Opinión
LA BELLEZA DE LOS LIBROS

De famosos y tristemente célebres

Por Danilo Albero

Cada dos o tres años regreso a los trágicos griegos por la lucidez de la cosmovisión helénica al cartografiar y relevar los recovecos del alma humana y representarlos en dos géneros: tragedia y comedia. Terminé de releer la trilogía La Orestía de Esquilo. Todo comienza con Agamenón, primera tragedia, desencadenante de un conflicto que se arrastrará de padres a hijos hasta poner en riesgo la supervivencia de la sociedad de Argos. El origen y motor de la trama de los sucesos es el sacrificio de Ifigenia por su padre siguiendo un mandato divino; algo parecido intentó hacer Abraham con Isaac, pero Jehová paró a tiempo el puñal homicida, Agamenón no tuvo esa suerte.

Abraham tuvo ese fallido porque Dios se lo ordenó como demostración de su fe y obediencia; la prueba impuesta buscaba manifestar el temor y confianza que Abraham tenía en Jehová, incluso cuando su mandato le pareció contrario a sus promesas previas; que Isaac habría de ser el genitor de la nación para el pueblo elegido. Ya Agamenón recibe el mandato para obtener los vientos favorables para llegar a Troya, caso contrario podría perder el liderazgo frente a Aquiles que se lo disputaba; su motor no fue la fe sino su ambición personal, actuó como un infame.

La primera parte de la trilogía, Agamenón, narra el regreso victorioso del jefe de la expedición aquea contra Troya; su esposa Clitemnestra, con la ayuda de su amante Egisto, lo asesina, según ellos, para vindicar a Ifigenia cuando en realidad querían eliminar al marido en discordia; dos infames. En la segunda parte de la trilogía, La coéforas, Orestes venga a su padre Agamenón asesinando a Clitemnestra y a Egisto, tenemos así una sucesión de crímenes: filicidio, uxoricidio, matricidio, aunque este no fue cometido por un infame. Ahora se abre un interrogante ¿cuál es el futuro de esa cadena de asesinatos, justificados según la Ley del Talión? La tercera parte de la trilogía, Las Euménides, pone fin al conflicto cuando, juicio mediante, Apolo y Atenea logran cortar con esa secuencia de crímenes entre infames famosos que va tomando ribetes de venganzas de famiglie di mafiosi y, al igual que estas, provocan el caos y desintegración de la sociedad.

AMBIGUO PARENTESCO

Fama e infamia, como facetas de la tragedia, tienen un ambiguo parentesco, que deviene de sus etimologías, tan a propósito para los juegos engañosos de personajes y realidades cambiantes que encontraron en el teatro una de las expresiones más acabadas.

La primera, del latín fama (noticia que corre de boca en boca, rumor público, tradición); la segunda, del latín infamia (mala reputación, deshonor). En estas definiciones hay un retorcido juego semántico; la segunda comprende y abarca a la primera, pero la recíproca no es válida; todo gran infame es famoso, no así lo contrario.

Virgilio fue el responsable de este juego de espejos como creador de la alegoría de la Fama, así nos la presenta, en Eneida, a raíz del primer encuentro clandestino de Dido y Eneas en una cueva: “Sale al punto la Fama a toda Libia, veloz como ninguna, horrible plaga… tan rápidos los pies como las alas, vestiglo horrendo, enorme… un ojo en vela siempre, con otras tantas bocas lenguaraces y oídos siempre alertas… regando por los pueblos mil noticias… ciertas las unas, calumniosas otras”.

Ya en el Renacimiento la alegoría virgiliana del monstruo será reemplazada por una bella adolescente alada tal como la identificamos en la actualidad, casi siempre tocando una trompeta y muchas veces en imagen doble y apuntando cada una en sentido distinto, como el dios Jano, lo cual indica que la Fama proclama la verdad y lo elogiable a los cuatro vientos -alegorías con la cual la identificamos en la actualidad- o la mentira y lo repudiable -alegoría hoy caída en desuso.

Mucho antes que Virgilio, los extremos, fama e infamia, se tocan también en los valores judeocristianos, al parecer, al Señor lo regocijan los canallas e infames, por eso creó tantos, y muchos de ellos son premiados.

El infame Caín, primer homicida bíblico, fue fundador de la primera ciudad de la que se tenga memoria a la cual bautizó con el nombre de su hijo, Enoc; y Enoc tuvo por hijo a Lamec, padre de dos vástagos famosos: Yubal, padre de los que tocan la flauta y la cítara, y Tubalcaín, artífice del cobre y del hierro. El Señor premió al primer infame con una noble descendencia que habrían de perpetuar el urbanismo, artes y ciencias, pero ya lo había protegido antes con aquello de: “El que mate a Caín, lo pagará siete veces”.

POETICA

Las primeras definiciones de los caracteres abordados por la comedia y tragedia, surgieron, junto con las obras, con la reflexión sobre los géneros que dio Aristóteles en Poética, cuando nos muestra que el hombre honesto (spouidaíos aner) así como el hombre común, no podían ser personajes trágicos que permitieran revelar los aspectos ocultos del alma humana, es mucho más rica la personalidad del malvado y el infame que tienen el alma desgarrada y dividida por la discordia y distintas pasiones. Para otros aspectos del alma humana más relacionados con la vida cotidiana, pícaros y estafadores, mujeres y maridos engañados, el teatro encontró otro género, también estudiado por Aristóteles: la comedia.

Sorteando las diferencias establecidas por Aristóteles en Poética, otra clasificación, con menos de dos siglos, permite a los legos diferenciarlas, a partir de un modo de narrar diferente: la pantalla; una definición tomada del lenguaje cinematográfico da una precisión accesible: “la tragedia es un primer plano” (tragedy is a close up), comedia es un plano general (comedy is a long shot).

La tragedia es un primer plano de las vicisitudes de un grupo reducido de personas, cuyo causante es un canalla o un infame, tal el caso de Agamenón, cuyo kóros (orgullo, altivez o insolencia), según lo define Aristóteles lo llevan a un estado de parakopé (infatuación o frenesí).

Por eso, Aristóteles asigna a la tragedia un valor didáctico moral, porque al ver los padecimientos y el desenlace, los espectadores debían tener compasión y temor por lo sucedido y esto debía provocar la catarsis de estas pasiones para no incurrir en ellas.

Siglos después, Goethe, cuando analiza e interpreta la Poética, llega a otra conclusión: los espectadores no acuden a los espectáculos trágicos para aprender los arcanos de la condición humana sino para divertirse. A mediados del siglo XIX, los alemanes, con la precisión filológica que los caracteriza, acuñaron un término muy acorde con esta observación de Goethe; motor de la inspiración de artistas, los consumidores de sus obras, también a creyentes meapilas: Schadenfreude (Schaden = daño y Freude = alegría), placer maligno que se tiene al presenciar las desgracias ajenas.