Ciencia y Salud

¿Era loca, Juana la Loca?

El 6 de noviembre de 1479 nacía Juana I de Castilla, más conocida como Juana “la Loca”.
No hubo muchos monarcas en la historia que mereciesen tal apodo. Carlos VI de Francia, Jorge III de Inglaterra y Luis II de Baviera fueron también llamados locos… y, obviamente, Juana, la hija de los Reyes Católicos, la desolada esposa de Felipe de Austria, duque de Borgoña, Brabante y conde de Flandes, a quien se le dio el feliz apelativo de “el Hermoso”.
No le faltaron pretendientes a Juana: tanto los Valois en Francia como los Estuardo en Escocia pensaron tenerla como reina consorte. Pero sus padres consideraron que Felipe era mejor partido o, mejor dicho, que incorporar los Países Bajos a sus dominios era mejor negocio (y lo fue, porque en un momento dado, cuando España era el imperio donde nunca se ponía el sol, este pequeño territorio aportaba hasta un 25% de los ingresos a la corona en poder de sus descendientes).
Allí mandaron a la joven adolescente, cultivada como una gran señora, ya que era inteligente y versada en lenguas romances propias de Iberia, además de francés y latín. Curiosamente, desde muy joven mostró un marcado escepticismo religioso y poca devoción por el culto católico, hecho que estremeció a su madre, tan defensora de la fe que expulsó a los judíos de sus reinos y conquistó tierras que por siglos estuvieron dominadas por el islam. Entonces, el cuestionamiento de “la verdadera fe” era considerado un signo de desequilibrio mental. 
Como decíamos, hacia Flandes viajó la princesa en una flota de casi cien navíos que tenían la intención de impresionar a los nuevos parientes. Pero en una tormenta murieron casi 700 acompañantes de la futura reina.
Cuando Juana y Felipe se vieron por primera vez, se produjo algo impensado: tan grata fue la impresión de ambos al conocerse que exigieron adelantar la ceremonia religiosa a fin de intimar a la brevedad. ¿Acaso era este otro signo de locura? 
A pesar del fervoroso amor que Juana sentía por su cónyuge, Felipe no la retribuía con fidelidad. Este jamás se negaba a los placeres que se cruzaban en su camino. Al parecer, la asiduidad amatoria de su fogosa esposa no satisfacía la sensualidad del príncipe, que volcaba su deseo en distintas favoritas.
Este despecho de Juana se traducía en ataques de celos que no se limitaban a recriminaciones o desaires, sino que terminaban en agresiones físicas contra las amantes de su esposo.
Como lo amaba locamente (valga la redundancia), lo seguía a Felipe a sol y sombra. De hecho, el alumbramiento de su segundo hijo, quien llegaría a ser Carlos I de España y V de Alemania, se produjo durante una fiesta en el palacio de Gantes. Juana había asistido, a pesar de su adelantada gravidez, para cuidar a su marido de tentaciones mundanas. Allí nació el niño en un retrete. Desde entonces, algunos autores que no sentían simpatía por Carlos sostenían que este había nacido y había vivido “entre mierda”…
A pesar de tantos conflictos –o mejor dijo, por las reconciliaciones que se sucedían–, la pareja procreó seis hijos. 
Isabel la Católica murió en Medina del Campo en 1504, cuando ya asomaba el imperio descubierto por un navegante genovés. Juana fue nombrada sucesora de su madre y volvió a su terruño junto al insaciable Felipe, que ahora agregaba la corona de Castilla a sus títulos. 
Y “el Hermoso” estaba dispuesto a gobernar sin escuchar ni a su esposa ni a su suegro.
Apenas había pasado un año de la coronación, cuando después de un partido de pelota Felipe falleció en extrañas circunstancias. ¿Pudo un vaso de agua helada acabar con sus sueños reales, o acaso" algo" tenían esas aguas? Lo único cierto es que Juana quedó desconsolada. Para colmo, sobre Burgos –la cuidad donde había fallecido su amado esposo– se cernía la amenaza de la peste. 
Sin lagrimas que derramar ni tiempo que perder, Juana comenzó un periplo trágico. Con el ataúd de su marido a cuestas, vagó sin destino por sus tierras.
Los testimonios de esa corte ambulante coinciden en que hizo abrir este ataúd en más de una oportunidad. La primera vez fue para enviar el corazón de Felipe a su Flandes natal, siguiendo una larga tradición entre los monarcas.
Algunos testigos dicen que Juana rasgó sus vestiduras antes de besar el frío cuerpo de su marido; otros, que solo contempló el cuerpo inerte sin derramar lágrima alguna.
El cortejo avanzó bajo la oscilante luz de las antorchas, ya que marchaba solo de noche, pues en opinión de la reina “no era propio de una mujer honesta, después de haber perdido a su marido, andar a la luz del día”. Y, ¿quién iba a contradecir a la reina?
En este trayecto, pleno de dolor y privaciones, Juana dio a luz a Catalina, su sexta hija. Fernando el Católico, alarmado por estos acontecimientos, fue en busca de su hija para imponer algo de cordura. Juana lo abrazó emocionada, él venía a rescatarla… ¿o acaso a desplazarla del trono porque no la veía en condiciones de reinar? 
Afincada en Santa María del Campo, Juana y sus dos hijos menores pasaron nueves meses allí. Fernando tomó las riendas del gobierno, pues Juana se mostraba distante e inactiva, al borde de la abulia. Ni siquiera asistía a las misas cotidianas que se rezaban por el alma de su difunto esposo.
En 1509, Juana fue trasladaba a Tordesillas, y el cuerpo de su marido al convento de Santa Clara, que ella podía contemplar desde su claustro.
Fue entonces cuando la separaron de su hija Catalina para casarla con un príncipe europeo a fin de trazar esas alianzas propias de las monarquías. “¿Me vais a sacar lo único que tengo?”, exclamó indignada... Y sola quedó Juana por los siguientes 47 años de su existencia.
Tanto su padre como su hijo Carlos sostuvieron que no estaba en condiciones de conducir los asuntos públicos del imperio, donde no todos estaban contentos ni compartían la política oficial. Durante la revuelta de los Comuneros, estos la consideraron la verdadera reina de España e intentaron liberarla para devolverle el trono, pero Juana, con desconcertante lucidez, rechazó la propuesta. 
Muchos cabecillas comuneros fueron decapitados y otros huyeron a América, donde transmitieron este proto-socialismo que influyó en el espíritu de las colonias. Incluso José Gervasio Artigas buscó reivindicarlo, distribuyendo tierras confiscadas a los españoles entre los criollos menos pudientes. 
Juana murió en 1555. Hasta el final, algunos opinaron que estaba endemoniada, otros que estaba enajenada y algunos que había sido víctima de una lucha de poderes.
Por fin, Juana se reunió con los restos de su marido, los mismo a los que había acompañado por la estepa castellana, alimentando la leyenda de su locura.
¿Fue víctima de las presiones políticas de la época? ¿Acaso su padre y después su hijo Carlos pretendían alejarla del trono? Su madre, Isabel la Católica, había demostrado ser una reina juiciosa que logró la unión de España. ¿Por qué no podría haber sido Juana una monarca que condujera los destinos de lo que ya entonces parecía el imperio más extenso de la historia? 
Son varios los diagnósticos que se barajaron. Se habló de que Juana padecía una depresión heredada de su abuela portuguesa o una psicosis maníaco-depresiva. Pero, en mi opinión, que no necesariamente es la verdad, Juana padeció una esquizofrenia hebefrénica (según la clasificación de Kraepelin), afección que comienza en la adolescencia y evoluciona a un deterioro cognitivo.
Como hemos visto, sus conductas preocupaban a su madre (que tenía cuidado de no revelarlas porque hubiese espantado a sus pretendientes). Los celos al borde de la patología, la obsesión por no separarse de su marido, el duro golpe de su muerte y su posterior traslado sin rumbo… todo sirvió para alimentar el apodo de “la Loca”.
A su amor desmedido le atribuyeron tintes de necrofilia pero los autores románticos idealizaron este afecto más allá de los cánones y la cordura.
Su periplo trágico se inmortalizó en pinturas como las de Steuben y Lorenzo Vallés, en novelas y obras de teatro como las de Benito Pérez Galdós -un escritor bien versado en historia-, y en películas y series televisivas.
Incluso los médicos han debatido los posibles diagnósticos basados en crónicas de la época. Recomiendo la lectura del capítulo sobre Juana escrito por el profesor Vallejo-Nájera en su libro ‘Locos egregios’. 
Como en toda historia, es difícil separar la verdad del mito. La más de las veces se agranda la fantasía y se dejan de lado los documentos, tediosos y difíciles de encontrar e interpretar.
Hoy día, Juana y Felipe, junto a Isabel y Fernando, yacen lado a lado con un perro a sus pies, siguiendo una antigua tradición funeraria que remite al cancerbero, a fin de guiarlos por los tenebrosos caminos de la muerte hacia a la paz y la armonía que la vida les negó.