Cultura
LA BELLEZA DE LOS LIBROS

Detectives y la firasa

Por Danilo Albero *

Un diálogo de El club Dumas de Arturo Pérez-Reverte revela, con inimitable humor, el sino que hiere el ego de falsificadores impunes: “ ‘Nunca se probó nuestra autoría’ –dijo por fin Pedro Ceniza. Se frotaba las manos mirando el libro de reojo–. ‘Nunca’ –repitió el hermano con un toque melancólico–. Parecía que lamentaran no haber ido a la cárcel a cambio del reconocimiento público”. Los hermanos no tuvieron en cuenta el trabajo de los detectives que, entre otros delincuentes, persiguen a falsificadores.

El término detective se acuña hacia 1850 en los Estados Unidos: “Alguien cuya profesión es investigar sucesos de malhechores y obtener pruebas en su contra”. Esta derivas surgen por la obra del creador de la novela policial, Edgar Allan Poe, y el primer detective, Monsieur Dupin, en Los crímenes de la calle Morgue (1841), reforzado en solfa con su ensayo humorístico de 1843: El timo (considerado como una de las Ciencias.Exactas).

La idea ya está instalada en la cosmovisión (del alemán weltanschaung, concepto acuñado también a mediados del siglo XIX) de narradores, médicos, investigadores -el creador de Sherlock Holmes era médico-; todos apelan, desde sus campos de pensamiento e intereses, a modelos deductivos similares. En el campo de la medicina aparece otro detective, el forense. En un episodio de la serie del detective Rocco Schiavone, Rocco escucha los comentarios de Antonio Fumagallio –forense y lector tan culto como irónico– que le muestra un cadáver eviscerado, explica los resultados de la autopsia y aventura probables detalles del asesinato, a la vez, con guantes quirúrgicos, toma un sandwich de miga de una bandeja que está junto a los instrumentos de cirugía y se lo come -un leitmotiv en series y películas policiales-.

Rocco formula su hipótesis de la forma en que se cometió el asesinato. La respuesta de Antonio Fumagallio es de antología: “Mi trabajo es leer cadáveres. El tuyo averiguar por qué se convirtieron en cadáveres”. La reflexión de Antonio Fumagallio ubica a forense y detective en otro rol: de crítico literario y artístico; leer textos y obras de arte y descubrir mensajes ocultos que motivaron al creador.

En el capítulo XI de Las aventuras de Huckleberry Finn, Huck -que se ha fugado con el esclavo Jim- llega a un pueblo, se disfraza de niña y entra en la casa de la señora Judith Loftus en busca de información y saber si son perseguidos. Luego de una breve charla, la señora le pide que la ayude en tres tareas y descubre que es un muchacho. Los errores del travestido Huck son: la manera de enhebrar una aguja -acercó ésta al hilo y no al revés-, su modo de lanzar un trozo de plomo para espantar una rata -las mujeres lo levantan por encima de la cabeza y lo arrojan en forma desmañada, los hombres voltean el brazo paralelo al hombro, como los jugadores de béisbol lanzan la pelota-, y la manera como Huck recibe un ovillo de lana en su regazo -junta las piernas, las mujeres las abren para extender la falda y tener mayor espacio.


JUEGOS DEDUCTIVOS

Estos juegos deductivos se reiteran en la obra de Mark Twain; entre otros, Tom Sawyer detective. En Tom Sawyer aeronauta, Tom contará otra variante del relato detectivesco, una antigua historia persa. Un hombre va tras los rastros de su asno cargado que ha escapado, se cruza con un peregrino quien lo describe: es de color tostado, cojo de una pata, tuerto de un ojo y lleva una bolsa con mijo de un lado y un odre con miel del otro. No lo ha visto, pero sí sus huellas: unos pelos adheridos en un arbusto le indicaron el color; las marcas de sus pezuñas en la tierra que es cojo; tuerto de un ojo porque sólo la hierba de un costado del camino está mordisqueada; los odres con miel han dejado caer gotas donde se agrupan hormigas, más adelante, pájaros picotean granos de mijo que se han escurrido de la bolsa. Este retrato de un observador, capaz de identificar a un animal de carga sólo por sus rastros nos lleva a lo que puede ser el origen de la narrativa. Durante millones de años los primeros homínidos, y sus distintas descendencia hasta el Homo Sapiens, sobrevivieron de la caza y aprendieron a leer rastros imperceptibles, plumas o pelos adheridos en las ramas, huellas en el barro o la hierba y olores. Podemos pensar que la transmisión de estos saberes constituye una primitiva forma de relato donde el actor, y posteriormente el narrador, remonta, desde la observación de detalles secundarios, a la consecución de su presa.

Junto al relato del rastreador y cazador está el embrión del detective. Ambos siguen, en sus esquemas de análisis de evidencias, procedimientos retóricos semejantes en su búsqueda: la sinécdoque, que determina el todo a partir de la parte -i.e. “la pluma es más fuerte que la espada”; “compró un Rolex”-; así, en Study in Scarlet, Sherlock Holmes, ni bien es presentado al doctor Watson, y sólo por la apariencia y gestualidad, identifica su profesión, destino reciente y herida de la que convalece. De la misma manera, años antes, en Los crímenes de la calle Morgue, el Chevalier Dupin, en una caminata nocturna, y sin mediar palabras, supo en qué estaba pensando su amigo: a partir de un tropiezo que éste tuvo cuadras atrás y los gestos que le sucedieron. Sin embargo hay veces en que el análisis de las huellas no alcanza en la pesquisa del investigador.

Carlo Ginsburg, analizando procedimientos para la correcta atribución de obras de arte, cuyo autor está en duda y se sospecha de una falsificación, apela a un término para definir esos momentos de iluminación que ayudan en la resolución del caso; y es la firasa (término árabe, puede traducirse como “intuición espiritual, percepción interior o discernimiento intuitivo”). El concepto es rescatado del vocabulario sufí, define el estado de pasar, de inmediato, de lo conocido a lo desconocido; facultad que permite al místico o iniciado ver más allá de las apariencias externas y captar la verdadera naturaleza o realidad interior de personas y cosas. Calíbar, el rastreador de Facundo, tuvo su firasa iluminadora; había seguido las huellas de un ladrón que le robó una montura y perdió el rastro; años después, caminando por las calles de un pueblo, pasa frente a una casa, entra al establo y encuentra, sobre un caballete, la montura robada.

Hay veces en que al mejor cazador se le escapa la liebre, y de esto se encarga Borges que da un giro copernicano a los procedimientos iniciados por Monsieur Dupin. En La muerte y la brújula, el detective, Lönnrot va tras las huellas de un asesino, que ha cometido varios crímenes en las últimas semanas; tiene un final inesperado. El criminal, Red Scharlach, ha cometido los asesinatos y dejado, deliberadamente, huellas para que sean rastreadas por Lönnrot, su verdadera presa. Final anticipado al comienzo del cuento: “Es verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó”; Lönnrot no tuvo su firasa iluminadora.

* Escritor argentino.