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¿Existe un cisne negro en el sector del agua?
Por Gonzalo Meschengieser *
El agua tiene una doble condición fascinante: es pura y cristalina, pero a la vez frágil y vulnerable. Basta con una mínima alteración para que deje de ser apta para el consumo humano o para que su disponibilidad se vea comprometida. A diferencia de otros bienes, su carácter vital la convierte en un recurso estratégico y, al mismo tiempo, en un punto débil de nuestras sociedades. Así como puede fluir con transparencia, también puede convertirse en blanco de ataques terroristas, víctima de una sequía prolongada o sufrir daños colaterales por fenómenos que, a simple vista, parecen ajenos, como la tala del Amazonas y la alteración de los “ríos voladores” que impactan en la bajante del Paraná.
En el mundo de la economía y de la política, se ha popularizado el concepto de “cisne negro”: esos eventos altamente improbables, de gran impacto y que, una vez ocurridos, parecen haber sido previsibles. La pandemia de Covid-19 fue uno de ellos. Nadie había imaginado que el alcohol en gel se transformaría en un insumo de primera necesidad a nivel global, ni que las mascarillas marcarían la vida cotidiana durante años. Algo similar ocurrió con la expansión del dengue en Sudamérica, que convirtió a los repelentes en bienes escasos y estratégicos. Estos ejemplos muestran cómo un evento inesperado puede alterar, de un día para el otro, la dinámica de sectores enteros.
El agua no es ajena a estos cisnes negros. Existen episodios que alteraron el abastecimiento sin que estuvieran en el radar de las autoridades o la población. Algunas veces son sequías históricas, como la que afectó a Ciudad del Cabo en 2018 y que puso a millones de personas al borde del “día cero” o la reciente en Montevideo, cuando abrir la canilla ya no garantizaba el acceso al agua. Otras veces, son contaminaciones silenciosas, que se vuelven visibles sólo cuando se las busca. El caso del río York en el Reino Unido, donde los estudios del científico Alistair Boxall descubrieron niveles inesperados de antibióticos y fármacos, es un ejemplo claro: contaminantes invisibles, pero con consecuencias a largo plazo sobre la salud humana y los ecosistemas.
En Argentina también convivimos con situaciones que podrían catalogarse como cisnes negros hídricos. La prolongada bajante del río Paraná no solo afectó la navegación y el comercio exterior, sino que alteró la vida de comunidades ribereñas y la disponibilidad de agua en varias ciudades. Episodios de contaminación por salmonella en redes de distribución urbana, aunque poco difundidos, interfirieron en la seguridad del abastecimiento. Estos casos nos recuerdan que el agua no está exenta de riesgos sorpresivos, aunque muchas veces ocurran bajo el radar mediático.
El problema no es solo la ocurrencia de estos hechos, sino nuestra baja preparación para enfrentarlos. Pocas veces los planes de contingencia contemplan escenarios extremos o encadenamientos globales. La deforestación en un país vecino puede terminar afectando la provisión en el nuestro; una sequía puede derivar en crisis energética y alimentaria; un ataque intencional a una planta potabilizadora podría paralizar a una ciudad entera. En un mundo hiperconectado, los impactos viajan rápido y se multiplican.
La pregunta, entonces, no es si habrá un cisne negro en el sector del agua, sino cuándo. Y, sobre todo, si estaremos preparados para enfrentarlo. La lección de los últimos años es clara: los riesgos inesperados existen y, en el caso del agua, su costo es demasiado alto como para ignorarlos. Anticipar, monitorear y diseñar respuestas rápidas no es un lujo, es una necesidad urgente para proteger el recurso más esencial que tenemos.
* Médico sanitarista, MN 117.793. CEO de la Cámara Argentina del Agua.