Cultura
El rincón del historiador

En memoria de Omar Vignole

En el documentado artículo del historiador Roberto L. Elissalde (A 50 años de su muerte, una historia de Pablo Neruda en Buenos Aires) publicado en La Prensa el 22 de septiembre, el autor recuerda aquello que extensamente en sus memorias, Confieso que he vivido, anotó el chileno sobre , o Viñole, como firmó alguna de sus libros.

Pero el nombrado fue más que un personaje pintoresco, curioso y la suerte de enfant terrible de las letras y el pensamiento nativos que pinta Neruda. Con enorme talento, conocimientos múltiples y vocaciones que iban de la poesía a la escultura pasando por el ejercicio de la ensayística de alto vuelo, escandalizó al mandarinato cultural de la época, de lo que resultó el silencio impuesto sobre su labor por esa misma cultura oficial. Prueba de ello lo anotado con razón por Ernesto Goldar: “Vignole publicó 43 libros pero su nombre no figura en ninguna antología literaria”.

En su volumen Mi disconformismo filosófico, que editó Claridad, dedicó a Natalio Botana y epilogó con una serie de pensamientos aforísticos que él llamó Viñoleanas, anticipos se nos ocurre del subgénero -en este caso de risueño optimismo- de las Albinísimas del inolvidable Albino Gómez que durante tanto tiempo leímos en este diario, se revela Vignole reticente a aceptar la eudaimonía aristotélica. Con su axioma “la felicidad no existe”, rebatió al estagirita y en tanto lector de Shopenhauer y seducido por su pesimismo, afirmó que “la vida es un acto de voluntad”.

En las páginas de esa obra se muestra bastante escéptico de las instituciones, de la ciencia pudiendo eludir la deformación profesional de su propia carrera universitaria de veterinario, del arte como consagración de errores, del progreso sin espíritu. O mejor todavía se autorretrata como un activo descreído de ciertos dogmas laicos y valores del orden establecido e impuesto a fuerza de armas y oro.

HERMANA VACA

En los hechos llegó más lejos y llevó a su Hermana Vaca como franciscanamente llamaba al animal de su escandalosa compañía, a rumiar en 1936 al Congreso de la Nación, que entendía un rejunte plutocrático. Lo de su vaca representaba de lleno una burla a la oligarquía vacuna que hubiera hecho sonreír a Sarmiento, quien con su “¡alambren, bárbaros!” mostró que no empleaba solamente la expresión para los gauchos. Claro está, Vignole amaba de veras a su animal y no a sus libras de carne a cotizar en los mercados británicos.

Católico, inconformista a todo trance, más que ascético, místico, reivindicó a lo Kierkeegard cierto estado de desesperación humana frente al misterio y a Dios: “En la esfera de la duda es cuando el hombre denota detalladamente la virtud de creer.”

Hay algo extraño en este gran negador de razones y de sinrazones que se ufanó de haber “tocado las campanas del escándalo porque tengo algo que decir en este siglo, a pesar de que todo está en la Biblia”. Algo insólito sugiere el hombre que miraba con desconfianza a un buen número de sus conciudadanos, hasta ponerse a practicar y competir en torneos de lucha libre, tal vez para ejercitar sus puños y su físico por si las moscas y que desengañado de la especie terrícola, dedicó otro de sus libros Conversaciones con la vaca “a los cuarenta mil hijos de puta que me silbaban y pedían mi muerte en el Luna Park la noche del 24 de febrero”.

COMO TABANO

Lo genial a reconocerle es que empleó el humor, amargo si se quiere, para impulsar actos de contrición colectiva a partir de su particularísima puesta en escena del castigat ridendo mores.

Se debía sentir como Sócrates otro tábano sobre la ciudad, en su caso no montando un noble caballo igual que el ateniense, sino junto a su legendaria vaca, para despertar de la somnolencia burguesa a tantos. Trató y mucho al procerato de la época, a buen número de figurones locales y a su tan ridiculizada membresía del Jockey Club. De idiosincrasia nihilista y en nada inclinada a la numerología interesada de las derechas capitalistas, no podía dejar de sentirse afín con las actitudes románticas y mosqueteriles de Alfredo Palacios.

Denunciante sin protección y testigo privilegiado de la Década Infame según la denominó José Luis Torres, Vignole llegó al siguiente decenio lo más lejos que pudo en sus reclamos de nacionalismo popular y justicia social y adhirió fervoroso al peronismo.

EN LA ESCUELA ARGENTINA DE PERIODISMO

Esa adscripción política le permitió estrechar lazos con el grupo fundador, en 1953, de la Escuela Argentina de Periodismo de la ciudad de Buenos Aires, creada a iniciativa del Sindicato Argentino de Prensa. Quizá la segunda nacida en el país para formar profesionales de la actividad, ya que la primera del mismo nombre –desde 1988 convertida en Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata- nació allí en 1934 fundada por don Manuel Eliçabe.

Como bien expresa en su nota Roberto L. Elissalde, aquella porteña Escuela Argentina de Periodismo en la que actuó Vignole como profesor de oratoria, funcionó en sus primeros tiempos en la sede del Instituto Libre de Segunda Enseñanza, en la calle Libertad 555; y ello debido a las gestiones realizadas por dos de sus iniciales docentes -Tomás de Lara y Carlos Gregorio Romero Sosa-, quienes solicitaron el préstamo en horario nocturno de algunas de sus aulas al entonces rector de la casa, el filósofo Coriolano Alberini a cargo del ILCE desde 1921 -cuando sustituyó a Ildefonso Ramos Mejía- hasta 1954. Poco más tarde, la institución inaugurada el 24 de junio de 1953 por el presidente Perón con una clase magistral suya impartida en el Aula Magna de la Facultad de Derecho de la UBA, se mudó a la Avenida Rivadavia 2434, entre Matheu y Aberti, a pasos del viejo Teatro Marconi.

Vignole compartió los primeros años de la Escuela Argentina de Periodismo –de la que en sucesivas promociones egresaron, entre otros activos trabajadores en los medios, Samuel Gelblung, Vicente F. López, Romeo Roselli, Beatriz Minichillo, Ramiro Mata Arias o el poeta y novelista Sebastián Jorgi- con su rector y fundador, el etnógrafo y escritor santiagueño Carlos Abregú Virreira, con el cuentista y novelista Américo Barrios -seudónimo de Luis María Albamonte-, con Valentín Thiebaud, viejo militante de FORJA y cronista del viaje a Europa de Evita en 1947, con el historiador revisionista José María Rosa, con el pensador de la izquierda nacional Juan José Hernández Arregui, con los antes citados Tomás de Lara y Carlos Gregorio Romero Sosa y con el poeta Luis Alberto Murray. Algo después con el docente de lógica en la Facultad de Filosofía y Letras, Hermes Puyau, con el general de división Oscar A. Uriondo, con el genealogista Carlos T. de Pereira Lahitte, con Néstor Carlos Nogués, titular en la Escuela de la asignatura Etica Profesional y con una mujer de prensa hoy de culto que solía subir en ocasiones las escaleras de la casona de la calle Rivadavia para brindar clases magistrales al alumnado: era Vera Pichel, famosa en tiempos de la Resistencia Peronista, por el acto temerario de haber sacado escondida en su corpiño, según las bravas condiciones de la época, nada menos que la foto del Almirante Isaac Rojas recibiendo la medalla de la Lealtad Peronista, de lo que siguió la imparable distribución subterránea del documento que obraba en el archivo gráfico de La Prensa recién restituida a sus dueños. (Vera Pichel, activa publicista y defensora e historiadora de su género, publicó en 1968 Mi país y sus mujeres con prólogo de Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde).

PATRIADAS

En esas patriadas durante la Resistencia andaba también Omar Vignole siempre afecto a reivindicar a “los hombres que naufragan desorientados sin pan y sin trabajo”. A poco de los fusilamientos de junio de 1956, dio a conocer en el periódico Azul y Blanco de Marcelo Sánchez Sorondo, un poema a las víctimas de aquella tragedia.

Nacido en 1895 en General Villegas igual que décadas más tarde otro díscolo de su pago chico: Manuel Puig, falleció en Buenos Aires un 28 de julio de 1965. Al decir de Juan Jacobo Bajarlía en un artículo que dedicó a su memoria en La Prensa el domingo 20 de agosto de 1995, “murió jugándose a cara o cruz con el disconformismo”.