”No hay hombre, por sabio que sea, que no haya en algún momento de su juventud, llevado una vida cuyo recuerdo le resulte desagradable y que desearía ver borrada.” Marcel Proust, ‘À l’ombre des jeunes filles en fleurs’, en ‘À la recherche du temps perdu’
Más allá de los hechos que marcan la vida de las personas y también de las sociedades, a veces se organiza la existencia, la vida entera alrededor de los recuerdos dolorosos, atesorados casi cálidamente. Cuando las heridas psicológicas, reales o percibidas como tales se convierten en identidad, no solo se empobrece la biografía individual, sino que también se deforma la vida social y política de un grupo o sociedad.
A veces una escena casi banal nos muestra algo enormemente significativo. Un encuentro con antiguos compañeros o colegas, despierta respuestas y recuerdos que parecen una vuelta a un pasado tan lejano como doloroso. También puede ser el recuerdo de un episodio histórico, reciente o lejano, en una sociedad, frente al cual cada uno reconstruyó su propia imagen de esa sociedad. Vemos frente a un mismo evento, y vivencias, que el mismo ha sido procesado de diferentes maneras, tan diferentes que lo vuelven incomprensibles par otros, frente a la misma escena primaria. Sorprendentemente algunos parecen aferrados a una experiencia negativa que en lugar de haber sido procesada y hasta olvidada, constituye la razón existencial de ese individuo.
Así, incluso décadas después, hay decisiones que se toman en función de una mente adolescente, quizás por la época en la que ocurrieron esos agravios, heridas fantaseadas o reales que quedaron congeladas en el tiempo. Incluso aun en etapas posteriores caemos en una adolescencia, en un
puer eternus, por el detenimiento evolutivo que representan. El dato, en apariencia menor, revela algo profundo: no se trata solo de que haya heridas; se trata de que muchas personas han hecho de esas heridas el eje de su identidad, no como modo resiliente, sino doloroso. No viven con rencor; viven desde el rencor.
Es allí donde empieza el problema, no hablamos ya de emociones pasajeras, sino de una forma de estructuración de la personalidad y, por extensión, de la vida colectiva. Así la herida deja de ser episodio y se vuelve el esqueleto, razón y sentido, de la existencia. Cuando grandes grupos convergen en eso tenemos problemas como los que vemos hoy en las sociedades modernas, no se trata de patologías sino una forma de ser en el mundo.
Toda vida necesita un eje, un principio organizador. Para algunos, ese centro es una tarea: crear, estudiar, amar, construir una obra, proyectarse en una familia. Para otros, casi sin advertirlo, el centro se convierte en una herida guardada con mucha intensidad. Posiblemente la experiencia representó para el sujeto o el grupo algo traumático, pero con el tiempo, ese enunciado se invierte: ya no soy alguien que atravesó un hecho doloroso, sino que se trata de guardar la experiencia del malestar, del dolor, aun ya olvidando la razón. Ese dolor se va curando como una obra de arte en eterna construcción, o quizás una planta primorosamente cuidada, sin observar que se trata de una carnívora. Pero el rencor no solo ofrece un relato y una razón del mismo, también aporta una superioridad moral: yo era mejor, o tenía razón y no era comprendido, no se porque ese o eso son así etc. En algunos casos, especialmente en lo colectivo, funciona como coartada permanente: “siempre que algo fracasa, hay un culpable anterior”.
A pesar de su autojustificación, el precio de atesorar las emociones negativas es altísimo, ya que por ejemplo no hay posibilidad de evolucionar, cambiar de ideas, entender que eso negativo atesorado, debía abandonarse, ya que el individuo siente que si cambia se quiebra su eje. Perder el rencor es una pérdida a elaborar, dejar aquel que uno fue, un duelo que no podemos o queremos hacer. Esto inevitablemente es a costa de un presente colonizado por el pasado, un presente que ya no es algo vivo en crecimiento, y sanación eventualmente, sino una cicatriz que reclama su dolor, el mismo de hace décadas, tan lejanas que ya no importa si existió, o si fue construido. En los grupos y aún más las sociedades se transforma en un retorno eterno. Quizás cuesta entenderlo cuando nos preguntamos, “¿quién quiere estar mal?”, sin embargo, se ignora a la negatividad como capital simbólico, especialmente en las sociedades contemporáneas que muchas premian y estimulan la negatividad. Una muestra actual pueden ser las redes sociales o los medios en los cuales, el acuerdo, el disenso creativo, los puentes establecidos desde puntos divergentes ya aún opuestos, son considerados francamente aburridos y otorgan pocos likes o puntos de rating, en una conversación nada intérnate que alimente el rumor, y permita ser moneda de intercambio. Presentarse como víctima, aun sin necesidad de justificarlo o explicarlo siquiera, otorga, muchas veces, autoridad moral inmediata. A nivel social la no convergencia en ese odio, o apartamiento del otro, puede implicar una traición al grupo y el riesgo de ser uno mismo exilado y dejar de pertenecer. Aun sin entender las razones comparto esa emociono constitutiva de la identidad. Los griegos sabían los costos de exilio, y porque el Hubris debía ser así castigado. Quizás la relación Hubris y negatividad deba ser elaborada, a la luz de la salud mental social, colectiva.
Así, volvemos una y otra vez a nuestros odios antiguos como si fueran joyas familiares que hay que sacar del estuche, pulir y mostrar. El resentimiento deja de ser una carga y se convierte en una credencial identitaria. La paradoja es evidente: creemos estar honrando la memoria; en realidad, estamos reforzando una cárcel emocional.
Esto no es solo una experiencia actual entre un grupo de ex colegas, alumnos, un comité político, o una emisión en los medios. Hace dos mil años, en “De ira”, Séneca describe la rabia como una forma de locura, breve pero peligrosa. La fórmula repetida por los estoicos de una manera u otra se puede resumir en “que no hay nadie más torpe que un hombre gobernado por la ira”. La emoción intensa nos vuelve impulsivos, nos ciega, nos cristaliza en los agravios reales o imaginarios y especialmente en la rumiación interminable de nuestra represarías imaginarias. Séneca para explicar el sinsentido de la venganza recurre a una imagen tan simple como brutal: nadie devolvería una patada a una mula o una mordida a un perro.
Sin embargo, exactamente eso hacemos cuando respondemos al daño con un daño que consideramos justo, como si devolver el golpe fuera el único modo de reparar, como si la venganza fuese nuestro patrimonio que no puede o no permitiremos, nos sea expropiado. Habría que explicar la sabiduría no comprendida del “Ojo por ojo”, del código de Hammurabi.
Un conocido proverbio budista compara el odio con un carbón encendido sostenido en la mano para arrojárselo a otro: el primero en quemarse es quien lo agarra. El mensaje se repite en múltiples formas y lenguajes: las emociones negativas crónicas no nos protegen; nos consumen.
Más cercanamente, Bertrand Russell ante la pregunta de la BBC sobre qué consejo dejaría para las generaciones futuras, respondió con dos ideas: En el plano intelectual, buscar siempre los hechos, no los deseos ni las pasiones, pero quizás lo más llamativo en alguien como Russell fue lo que dijo respecto al plano moral, una frase tajante: “El amor es sabio; el odio es necio”, nada más. Tiempo después entendimos que el adusto Russell no hablaba de romanticismo, sino de supervivencia: en un mundo inevitablemente interdependiente, estructurarse alrededor del odio es un pésimo cálculo, tanto para las personas como para las sociedades. Estamos en una sociedad en la cual las emociones negativas han adquirido en la amplificación de los medios actuales, una magnitud tal que parece dar significado a las sociedades y a los individuos. La existencia no es con el otro, sino a expensas de él. Desconfiamos tanto de ser una parte indivisible del todo que creemos la única solución es establecer firmemente nuestra ilusión de separatividad.
La fortaleza creemos está en nuestra capacidad de establecer esos espacios de aislamiento. Sin embargo, en el fondo ansiamos enormemente ser parte de ese otro que es el conjunto social, sea un grupo, una sociedad o una patria, quizás simplemente ser parte de la humanidad o de lo que está vivo, ya que sabemos en el fondo que indefectiblemente pronto dejaremos ese estado, pero eso nos da tanto temor pensarlo, que una forma de ignorarlo es imaginar que no existe el Eros el impulso vital y que dado a que estamos condenados a la finitud eso significa abrazar un inevitable Tanatos.
Cada vez que volvemos, como a una joya, a nuestros odios antiguos, pagamos un precio en salud, en vínculos y en libertad. Cada vez que soltamos, aunque sea un poco, ese carbón encendido, ganamos espacio para algo que hoy parece casi subversivo: un mínimo de serenidad, y con ella, la posibilidad de que el eros, la pulsión de vida, de creación, vuelva a ser el centro de nuestra estructura, y no un mero espectador de nuestra devoción al rencor.
Quizás debamos empezar a abordar colectivamente la pertenencia a ese conjunto erótico que es la vida.
To whom it may concern “Once you label me, you negate me.”
Søren Kierkegaard