la embriaguez, siempre mala compañera, había contribuido a divulgar el hallazgo. La noticia se expandió rápidamente. Un mes más tarde, un modesto periódico que se editaba en la entonces aldea de San Francisco, de unos 500 habitantes, publicó el siguiente y exagerado título: - “Se ha encontrado aquí una mina de oro”.
En pocas semanas todo EE.UU. también el vecino México y posteriormente Europa supieron del hallazgo. Y así como “el desinterés libera, la codicia esclaviza”.
Y un mes después, ya marchaban hacia California largas caravanas, de miles de hombres, desde todos los puntos del país incluso y especialmente desde el vecino México. Como resultado de ello en México, se cerraron comercios, se paralizaron negocios, se despoblaron aldeas.
Y también de Europa se provocó el éxodo más fantástico de que haya dado jamás ejemplo la codicia del hombre, impulsando a miles de personas a desafiar toda clase de peligros para ir en busca de la fortuna.
En la llamada ruta del oro en el estado de California, quedaron como un trágico testimonio de la ambición humana, innumerables tumbas de hombres, mujeres y niños, calaveras y esqueletos de caballos, mulas y vacunos blanqueándose al sol.
Así San Francisco, una pequeña aldea de habla española, pues había pertenecido a España y luego a México, hasta hacía poco tiempo, pasó en menos de un año de ser un pueblo de 500 habitantes a ser una ciudad de 40 mil personas.
Convivía en ella gente de todas partes del mundo, incluso de Sudamérica.
Y un detalle que nos atañe.
En los primeros años de la “fiebre del oro”, unos 2.000 argentinos, ¡dos mil argentinos!, embarcaron en puertos chilenos y peruanos con destino a California, atraídos por la posibilidad de hacer fortuna. Muchos de ellos estaban en Chile, emigrados por su oposición a Rosas.
Cerca de la ciudad de Sonora, en la frontera de México con EE.UU., también se había establecido una pequeña colonia de argentinos. Entre ellos un señor Pedro Pablo Galup, uno de los pocos nativos de nuestro país que se enriqueció realmente en California.
La inmensa mayoría de los otros argentinos y también de los norteamericanos y europeos pagaron un precio terrible por su ambición. Miseria, prostitución, enfermedades, fue el saldo de esa locura colectiva.
Porque hay cegueras –como la del amor por ejemplo- que mejoran al hombre. Pero la ceguera de la ambición lo destruye.
Algunos gastaron todas sus fuerzas para lograr oro. Y aunque cientos de ellos lo consiguieron, un alto porcentaje de esos inicialmente afortunados, ya habían gastado su salud… Porque las altas cumbres suelen estar muy cerca de los abismos...
De cualquier manera un porcentaje de esos aventureros que se enriquecieron, perdieron el amor de sus esposas y de sus hijos, por el vil metal. Ya que no regresaron jamás a sus hogares. Olvidaron que “el oro nunca vencerá al amor, porque jamás hará latir un corazón”.
Y estos casos simultáneos de riqueza material y miseria moral inspiraron en mí este aforismo: “Si las ganancias aumentan, los sueños disminuyen”.