‘La gaviota’. Autoría: Antón Chéjov. Traducción: Alejandro Ariel González. Versión: Rubén Szuchmacher, Lautaro Vilo. Dirección: R. Szuchmacher. Escenografía y vestuario: Jorge Ferrari. Diseño de iluminación: Gonzalo Córdova. Música y diseño sonoro: Jorge Haro. Diseño de movimiento: Marina Svartzman. Actores: Muriel Santa Ana, Diego Cremonesi, Vando Villamil, María Inés Sancerni, Juan Cottet, Carolina Kopelioff, Pablo Caramelo y otros. En la Sala Casacuberta del Teatro San Martín.
¿Cuál es el sentido de volver a Chéjov, a ‘La gaviota’, después de casi ciento treinta años? ¿Qué hay en ella de inédito o inesperado como para revitalizarla y habilitar otra visita? Tal vez el gesto de insistir sobre un texto tantas veces representado revele, más que una nostalgia, una necesidad de preguntarse por la actualidad del arte y por las condiciones de su verdad. La muerte de Chéjov, de la que se cumplieron ciento veintiún años en julio, coincide con un momento en que el teatro y el cine argentinos atraviesan un terreno incierto, y esa coincidencia parece operar como un llamado a volver sobre sus fundamentos para someterlos a examen.
En el centro de la obra, Konstantin busca un teatro nuevo, liberado de las formas envejecidas que su madre, la célebre actriz Arkádina, sostiene con obstinación y orgullo. Nina, atraída por esa promesa de renovación, se mueve entre la admiración por el impulso creador de Konstantin y el deseo de acercarse a Trigorin, cuya experiencia y prestigio condensan otra manera de entender el arte. Los vínculos entre ellos configuran un sistema de fuerzas que enfrenta lo experimental con lo consagrado, la búsqueda con la repetición. Esa tensión, lejos de quedar confinada al mundo de Chéjov, reverbera en el presente: en un país donde se ha discutido, con un fervor a veces impropio de la magnitud del asunto, si el teatro o el cine merecen el amparo del Estado o si deben ajustarse a la lógica del mercado, ‘La gaviota’ vuelve a plantear, bajo otra forma, la vieja pregunta por el valor del arte y por aquello que lo sostiene.
QUE NOS DICE
El desafío de esta nueva lectura consiste, precisamente, en descubrir qué puede decirnos hoy ese texto y de qué modo su relectura evita el riesgo de la reproducción anacrónica. La dirección de Rubén Szuchmacher, en la sala Casacuberta del Teatro San Martín, propone algo distinto a un retorno museístico o a una versión ilustrativa del realismo chejoviano. Más bien parece interrogar qué queda de ese realismo cuando el escenario se transforma en un territorio de trabajo visible, donde los mecanismos de representación se exhiben sin disimulo.
El espacio escénico conserva apenas una lámina de fondo que sugiere un bosque, un escenario teatral que se presenta en el inicio y luego se repliega, dejando un terreno casi despojado, poblado de sillas y mesas. En ese vacío, los cuerpos se desplazan con una mezcla de precisión y errancia, a veces como si una coreografía los guiara, otras veces como si el movimiento surgiera de un impulso incierto. Allí se perciben los bordes del realismo, su respiración contenida, el punto en que la representación se vuelve un acto de presencia más que de mímesis. El resultado es un teatro que abandona la pretensión de ser una casa o un refugio y se convierte en una superficie porosa donde el artificio se asume y, en esa conciencia, alcanza su poder. Diríamos, una propuesta alejada del abecé del realismo.
De ese planteo deriva una forma de actuación que prescinde de la continuidad emocional y del sostén psicológico de los personajes, para organizar la acción en núcleos de aparición y desaparición. Cada entrada funciona como un comienzo, cada salida como una interrupción que altera el sentido general. Las transiciones se diluyen y los cuerpos, más que habitar un mundo estable, parecen entrar en contacto con la palabra como si la descubrieran en ese mismo instante. El énfasis recae en el decir, en la vibración del texto antes que en la construcción de un estado interior. Tal desplazamiento de lo vivido hacia lo dicho sugiere una búsqueda de verdad que se concentra en la palabra, una verdad que no depende del espacio ni del trazo físico que los cuerpos puedan generar. En ese sentido, la actuación parece dialogar con la enseñanza de Stanislavski sobre el trabajo del actor: dejarse afectar, vivir la verdad, pero aquí ese principio se condensa en el lenguaje, en la potencia del texto más que en la exterioridad de la emoción.
A veces, incluso, los intérpretes parecen ironizar sobre la propia tradición realista: cuando Chéjov hace decir a Nina que es buena actriz porque aprendió a usar las manos, esta versión parece recoger esa sentencia con un gesto de parodia. Salvo en Nina y Konstantin, que encarnan lo nuevo, el resto de los personajes habla con las manos, como si el cuerpo, ya consciente de su artificio, decidiera insistir en ese signo visible de la actuación. Tal vez la dirección proponga allí un espejo: los cuerpos adultos, movidos por un vaivén de brazos y manos, encarnan un mundo agotado que persiste en sus formas rígidas, mientras Nina, con la fragilidad de su juventud, descubre en el temblor de sus movimientos una forma distinta de verdad. En esa lectura, el cuerpo deviene campo de batalla entre la técnica y la emoción, entre la disciplina y la vulnerabilidad, y el teatro, antes que una reconstrucción del pasado, se convierte en un ensayo sobre el modo en que la palabra todavía puede generar presencia.
CARTOGRAFIA
Incluso el color participa de esta red de correspondencias. En efecto, los vestuarios establecen un contrapunto entre Nina y Maia que, más que un simple recurso
visual, construyen una cartografía de sus transformaciones interiores. Maia, casada con un hombre al que no ama y enamorada en silencio de Konstantin, ocupa un lugar intermedio entre la renuncia y el deseo, de modo que su figura condensa el dilema entre la quietud y la aspiración. Cada gesto suyo deja ver el peso de una vida que privilegió la estabilidad antes que la pasión, y en esa elección se cifra una forma de sacrificio.
Nina, por su parte, se enamora de Trigorin y desaira a Konstantin, en un movimiento que expresa la necesidad de atravesar el error para alcanzar la experiencia. En consecuencia, la trama de afectos cruzados adquiere un espesor ético y estético: Chéjov explora una verdad que se manifiesta en la fragilidad del deseo, en la oscilación entre el impulso creador y el desgaste que lo acompaña.
Al comienzo, Nina aparece envuelta en tonos champagne, livianos, casi transparentes, que sugieren pureza y aspiración, mientras Maia irrumpe en un negro absoluto, de líneas cerradas y densas. A medida que la obra avanza, ese contraste se invierte; Nina se oscurece hasta alcanzar los mismos matices que su contraparte, mientras que Maia se aclara, y ese intercambio cromático deja ver una transferencia de energía o una sustitución de destinos. Así, en esa mutación silenciosa, la puesta cifra el tránsito del deseo, el desgaste de las ilusiones y la persistencia del impulso creador que todavía late en el corazón del fracaso.
Bellísima, frágil, etérea: así aparece la Nina de Carolina Kopelioff, cuya actuación encuentra ahí su verdad: su voz, serena y despojada, terriblemente creíble, encarna con sobriedad lo que queda en pie después de la desilusión. Ese gesto, íntimo y contenido, enlaza la lectura escénica con el universo social y filosófico en que nació ‘La gaviota’. En la Rusia de fines del siglo XIX, el campo y la ciudad representaban más que un contraste de paisajes: condensaban la fractura entre dos modelos de mundo. Nina, hija de campesinos, lleva en sí esa tensión entre el arraigo rural y la fascinación por la cultura urbana; su padre desconfía del teatro, mientras ella se deja atraer por el escritor consagrado que encarna la promesa de la modernidad. Chéjov, nieto e hijo de campesinos, conocía esa división desde adentro. Como médico, atendió gratuitamente a campesinos y fundó una escuela en Mélijovo, gesto que revelaba su compromiso con una realidad que muchos intelectuales preferían idealizar.
MEDITACION
Frente a la mirada edulcorada de los eslavófilos y populistas, que veían en el campesinado una reserva moral del espíritu ruso, Chéjov sostuvo una perspectiva más cruda, lo que llevó a Tolstói a definir su cuento ‘Campesinos’ como un “pecado contra el pueblo”. Esa discrepancia no era menor: implicaba discutir qué lugar debía ocupar el arte en la vida de la nación. Bielinski, el crítico socialista que reivindicó la literatura como instrumento de transformación, había abierto ese debate al afirmar que el escritor debía asumir la crítica del régimen zarista. En ese marco, ‘La gaviota’ expresa no solo un drama íntimo, sino también una meditación sobre las clases emergentes, las generaciones enfrentadas y la precariedad de las vocaciones artísticas en un país dividido entre tradición y modernización.
La noción hegeliana de “espíritu nacional” (Volksgeist), que atribuía a cada pueblo un modo singular de manifestarse en su cultura, también pesaba sobre esa discusión. Mientras Chaadáiev advertía que Rusia se mantenía al margen de los movimientos intelectuales europeos, Dostoievski, en su ‘Discurso sobre Pushkin’ (1880), celebraba la unidad del “genio nacional”. Chéjov, situado entre ambas posiciones, convirtió esa disonancia en su materia de trabajo. En ‘La gaviota’, los personajes actúan como máscaras que ensayan respuestas a la pregunta por la identidad: qué significa ser ruso, ser artista, ser moderno.
Rubén Szuchmacher traduce ese conflicto al presente argentino con una lucidez que evita el paralelismo literal. La figura de Nina, en su tránsito del blanco al negro, condensa la oscilación entre el sueño de una forma nueva y la conciencia de su imposibilidad. En un contexto donde las políticas culturales parecen medir la creación por su rentabilidad, esa metamorfosis se vuelve metáfora de una intemperie compartida: la del arte que todavía busca su lugar cuando todo a su alrededor parece exigir resultados. Así, ‘La gaviota’ reaparece como espejo de una época que, entre el desencanto y la obstinación, todavía confía en el poder frágil de la palabra pronunciada en escena.
Calificación: Buena