Ciencia y Salud

Facundo y las leyendas necesarias

“El general Quiroga va en coche al muere…
¡Ir en coche a la muerte, qué cosa más oronda!
El general Quiroga quiso entrar en la sombra
llevando seis o siete degollados de escolta.”

Así describe Jorge Luis Borges en un poema la barbarie que azotó nuestra historia, hechos de facones que recorren lentamente el cuello del vencido, de fusilados sin derecho a defenderse, “de ánimas en pena de hombres y caballos”.
Probablemente Borges escuchó estas historias salvajes de boca de sus parientes, los Lafinur, los Suárez, que fueron testigos, víctimas y también actores de las retaliaciones impuestas por los vencedores. “¡VAE VICTIS! (ay de los vencidos)”, decían los romanos, que mucho sabían de las prerrogativas de los vencedores.
El general Manuel Isidoro Suárez fue el sable vengador de una espada sin cabeza. Siguiendo las instrucciones de Lavalle se impuso a sangre y fuego en el interior de Buenos Aires y, cuando a los decembristas la suerte les fue esquiva, buscó refugio en Montevideo, donde la muerte "le llegó sin postillón”.
El héroe de Ayacucho pidió ser enterrado junto a su amigo José Olavarría en el Cementerio Central de Montevideo. El tiempo confundió a esta amistad póstuma convertida en ceniza. Cuando repatriaron los restos de Suárez no los pudieron separar de los huesos de su amigo y fue así como volvieron juntos en una urna en la que se entrecruzan sus nombres y sus cansadas glorias, allí en la bóveda Lafinur del Cementerio de la Recoleta.
A escasos cien metros de allí descansa otro grande de la historia argentina que quizás fue la antípoda de Suárez, aunque hoy, y en un cementerio, esas distancias se reducen a polvo (polvo que alguna vez también fue espasmo).
La fallida Revolución de Lavalle y el fusilamiento de Dorrego encendieron los odios hasta entonces latentes. Del otro lado del país se alzaron las figuras de dos generales: Quiroga y Aldao (este último un apóstata amancebado con varias mujeres; ya que iba a pecar y su alma estaba condenada, al menos lo haría a lo grande).
Quiroga y Aldao no pudieron contra la astucia del Manco Paz que una y otra vez apabulló con danzas y contradanzas estratégicas a los jefes federales. Aldao cayó preso y fue paseado sobre un caballo flaco por las calles de Córdoba, y aunque se burlaban del vencido, él gritó a la multitud: “¡También le he dado a la patria días de gloria!”. Así fue en Guardia Vieja, Chacabuco, Maipú, Lima. ¿Quién de los presentes podría asegurar haber servido mejor a la frágil Argentina?
Quiroga pudo escapar y dirigió sus pasos a Buenos Aires, donde Rosas habría de cobijarlo, pero seguramente le enrostraría alguna recriminación. Sin embargo, no fue así, y para su sorpresa fue recibido como un César triunfal, pues las noticias porteñas mentían descaradamente que Facundo Quiroga había vencido al general Paz.
Confundido por esta estrategia comunicacional que se adelantaba 150 años a las fake news, trató de aclarar que no había sido así, pero era inútil desmentir las leyendas que están hechas para exaltar la imaginación de la gente que cree lo que quiere y le conviene.
Y Quiroga se convirtió en un general victorioso y enormemente rico porque era dueño de la mina de plata de Famatina. Los riojanos de plata que circulaban como moneda corriente eran acuñados por el mismo Quiroga.
El general dejó las asperezas de la vida militar por los encantos porteños que incluían saraos, largas noches de juegos y, cuando podía, alternaba con vistosas señoritas que se rendían a su encanto. Entre ellas se encontraba la sobrina del que había sido su socio en la compleja empresa de las minas de Famatina, Bernardino Rivadavia.
Pero resulta que el tigre de los Llanos, como lo llamaban a Facundo, ya no gruñía como antes. La artritis reumatoidea lo había limitado a esos mullidos sillones porteños. Ya no era el aguerrido general que enarbolaba las banderas de “Religión o Muerte”, a pesar de estar secundado por un cura apóstata. Ya no podía cabalgar en su legendario moro con quien, decían sus soldados, hablaba antes de las batallas trenzando su estrategia.
No, el tigre se había reducido a una mueca atroz y ya no hablaba de guerras, sino de constitución. Facundo, a quien Sarmiento había consagrado como la antípoda de la civilización, ahora hablaba de organización nacional y de República. Estos temas irritaban a Don Juan Manuel de Rosas, que parecía estar muy cómodo dejando a cada provincia a su suerte, apenas unidas por la representación ante el mundo que cada año delegaban en él.
Cuando el conflicto con la Confederación boliviana se exacerbó y había que organizar a las provincias del norte, Don Juan Manuel pensó inmediatamente en la popularidad intacta de Quiroga y lo invitó a ser su mediador en el conflicto. Como su artritis reumatoidea no le permitía montar, Rosas dispuso de un carruaje para que el general y su secretario, el doctor José Santos Ortiz, viajasen cómodamente.
Antes de partir ya varios le habían advertido a Quiroga sobre las intenciones criminales de los hermanos Reinafé, con los que mantenía una tortuosa relación desde hacía años. Pero eso no podía amedrentar al tigre de los Llanos y así fue tras su destino en carroza.
Al transitar por Barranca Yaco, una partida les salió al cruce. “¿Quién manda?”, alcanzó a exclamar Facundo cuando un tiro del capitán Santos Pérez le atravesó el ojo izquierdo y así terminó sus días en este mundo.
Prolijamente degollaron a todos los presentes, incluido un joven postillón, y al mismo Santos Ortiz. Los cuerpos fueron hallados al día siguiente y conducidos a la Iglesia de Sinsacate. Días más tarde fueron llevados a la catedral de Córdoba, desde donde fueron trasladados a Buenos Aires por pedido de la viuda y enterrados en el cementerio de la Recoleta, bajo uno de los primeros monumentos mortuorios de la ciudad, obra del escultor Tartardini, un amigo del yerno del general, el barón Demarchi.
Una figura como la de Quiroga no podía dejar de crear rumores y leyendas a su alrededor. ¿Quién había asesinado al general? ¿Habían sido los Reinafé? ¿O el mismísimo Rosas instigó al magnicidio, como gritó uno de los hermanos antes de ser ajusticiado?
Muerto Quiroga se comenzó a rumorear que, siguiendo una antigua costumbre castellana, el general había sido enterrado de pie para presentarse de tal forma ante el Creador. La historia pasó de generación en generación hasta que el arquitecto Daniel Schavelzon, de larga trayectoria como arqueólogo urbano, me comentó que al entrar a la bóveda Quiroga no halló ningún féretro de pie. Tampoco había un ataúd con el nombre de Facundo Quiroga, pero existía una pared sospechosa: una estructura asimétrica en una construcción del siglo XIX.
Con la anuencia de la familia se nos permitió, en el año 2007, a Schavelzon, Patricia Frazzi, Jorge Alfonsín y al que suscribe, hacer un orificio en dicho muro y, a través de ese agujero, pudimos ver un ataúd de bronce. ¿Por qué lo habían escondido? ¿Por qué lo habían enterrado de pie? ¿Por qué la familia se habría resistido a que el cuerpo de Quiroga fuese conducido a La Rioja?
Esto y muchas cosas más no se sabrán porque la familia impidió abrir el ataúd. No pudimos confirmar que se trate de Quiroga (que hubiese sido fácil por el tiro en la órbita y los huesos carcomidos por el reuma, además del obligado ADN).
Lo cierto es que como nación y como personas necesitamos las leyendas, necesitamos estereotipos, necesitamos el folklore, necesitamos historias como las de Facundo que se convierten en metáforas. ¿Era Quiroga el símbolo de la barbarie? Dicen que el mismo Sarmiento se paró frente a su tumba y se excusó por las exageraciones brotadas de su pluma para plantear una disyuntiva que, como toda propuesta extrema, es medio verdad y medio mentira.
Pero nuestro cerebro no está hecho para saber la verdad ni distinguir la belleza, salvo que nos ayude a sobrevivir. Es el mecanismo adaptativo que prima entre nuestras neuronas; es todo aquello que nos ayude a sobrevivir, sea verdad o mentira, bello o espantoso.
Lo cierto es que Quiroga ya no espera de pie presentarse ante el Creador, porque ahora yace horizontal como los demás mortales, en su eterno camino al muere en un coche por uno de esos polvorientos caminos de la patria y sus historias.