POR JORGE MARTÍNEZ BARRERA *
Hay tres temas que despiertan debates intensos: la pena de muerte, el aborto y la eutanasia. Los tres se refieren a un acto mediante el cual se da muerte a una persona de manera intencional, directa y premeditada. Sin embargo, sus diferencias merecen ser tomadas en cuenta.
En cuanto a la pena de muerte en tiempos de paz, algunos piensan que es difícil justificar su legitimidad. Uno de los argumentos más frecuentes es el riesgo de error judicial. Sin embargo, en los hechos no hay registros oficiales, al menos en Estados Unidos, de alguien condenado y ejecutado siendo probadamente inocente. En los pocos casos en que la persona ejecutada podría haber sido inocente, no ha habido más que la duda y no la prueba irrefutable de su inocencia.
El principio in dubio pro reo, por cierto, protege al acusado, pero no invalida el castigo en sí mismo: las leyes buscan aplicarse de manera universal, y la posibilidad remota de un error no anula su validez. Además, la misma ley que legitima este castigo prevé la posibilidad de un indulto.
Otros cuestionamientos se centran en la legitimidad de los regímenes que aplican esta punición y la naturaleza del delito. En ese sentido, sabemos que el país que más utiliza la pena de muerte es China. Naturalmente, caben dudas acerca de la validez jurídica de este castigo cuando es aplicado por un régimen cuya propia legitimidad es materia de discusión.
En los regímenes totalitarios se asume que el ciudadano es una parte, sólo una parte y nada más que una parte del cuerpo del Estado, de modo que cualquier acción que tienda a desestabilizarlo es una acción criminal que exige la supresión de ese ciudadano, como si se tratase de un miembro gangrenado que afecta al cuerpo orgánico. Delitos de espionaje, fraudes financieros, traición, subversión o separatismo se castigan con la muerte. Es evidente que la analogía orgánica aplicada al cuerpo político es dudosa, ya que los ciudadanos no son parte del Estado como una mano es parte del cuerpo.
A China le siguen en número Irán y Arabia Saudita, donde la mezcla de religión y política debilita la validez jurídica de sus instituciones. En esas teocracias se castigan públicamente faltas estrictamente éticas (adulterios, homosexualidad, blasfemias), es decir, faltas que en otros sistemas legales no son, en principio, materia jurídica. En todos estos casos el problema no está en la legitimidad de la pena de muerte, sino en la del régimen que la aplica, que lo hace de manera arbitraria e ilegítima.
DISUASION
Otro argumento que suele emplearse para impugnar la pena de muerte es el de su escaso valor disuasivo. Sin embargo, esto desenfoca el sentido principal de este castigo, es decir, su carácter penal. No se aplica la pena de muerte sólo por su posible valor ejemplar para quienes prevean la comisión de delitos, sino como una acción punitiva de un delito ya consumado. La disuasión es un efecto secundario esperado, pero si ella no ocurre, no es motivo suficiente para invalidarla.
El único argumento de cierta validez contra la pena capital es el de su conveniencia en tal o cual circunstancia.
En suma, la pena de muerte es, en principio, legítima, aunque probablemente inconveniente en algunas circunstancias. Se trata entonces de una decisión prudencial. Y si esto es así, desde un punto de vista jurídico no habría razones contundentes para oponerse a ella, aunque sí las habría de orden político prudencial si el mal que se seguiría de mantenerla fuese mayor que el bien de justicia penal perseguido.
INJUSTICIA
En el caso del aborto, la situación cambia. Aquí, la teoría del error jurídico es inaplicable: el que habrá de nacer no ha cometido delito alguno. Matar intencionalmente a alguien inocente es una injusticia flagrante. Si nos oponemos a la pena de muerte por delitos comprobados, ¿cómo justificaríamos la muerte de alguien absolutamente inocente?
Ahora bien, si estamos de acuerdo con el aborto, es decir, con una acción que implica la muerte infligida a un inocente sin la menor posibilidad de duda de su inocencia, ¿por qué nos opondríamos a la pena de muerte, una acción en la que sí hay una culpabilidad más allá de toda duda razonable? En suma: si la pena de muerte es motivo de escándalo, mucho más debiera serlo el aborto, donde no hay presunción de inocencia, sino absoluta certeza de ella.
Respecto de la eutanasia, se trata de la supresión de una vida humana inocente mediante una colaboración con su suicidio, pero suicidarse es una acción moralmente injustificable en todos los casos. La diferencia con el aborto está en el hecho de que el suicida (por mano propia o ajena) podría ser culpable de delitos merecedores de la pena de muerte. Pero aun en este caso, la ley prohíbe que una persona privada colabore con la muerte de otra persona. Y si la persona que solicita la eutanasia no ha cometido ningún delito, darle muerte porque ella lo pide también es una grave falta ética frente a la cual no vale el argumento de la compasión.
En efecto, la compasión, así como ningún otro sentimiento puede, en ningún, caso ser el fundamento de una legislación. La ley que regula el matrimonio civil, por ejemplo, no se basa en los sentimientos mutuos de los cónyuges, así como las leyes penales no se justifican en los sentimientos de odio o de venganza.
¿AUTONOMIA?
Tampoco vale el argumento de la autonomía, pues nadie es dueño de su cuerpo.
No pueden coincidir el propietario con la cosa poseída. Cuando se habla de “mi” cuerpo, está claro que el uso del adjetivo posesivo no es el mismo que cuando se habla de “mi” reloj, o “mi” automóvil. Sólo se poseen objetos, no personas. Si alguien supone que puede haber un derecho de propiedad sobre el cuerpo, debería aceptar también que es legítimo vender sus córneas, una parte de su hígado o uno de sus riñones para obtener un ingreso monetario. Sería también legítimo que hubiese un mercado de órganos, por ejemplo.
La autonomía está bien, pero dentro de ciertos límites, y no se extiende entonces hasta una supuesta propiedad sobre el cuerpo. Si no somos propietarios de aquellas vidas en las que hemos tenido una directa participación, es decir, la de nuestros hijos (por eso no podemos venderlos), mucho menos podríamos ser dueños de aquellas otras en las que no hemos tenido ninguna intervención, a saber, las nuestras. Ha de rechazarse entonces la eutanasia si ella pretende basarse en la autonomía.
GUIA DE COHERENCIA
De lo anterior se desprenden las siguientes conclusiones:
Quien defiende la pena de muerte no está obligado a aceptar el aborto y la eutanasia, porque ninguna de esas prácticas se puede fundar en la culpabilidad de alguien, lo cual sí es esencial para aceptar la pena capital.
Quien rechaza la pena de muerte, no puede apoyar ni el aborto ni la eutanasia. En este caso estaría pronunciándose en contra de un castigo para quien lo merece, y a favor de otro para quien no lo merece.
Quien apoya el aborto podría aceptar la eutanasia, pero no oponerse a la pena de muerte.
Quien rechaza el aborto y la eutanasia, podría apoyar la pena de muerte.
La reflexión final es clara: más allá de debates jurídicos o religiosos, la legitimidad y la moralidad de quitar la vida dependen de la culpa y la responsabilidad de quien podría verse privado de este bien.
Entender estas distinciones es clave para enfrentar con rigor y con apego a la verdad estos dilemas éticos que atraviesan nuestras sociedades y a los cuales, más temprano que tarde, se deberá atender.
* Universidad Gabriela Mistral (Chile).