POR JORGE ALBERTO GIORNO (*)
El “Contrato Urbano” es una propuesta. Un mapa conceptual para pensar el tránsito del viejo orden a otro todavía en construcción. Es un llamado a recuperar la política como imaginación colectiva, como ética de lo común y como arte de crear mundos posibles. Porque lo que está en juego no es solo un sistema agotado, sino la oportunidad de escribir, juntos, el pacto fundante del siglo XXI.
La política no está en crisis por falta de recursos. Está en crisis por falta de sentido. Las instituciones representativas se mantienen en pie, pero su legitimidad se desvanece. Los partidos ya no organizan la esperanza, sino la supervivencia de una élite. La ciudadanía ya no vota por convicción, sino por resignación. Mientras tanto, las grandes promesas del contrato social moderno, igualdad, libertad, participación, se disuelven en una economía que excluye, una tecnología que controla y una burocracia que paraliza. No es el colapso de un gobierno. Es la fatiga de una forma de organizar lo común.
CONTRATO SOCIAL ROTO
En este escenario, hay una pregunta que se vuelve ineludible: si el contrato social que nos sostuvo los últimos doscientos cincuenta años, está roto, ¿qué lo reemplaza? ¿Es posible imaginar un nuevo pacto que no sea restaurador sino fundante? Quizás la respuesta no esté en los grandes salones del poder, ni en las instituciones centrales que administran el desencanto. Tal vez esté en otro lugar: la ciudad. Ese territorio denso, conflictivo, desigual, pero vivo. Ese espacio donde todavía se cruzan las personas, los saberes, los cuerpos, las lenguas y las luchas. Esa red que sostiene lo que el Estado muchas veces olvida.
La ciudad es hoy el verdadero laboratorio político del siglo XXI. No solo porque concentra la mayor parte de la población, el empleo y la innovación, sino porque es donde se ensayan nuevas formas de convivencia, de producción y de decisión. Allí emergen respuestas concretas a problemas concretos: redes de cuidado, cooperativas digitales, plataformas comunitarias, mercados de cercanía, asambleas territoriales, tecnologías cívicas. Mientras los discursos nacionales se enredan en polarizaciones abstractas, las ciudades improvisan, con más intuición que doctrina, una nueva política basada en lo posible.
Pero la ciudad también está en disputa. No solo como espacio físico, sino como forma de poder. En muchas de ellas, el capital especulativo define qué se construye, quién accede, quién se queda afuera. El trabajo urbano se fragmenta en plataformas sin derechos. La cultura se vuelve mercancía. La vigilancia digital reemplaza la deliberación. Y la inteligencia artificial, si no se democratiza, corre el riesgo de consolidar un nuevo modo de control algorítmico. Por eso, hablar de un “contrato urbano” no es un giro poético. Es una necesidad política. Es la idea de que, frente al desgaste del pacto nacional, podemos y debemos, ensayar acuerdos situados, territoriales, colaborativos, donde ciudadanía, tecnología y comunidad se reencuentren en condiciones más justas.
REDESTRIBUIR CAPACIDADES
Ese nuevo contrato no puede limitarse a redistribuir ingresos. Tiene que redistribuir capacidades: la de participar, la de crear, la de decidir, la de habitar. Tiene que reconocer que el trabajo ya no es lo que era, que la libertad no se reduce a elegir entre opciones cerradas, y que el conocimiento no debe privatizarse ni opacarse tras la lógica corporativa. El saber debe ser un bien común. El trabajo, una forma de reconocimiento. El tiempo libre, un derecho político. Y la política, el arte de imaginar futuros.
Nada de esto será posible sin una ciudadanía activa, que no se conforme con elegir representantes cada dos años, sino que reclame espacios reales de deliberación, transparencia y creación normativa. Una ciudadanía que no solo proteste, sino que proponga. Que no solo resista, sino que instituya. Porque si algo enseñaron Rousseau, Arendt y tantos otros, es que la democracia no es solo un régimen electoral. Es una práctica viva de fundación permanente, un acto de confianza en que otro orden es posible.
LA HISTORIA SE EMPUJA
La historia no avanza sola. Se empuja. Y lo que viene no vendrá de arriba. Vendrá desde las ciudades, los barrios, los cuerpos, las redes y las ideas. No es el tiempo de gestionar lo heredado. Es el tiempo de escribir, entre todos, un nuevo contrato, el contrato urbano. No uno que imponga obediencia, sino uno que convoque a la invención compartida. Y en ese pacto que viene, la ciudad será el verbo fundador.
* Fue diputado en la legislatura de la ciudad de Buenos Aires en dos oportunidades y presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), actualmente preside el Partido de las Ciudades en Acción.