“Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo." Friedrich Nietzsche
Vivimos en sociedades cada vez más frágiles, donde la intolerancia a cualquier indicio de malestar se ha vuelto epidémica, hay que eliminar todo potencial displacer. Todo lo que no provoca placer inmediato, y efímero claro, parece ofender, irritar o explotar.
En un mundo hipersensible, todo molesta, nada debe ni puede en realidad, ser afrontado con alguna fortaleza. Se reacciona con agresividad ante el mínimo roce, no se tolera ninguna respuesta que no confirme la propia. La susceptibilidad está entronizada mientras se cantan loas a la resiliencia.
Lo vemos todos los días en la calle, en los medios, y en especial en las redes sociales: una humanidad hiperreactiva y profundamente desvinculada de sus recursos interiores. El estrés ya no es simplemente una reacción fisiológica o emocional, útil y necesaria, ante una amenaza. Es distrés, es trauma incluso. Se ha transformado en un síntoma cultural.
En lugar de ser una señal adaptativa, aquella que nos permitía desde el inicio de la humanidad sobrevivir, hoy es el espejo de una civilización desorientada y que no logra nunca el estadio de la madurez.
Mientras en ese mundo hedónico en el que el placer es virtud, los indicadores de salud mental muestran un incremento alarmante en trastornos de ansiedad, depresión, burnout, adicciones y hasta suicidios.
Extrañamente, esto ocurre en una época en la cual nunca hubo tantos recursos terapéuticos, talleres de mindfulness, medicaciones disponibles, discursos motivacionales, gurúes de autoayuda, videos de triunfadores varios…
Se impone entonces la pregunta más relativa a lo social, a la cultura de la época, que al individuo: ¿Cómo puede ser que, teniendo todo esto, estemos tan mal? ¿cómo siendo más libres, más cómodos y con más acceso a la información que nunca, vivamos atrapados en una espiral de estrés, ansiedad y violencia? La incómoda respuesta, podría ser más profunda de lo que se busca en la omnipresente difusión de las enfermedades mentales por parte de los medios y es la pérdida progresiva del sentido: cuando la vida se queda sin un “para qué”, todo malestar se vuelve intolerable, todo roce insoportable, y todo otro (esto es inquietante), un enemigo.
Como escribió Sartre en Huis clos: “L'enfer, c'est les autres”.
Hoy, el infierno no es tanto el otro en sí, sino la imposibilidad de tolerar lo que el otro representa: límite, espejo, diferencia o quizás más grave, mirada.
Como bien afirmó Viktor Frankl, el malestar del hombre moderno no es una neurosis, por sobrecarga, sino una "neurosis noógena": una crisis de sentido.
No se sufre tanto por lo que ocurre, sino por no encontrarle un sentido a lo que ocurre.
El filósofo Byung-Chul Han lo expresó de una manera muy clara: vivimos en la sociedad del cansancio. Ya no nos explota el sistema, nos auto explotamos. Queremos y debemos estar en todo, llegar a todo, y estar bien todo el tiempo.
“Hay que” ser/estar productivos, felices, eficientes y saludables.
Pero detrás de ese mandato de bienestar se oculta la huida de la una enorme carga de angustia e insatisfacción que el mandato genera.
La paradoja es evidente: cuanto más se nos exige estar bien, peor nos sentimos.
Así, inevitablemente, llegamos al estadio actual donde la emoción es patología a combatir, tapar o huir de ella. Se ha patologizado la tristeza, se ha medicalizado la frustración, se ha convertido el duelo en enfermedad.
Ya no hay espacio para las crisis como ritual de pasaje transformador, la incomodidad como escalón al crecimiento es considerada un masoquismo inútil y absurdo.
En esta lógica perversa, incluso el estrés ha adquirido blasones. Se presume de estar "estresado" como quien muestra una medalla de actividad.
El estrés se vuelve status: de la isma manera que en algunas épocas de la humanidad la obesidad implicaba opulencia, el estrés es señal de importancia social.
Pero ese brillo que lucha por imponerse al de los demás, cuál sería la posibilidad de deslumbrar si no, encubre el vacío de no saber para qué se vive esa carrera.
Nos llenamos de tareas, pero no de razones. El hombre desciende de Sísifo definitivamente.
La paradoja de la hipersensibilidad emocional queda asociada con una hiperagresividad narcisista.
Las redes sociales, los discursos políticos y las relaciones cotidianas reflejan esta contradicción: se insulta con furia, pero no se tolera la mínima crítica; se exige justicia, pero se responde con escarnio; se invoca la libertad, pero se actúa desde una impulsividad y puerilidad de un autócrata autoritario narcisista.
Hay notorios ejemplos en los cuales figuras de trascendencia hacen del insulto y la descalificación su sello discursivo, pero que reaccionan con extrema irritación y victimismo ante cualquier cuestionamiento, incluso el más mesurado.
Vocifera, ataca, responde con violencia verbal y gestual, pero no tolera la crítica ni el disenso.
Esta dinámica no es una anomalía, sino el reflejo exacto del modo en que el estrés ha mutado en nuestras sociedades: de una señal adaptativa a un modo de vida disfuncional, en el que mi existencia depende del sometimiento del otro y del medio, lamentablemente la piedra cae y caerá, y la realidad se impone así como el malestar inevitable.
Esta actitud, lejos de ser casos aislados, se replica en líderes, ciudadanos, y hasta en vínculos familiares.
Nadie quiere escuchar otra cosa que su propio eco, pero en la reverberación vociferan para callarlo.
La solución no pasa por apagar las emociones ni por adoptar una pose zen de superficial o técnicas de un video mágico.
La salida es mucho más profunda: requiere reconectar con un sentido, incluso en medio del caos.
La resiliencia no es evitar el dolor, sino dotarlo de un nuevo relato.
Un relato que le dé sentido, que nos integre con el medio y los otros, con nuestra vida, la real no la ficcional, que nos devuelva coherencia, que nos reubique en la trama del mundo.