Varios organismos internacionales, incluyendo a la Comisión Internacional Independiente de Investigación de la ONU, vienen denunciando que el ejército de Putin ha cometido en Ucrania numerosos "actos de violencia sexual contra mujeres de edades comprendidas entre los 19 y los 83 años".
Estas acciones van acompañadas a menudo de la comisión de otros abusos e incluso de muertes. El presidente de la mencionada Comisión Eric Mose ha dicho, por ejemplo, que "con frecuencia, mantenían a los miembros de la familia en una habitación contigua, por lo que se veían obligados a oír las violaciones que se cometían".
SOLDADOS SOVIETICOS
Esto no puede sorpender demasiado a quienes están informados de las violaciones en masa realizadas por los efectivos del Ejército Rojo, cuando -hace 80 años- estos ingresaron a territorio del entonces Tercer Reich.
Según el historiador británico Anthony Beevor, los soldados soviéticos violaron a dos millones de alemanas, de entre 8 y 80 años.
La historiadora alemana Barbara Johr, en el libro “Libertadores y liberados” coincide con él en la cifra y puntualiza que 600 mil de ellas lo fueron en Berlín. Los soldados soviéticos tambien violaron a miles y miles de mujeres europeas de otras nacionalidades. En el 2013 en Gdansk, Polonia, se erigió una escultura representando a una mujer embarazada que está siendo violada por un soldado soviético, pero fue inmediatamente retirada ante la protesta del embajador de la Federación Rusa.
Hay una constante histórica, subrayada por el hecho de que estas atrocidades se cometen bajo la misma bandera roja, que Putin volvió a imponer al ejército.
“Todos nosotros sabíamos que a las chicas alemanas se las puede violar y matar”, escribió Alexandr Solzhenitzyn, Premio Nobel de Literatura 1970, quien en los años de la Segunda Guerra Mundial fue un oficial artillero del Ejército Rojo.
Max Hastings, destacado historiador británico (entre otras guerras, cubrió la de Malvinas), en su libro “Armaggedon: la batalla por Alemania 1944-1945”, basándose en prolongadas investigaciones y declaraciones de testigos, -tanto militares como civiles- describe acabadamente ese horrendo aspecto de los últimos meses del conflicto.
METODOLOGIA SADICA
La primera irrupción de los soviéticos en las regiones orientales de Alemania tuvo lugar en octubre de 1944, cuando unidades del Ejército Rojo tomaron varias aldeas fronterizas. Cinco días después fueron echados de ahí, y ante los ojos de los soldados alemanes apareció una escena indescriptible. Ni uno de los civiles había evitado la muerte a manos de los soldados soviéticos.
A las mujeres las crucificaban en los puertas de los galpones o en las carretas volcadas. O habiéndolas violado, las aplastaban con las orugas de los tanques. A sus hijos también los mataron de manera bestial. Las acciones de los soldados soviéticos no eran la manifestación de una crueldad absurda, sino de una metodología sádica.
“En el patio había una carreta, en la cual, en pose de crucifixión, había clavadas, con clavos en las manos, varias otras mujeres desnudas”, testimoniaba el soldado aleman Karl Potrek. “Pegado a una posada había otro galpón. En cada una de sus dos puertas había sendas mujeres desnudas crucificadas con clavos. En las casas descubrimos en total 72 mujeres y niñas, y también a un hombre de 74 años: todos ellos habían sido asesinados de manera bestial; solo en alguno de los cadáveres se observaban orificios de bala en las cabezas. A algunos de los bebés les habían aplastado las cabecitas”.
Hasta en los mismos soviéticos estas atrocidades despertaban incomodidad. Los autores de la historia oficial de la llamada “Gran Guerra Patria”, editada en Moscú, generalmente muy contenidos en estas cuestiones, reconocen eufemísticamente: “No todos los soldados soviéticos comprendían bien, como debían comportarse en Alemania. En los primeros combates en Prusia Oriental tuvieron lugar determinadas violaciones de las normas correctas de conducta”.
En realidad, lo que sucedió en el transcurso de esos primeros ataques, sólo fue el anticipo de la conducta bárbara del Ejército Rojo en los terribles meses de su rápido avance hacia el interior del Tercer Reich. Más de cien millones de personas, que se encontraban dentro de los confines de la Alemania de Hitler, se encontraron en un lóbrego laberinto, donde los esperaban horrores, que sobrepasaban todo lo que tuvieron que sufrir los países occidentales en los años de la Segunda Guerra Mundial.
EN PRIMERA PERSONA
Leonid Nikolaievich Rabichev nació en 1923 en Moscú. En 1942 egresó del Colegio Militar. Desde diciembre de 1942, fue jefe de la sección de Comunicación de la Compañía Especial No 100, del ejército 31.
En los frentes Central, Tercero Bielorruso y Primero Ucraniano participó de acciones bélicas que incluyeron la toma de Rzhevsk, Sychovka, Smolensk, Orsha, Borisov, Minsk, Lida, Grodno, en los combates en Prusia Oriental, desde Goldap hasta Koenigsberg, participó en la toma de las ciudades Levenberg, Bunzlau, Heilsberg y otras; llegó hasta Praga.
Condecorado con la orden “De la Guerra Patria”, la orden de la “Estrella Roja” y otras medallas. Miembro de la Sociedad de Pintores de la URSS desde 1960, miembro de la Sociedad de Escritores de Moscú desde 1993, autor de 13 libros de poesía y de un libro de memorias.
He aquí un fragmento de su libro “La guerra lo borrará todo.Recuerdos de un oficial de comunicaciones del ejército 31.1941-1945”.
El veterano cuenta: “Eso sucedió cuando nuestros ejércitos en Prusia Oriental alcanzaron a la población civil que se estaba evacuando de Goldap, Insterburg y otras ciudades, abandonadas por el ejército alemán. En carretas y camiones o caminando lentamente -ancianos, mujeres, niños, grandes familias patriarcales, -por todos los caminos y rutas del país huían hacia Occidente. Nuestros tanquistas, infantes, artilleros, comunicantes los alcanzaron y fueron arrojando a las zanjas de la banquina sus carretas con muebles, bolsos, maletas, caballos. Luego hicieron retroceder hacia un costado a los viejos y los niños y, -olvidándose totalmente del deber, el honor y de las tropas alemanas que se replegaban sin presentar combate, -de a miles se lanzaron sobre las mujeres y las niñas. Las madres y sus hijas eran acostadas a la derecha y la izquierda a lo largo de la carretera, y delante de cada una de ellas estaba parada una armada de tipejos que reían con los pantalones bajos. A las que se desangraban y perdían el conocimiento las arrastraban hacia un costado; a los niños que se lanzaban a ayudarlas, los fusilaban.
Se escuchaban, rugidos, sonidos guturales, gritos y ayes de dolor. Y los comandantes, los mayores y coroneles estaban parados en la carretera. Algunos se ríen, otros dirigen, o mejor dicho, regulan. Para que todos los soldados participen, sin excepciones. No, no es de ninguna manera este infernal sexo grupal homicida una venganza contra los malditos nazis. Es permisividad, impunidad, impersonalidad y la cruel lógica de una turbamulta enloquecida. Shockeado, yo permanecía sentado en la cabina de mi camioneta, mientras mi chofer Demidov estaba en la cola de los violadores. A mi se me representaba el Cartago descrito por Flaubert, pero yo entendía que no todo lo iba a borrar la guerra. El coronel que recién estaba dirigiendo, no resiste y ocupa tambien un lugar en la cola, mientras que un mayor le dispara a los testigos, niños y ancianos, convulsionados por el horror que presenciaban. “¡Terminen! ¡A las máquinas!” Es que ya se acercaba la siguiente unidad. Y de nuevo una parada y yo no logro frenar a mis comunicantes, que también se ponen en las nuevas colas. La náusea se acerca a mi garganta. Hasta el horizonte veo, entre montañas de ropa y carretas volcadas, los cadáveres de mujeres, ancianos y niños.
La carretera se libera para circular. Oscurece. A la izquierda y derecha hay granjas alemanas. Recibimos la orden de prepararnos para pasar la noche. A mí y mi sección nos toca una granja a dos kilómetros de la carretera. En todas las habitaciones hay cadaveres de niños, ancianos y mujeres violadas, con un tiro en la cabeza. Pero estábamos tan cansados, que sin prestarles atención, nos acostamos entre ellos en el piso y nos quedamos dormidos.
A la mañana nos comunicamos por radio con el frente. Recibimos la orden de establecer nuestras líneas de comunicaciones. Las unidades de vanguardia chocaron finalmente con unidades alemanas que habían establecido una línea de defensa. Los alemanes ya no retroceden, mueren pero no se rinden. Aparece en el aire su aviación. Puedo equivocarme, pero me parece que por la crueldad, intransigencia y cantidad de bajas en ambos bandos, estos combates se pueden comparar con los de Stalingrado.
Yo no me aparto del teléfono. Recibo órdenes, doy órdenes. Recién promediando el día tenemos tiempo para sacar los cadaveres al patio. Yo ayudo a hacerlo. Me quedo inmóvil al lado de la pared de la casa. Es primavera, aparece el primer pasto verde en la tierra, un sol caliente y luminoso. Nuestra casa es puntiaguda, con veletas, en estilo gótico, posiblemente tenga doscientos años, cubierto por azulejos rojos, el frente está pavimentado con losas de piedra, que tienen 500 años. ¡Estamos en Europa!
Me quedé pensando y de repente entran por el portón abierto dos jovencitas alemanas de entre 14 y 16 años. En sus ojos no veo miedo alguno, pero sí una terrible preocupación. Me vieron, se acercaron corriendo e interrumpiéndose entre ellas, tratan de explicarme algo en alemán. A pesar de que no conozco el idioma, oigo las palabras “mutter”, “vater”, “bruder”. Me queda claro que en una situación de huida pánica, ellas habían perdido en algún lugar a su familia.
Siento una enorme conmiseración por ellas. Entiendo que las atraparan y las violaran, que deben huir rápidamente, adonde puedan, de las cercanías del nuestro cuartel central. Les digo: -Mutter, vater, bruder- nicht! Y les muestro con el dedo un segundo portón lejano. Es decir, que vayan para allá. Y las empujo en esa dirección.
Ahí ellas me entienden, se van rápidamente, desaparecen de mi campo de visión y yo respiro aliviado: por lo menos salvé a dos niñas. Me dirijo al segundo piso, a mis teléfonos, atentamente sigo observando los desplazamientos de las unidades, pero no pasan ni veinte minutos, que me llegan desde el patio gritos, alaridos, risas, puteadas. Me abalanzo a la ventana.
En el pórtico de la casa veo parado al mayor Andrianov, y a dos sargentos que doblegan les retuercen las manos a esas mismas niñas. Y, frente a ellos, están todos los efectivos de servicios del cuartel mayor: choferes, estafetas, escribientes, mensajeros, ayudantes, Nikolaiev, Sidorov, Jaritonov, Pimenov … El mayor Andrianov imparte la orden: ´¡Tomen a las chicas de los pies y las manos, blusas y polleras afuera! ¡Desabrochar los cinturones, bajar los calzones! ¡Por la derecha y por la izquierda, de a uno, comiencen!´.
El mayor Andrianov imparte órdenes, mientras que desde la casa bajan corriendo por las escaleras y se ponen en las filas mis comunicantes, mi sección. Las dos niñas están acostadas en las antiguas losas de piedra, las manos aprisionadas, la boca taponada con su propia pañoleta, las piernas separadas… Ellas ya no tratan de soltarse de las manos de cuatro sargentos, mientras el quinto les arranca sus blusitas, corpiños, polleras, calzoncitos.
Todos los soldados, en ambas filas, se turnan para violar a estas niñas. Ellas empiezan a sangrar... Yo miro todo con horror.
Salen corriendo de la casa a presenciar el espactáculo mis telefonistas mujeres ríen y putean. Las filas no se acortan; se levantan unos, bajan otros. Alrededor de las martires hay charcos de sangre. En las filas, las risotadas y puteadas no tienen fin. Las chicas ya han perdido el conocimiento, pero la letal orgía continúa.
Con los brazos en jarras, sigue dando órdenes el mayor Andrianov. Se levanta el último de los soldados, el mayor extrae el revolver de su cartuchera y les dispara a boca de jarro a esos semi cadaveres, a esas mártires. Luego los sargentos arrastran sus cuerpos mutilados a la pocilga, donde los cerdos hambrientos comienzan a arrancarles orejas, narices, pechos.
Yo estoy aterrorizado, asqueado. Siento que sube la náusea a mi garganta y mi estómago se da vuelta como una media. Ya no puedo seguir trabajando, salgo corriendo de la casa, sin escoger el camino, voy hacia cualquier parte. Luego vuelvo, siento que debo ir a mirar la pocilga. Veo los ojos inyectados en sangre de los cerdos, y entre la paja y los excrementos de los animales distingo dos cráneos, una mandíbula, varios huesos, una columna vertebral y dos crucesitas pectorales es todo lo que queda de las dos niñas ´salvadas´ por mi.
Fue una violación masiva, una violación continua de mujeres en la que todos participaron. Un terrible episodio más del criminal siglo XX. Como el genocidio de los campesinos, como el Archipiélago GULAG, como la muerte de millones de personas inocentes, como la ocupación de Polonia en 1939. No se puede vivir dignamente, ni irse dignamente de este mundo, sin haberse arrepentido. Yo he sido jefe de sección, yo vomitaba observando de costado. Pero mis soldados participaban de esas horrendas, criminales filas, y reían cuando debían haberse estado muriendo de vergüenza. Porque estaban cometiendo un crimen contra la humanidad”.
“Éramos jóvenes, fuertes, y llevábamos cuatro años sin mujeres. Así que intentábamos atrapar a las alemanas y... diez hombres violaban a una sola chica. No había suficientes mujeres; toda la población huía del Ejército Rojo. Así que tuvimos que tomar a niñas de doce o trece años. Si lloraban, les poníamos algo en la boca. Nos parecía divertido. Ahora no puedo entender cómo lo hice. Un chico de una buena familia... Pero ese era yo."
El testimonio está tomado del libro “La guerra no tiene rostro de mujer” (1983), de la escritora Svetlana Alexievich, hija de un soldado bielorruso del Ejército Rojo que luchó en la Segunda Guerra Mundial, y quien fuera galardonada con el Premio Nobel de Literatura en el 2015.
Y hoy la historia se repite en Ucrania…