Francesco Bartolomeo de Giocondo, un noble comerciante florentino, encargó a Leonardo di ser Piero da Vinci el retrato de su joven segunda esposa, Lisa Gherardini. La obra fue pintada sobre madera de álamo hacia 1503, cuando el artista tenía 51 años. Para entonces, Leonardo ya era un pintor, arquitecto e inventor consagrado, que había estado al servicio de distintos papas y nobles destacados como Ludovico Sforza y César Borgia.
En Florencia comenzó a pintar este retrato, donde plasmó esta enigmática sonrisa que tanto ha dado –y seguirá dando– que hablar. Según Giorgio Vasari, el primer biógrafo de Leonardo, mientras la pintaba a la señora de don Francesco procuraba que “siempre hubiese una persona cantando, tocando un instrumento o bromeando, de manera de mantenerla de buen humor”.
Sin embargo, nunca le entregó la pintura a los Giocondo (apellido que, curiosamente, significa “los que ríen”). La llevó consigo hasta su muerte, convencido de que no estaba terminada. Por tal razón, cayó en manos de su mecenas, el rey Francisco I de Francia.
Por una serie de factores –que van desde esa misteriosa sonrisa, pasando por los libros, películas y hasta el robo del que fue objeto (y del que fue acusado nada más y nada menos que Pablo Picasso)–, La Gioconda o “Mona Lisa” (“Monna” en italiano antiguo significa “señora”–) se ha convertido en el cuadro más célebre de la historia.
Es muy interesante cómo artistas como Leonardo, Rafael, Tiziano y Velázquez, entre muchos otros, conocían o intuían la forma en la que funcionaban el ojo y el cerebro. Ya lo decía Miguel Ángel: “Pinta con el cerebro y no con las manos”.
La Gioconda se ha convertido en un magnífico ejemplo de cómo cada espectador recrea la obra según su percepción cerebral. Como sostiene el neurofisiólogo Oliver Sacks: "Todo acto de percepción es, hasta cierto punto, un acto de creación, y todo acto de memoria es, hasta cierto punto, un acto de imaginación".
El mismo Leonardo planteaba una paradoja: el mundo no tiene líneas, y sin embargo, los dibujos, cuadros y retratos son una sucesión de líneas. ¿Por qué los representamos así? La respuesta la dio 560 años más tarde otro pintor: “La pintura es engaño”, sostenía Picasso (quien, como dijimos, tuvo oportunidad de estudiar la obra detenidamente).
La retina es una maraña de neuronas muy especializadas llamadas conos y bastones. Los bastones están en toda la retina que cubre la capa interior del ojo. Los conos se concentran en el centro de la retina, en la zona conocida como mácula, el lugar de mayor discriminación visual. Dentro de estos conos y bastones hay algunos que responden a la iluminación (los llamados ON) y otras que responde a la oscuridad (OFF). De esta forma, la retina percibe los contornos de los objetos: unas neuronas se prenden y otras se apagan. Los impulsos son transmitidos al cerebro, que procesa esa información identificando formas con patrones que pueda reconocer.
La alternancia de células ON y OFF son las que crean estas líneas que no existen en la realidad, pero son creadas por la particular disposición de las neuronas. Los varios millones de conos y bastones se concentran en un millón de fibras que conforman al nervio óptico y se dirige hacia el cerebro, especialmente la corteza occipital, donde se perciben las imágenes y están las áreas asociativas donde se reconocen los patrones.
El ojo en su parte anterior (cornea y cristalino) se comporta como un sistema fotográfico que proyecta una imagen invertida sobre la retina, que el cerebro se encarga de invertir. Esta es la primera gran corrección: la primera parte de un proceso de elaboración de imágenes para reconstruir la realidad que contemplamos.
La zona de la retina que permite la reconstrucción fina de los objetos, la mácula solo ocupa el 2% de la retina. Entonces, ¿por qué es que vemos a toda la imagen definida? Porque los ojos se mueven constantemente con movimientos sacádicos, rápidos e inconscientes. El cerebro reconstruye la imagen y, si hay vacíos en la información, el cerebro llena esos huecos con detalles u objetos que había visto previamente.
Este fenómeno se llama top-down y utiliza patrones de reconocimiento que ya están impresos en nuestro cerebro. De allí este fenómeno tan habitual de creer ver cosas que no existen sino en nuestra imaginación, pero que nosotros estamos convencidos de haber visto. Por tal razón, todos los testigos visuales no siempre son fiables en su testimonio.
Y acá volvemos al tema de la nota: ¿por qué sonríe la Mona Lisa? La verdad es que no siempre sonríe: depende de dónde mire el observador.
Si contemplamos los ojos de la Gioconda, dejamos de ver la boca con la mácula y, al verla con la retina periférica, esta se ensancha y se mueve hacia afuera, es decir, ¡sonríe!
Pasa lo contrario, si miramos derecho a la boca: esta se afina y la sonrisa se vuelve ambigua.
¿Cómo lograba Leonardo este efecto? Pues recordemos que fue él quien dijo que en el mundo no hay líneas y para eso recurrió al sfumato, donde hace difuso el borde de los objetos “sin línea, ni borde, como si fuese humo”.
El sfumato hace que los contornos de los objetos se muevan imperceptiblemente, porque nada está quieto en este mundo y, menos aún, nuestros ojos, que se mueven constantemente. El sfumato permite que interactúen en el cerebro lo que vemos con la mácula y lo que vemos con la retina periférica, creando distintas percepciones de acuerdo a la luz y la posición del cuadro.
Vale aclarar que, cuando nos referimos a la Gioconda, hablamos de la copia que está en el Louvre y que sabemos que la tenía Leonardo porque él se la vendió a Francisco I. Esta copia es la que contemplaba Napoleón en su habitación de Fontainebleau y que más tarde pasó al Louvre, de donde fue robada en 1911 y después devuelta en extrañas circunstancias. Esta copia está más deteriora por su capa de barniz y la exposición de los pigmentos a la luz, que la copia que existe en el Prado, en Madrid (además hay otras copias, como la del Hermitage en San Petersburgo).
En el taller de los artistas del Renacimiento era común que se haga más de una copia del mismo cuadro. Pero, tanto la del Prado como la del Louvre sonríen gracias al sfumato. ¿Cuál es la más fiel al original? Muy probablemente sea la del Prado, donde el fondo muestra unas montañas azulinas que no se ven tan claramente en la copia que existe en París, porque la obra no fue restaurada y probablemente jamás lo sea, mientras millones de personas al año pasan frente a esta señora que sonríe… o que, la verdad sea dicha, cada uno la hace sonreír a su manera.