Cultura
Ecos de los setenta

El juez inicuo


La parábola del juez inicuo y la viuda que presenta el Evangelio del domingo último (Lc 18, 1-8) se sirve de una desdicha terrenal evidente, visible para cualquiera y, por desgracia, cotidiana en nuestro país.
La impavidez de aquel magistrado que se niega a hacer justicia pese al insistente ruego de la viuda es la misma que hoy se observa en los jueces argentinos que tienen en sus manos la vida de civiles, policías y militares encerrados desde hace largos años bajo cargos que, sin distinción, les imputan haber cometido en los años setenta.

El cabo Julio Flores puede dar cuenta de eso. Le imputan haber sido a los 19 años autor de delitos de lesa humanidad en un lugar en el que insiste que nunca estuvo, y sin embargo lleva diez años explicándolo tras las rejas sin ser escuchado, recorriendo desde tribunales inferiores hasta tribunales de alzada. Las imputaciones en su contra son un enredo, los testimonios parecen aludir a otras personas, pero se las dio por probatorias.
Esa impavidez de los jueces es propia de quien sabe que nadie le reprochará su conducta. No es un misterio que la versión canónica sobre lo sucedido en los años setenta es, en esencia, la historia contada por Montoneros. Una historia que hicieron suya tanto el Estado como los medios y la industria cultural, que la impusieron por la fuerza. Esa versión, hoy aceptada por todos, empezó por denunciar “actos” inhumanos y sórdidos en el bando contrarrevolucionario de esa guerra -nunca en el bando revolucionario-, para luego calificar a ese accionar como “sistemático”, hasta que la identificación de todo imputado como “inhumano” decantó sola. Esa desfiguración del imputado, ese despojo tácito de su condición humana -como el que se aplicaba a los negros y hoy a los fetos- es lo que permite al sistema judicial hacer luego con ellos lo que le venga en gana.

Así, por ejemplo, ya no hace falta condenarlos: la mera imputación es hoy una condena anticipada y habilita a mantenerlos en prisión cuanto apetezca. Hay más de 500 detenidos que arrastran prisiones preventivas promedio de casi 10 años, con extremos que llegan hasta los 16.
El último fallo de la Corte Suprema conocido el jueves se propone corregir al menos este último despropósito, al exhortar a los jueces a justificar con indicios concretos esos encierros provisorios que recaen sobre todo en militares ancianos y con graves problemas de salud. La Corte les está reclamando ser restrictivos a la hora de extender estas preventivas. Implícitamente, está admitiendo que hay aquí una injusticia grande.
El fallo de la Corte es, por tanto, un paso en la buena dirección. Pero es muy insuficiente. Porque aún falta responder por qué el sistema persigue judicialmente a solo un bando de aquella guerra, por qué los presume culpables en lugar de inocentes y lo hace solo con ellos, y por qué operó un desmonte selectivo del Estado de Derecho para garantizar que sólo estos terminen presos.

PURA CONVENCION
¿Puede creerse que eso es buscar la verdad? ¿Cómo es posible que todo esto suceda? ¿Es eso justo? Los especialistas en filosofía del derecho hablan de una ruptura en el pensamiento jurídico que parece estar en el fondo de las cosas. Ellos dicen que la moderna concepción de la justicia -a diferencia de la concepción clásica, que estaba ligada a la existencia de un orden preexistente- se basa hoy, en cambio, en puros formalismos o convenciones, que es lo que se aprecia en la Argentina con toda nitidez.
La explicación que dan es que la vieja idea de que hay que ser esclavos de la ley para ser libres -esclavos de la ley natural, se entiende-, fue llevada a su mera aplicación positivista. Y así la justicia terminó siendo lo que dice la ley positiva; y la ley, lo que se antoja a las mayorías, incluso -como aquí- con aplicación retroactiva. Es decir, la justicia, despojada de la búsqueda de la verdad y el bien, pasó a ser lo que es conveniente o políticamente correcto.

El argumento de las organizaciones de derechos humanos que operan en nuestro suelo, y el del propio Lorenzetti, apuntan a eso. Sostienen que estos juicios surgen de “un consenso”. Una visión utilitarista de la justicia, hipócrita, que la transforma en una herramienta del poder.
Para lograrlo, aquí el sistema judicial fue colonizado durante el kirchnerismo -mediante purgas, aprietes e intimidaciones- precisamente para que fuera una herramienta del poder. Un poder que pudo así consolidar esa moral social establecida. El sistema hizo de esta injusticia una falsa justicia sostenida por la ley y el poder. Y los fallos de justicia fueron usados como certificación de veracidad del “relato” histórico.
No es extraño que la parábola citada al comienzo dijera que el juez “ni temía a Dios ni respetaba a los hombres”. De lo uno se sigue lo otro. Y aquí la malicia y la falta de compasión es evidente.Las denuncias se acumulan: inversión de la carga de la prueba para que todos sean sospechados de culpabilidad, denegación de derechos y garantías básicos, desestimación de pruebas de inocencia, validación de testigos falsos y testimonios contradictorios, retención discrecional en la cárcel. Pero la impavidez continúa.

Seguros del blindaje con que cuentan, los jueces no se muestran dispuestos a revisar su conducta, a diferencia del juez inicuo del Evangelio. Lo que no pueden hacer es convencer a los demás de que, a esta falsificación, se la llame justicia.