Opinión

Crónicas de un naufragio anunciado

Relatos de un país cuya dirigencia política olvidó el mar, la guerra y la vergüenza.

Por José Luis Milia *

Hubo un tiempo -no tan lejano como convendría- en que la Argentina tenía submarinos que navegaban, aviones que volaban y marinos que sabían por qué el mar no es solo agua salada. Un tiempo en que la palabra “disuasión” no era una metáfora vacía, sino una doctrina escrita con tinta, acero, pólvora y petróleo.

Hubo un tiempo, también, en que la Armada de la República Argentina era la más poderosa del hemisferio sur. Teníamos portaaviones que surcaban el Atlántico con dignidad y presencia, destructores que cortaban las olas con precisión quirúrgica, fragatas que patrullaban nuestras aguas con la certeza de que el mar era nuestro y había que demostrarlo. El ARA 25 de Mayo no era una reliquia, sino un símbolo de proyección. El Santísima Trinidad y el Hércules no eran nombres de archivo, sino acero vivo, con tripulaciones entrenadas, listas, orgullosas.

En aquellos años, la Armada no era solo una fuerza militar: era una escuela de estrategia, una reserva de soberanía, un recordatorio flotante de que la Argentina alguna vez pensó en grande. Desde los astilleros de Río Santiago hasta las maniobras conjuntas con otras potencias, había una conciencia marítima que hoy parece ciencia ficción. No éramos espectadores del mar: éramos actores. Y a veces, protagonistas. Hoy, en cambio, solo flotamos.

Flotamos en discursos, en promesas, en presupuestos que no alcanzan ni para pintar la línea de flotación. Flotamos en la nostalgia de Malvinas, en la épica de archivo, en la retórica de los que nunca pisaron una cubierta ni escucharon sonar activo en la noche. Flotamos, sí, pero no navegamos. Y mucho menos combatimos.

Este escrito no es un homenaje. Tampoco es una denuncia. Es, simplemente, un inventario de ausencias. Una bitácora de “la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”. Una serie de crónicas escritas desde el borde de la derrota, no la militar -que esa ya la conocemos- sino la moral, la estratégica, la cultural.

La Argentina es un país con submarinos que ya no zarpan, con aviones que no despegan, con astilleros que construyen promesas y con un inmenso mar que nos pertenece solo en los mapas. Podemos pensarlo con rabia, con ironía, con tristeza. A veces con furia. Pero siempre con la certeza de que la decadencia no es un accidente: es una decisión política sostenida en el tiempo.

Porque no se trata solo de barcos. Se trata de visión. De entender que el mar no es una frontera, sino una puerta. Que la defensa no es un gasto, sino una inversión en dignidad. Que la soberanía no se declama: se ejerce.

Estas crónicas no buscan consuelo. Buscan memoria. Porque un país que olvida cómo se defiende, termina por no saber qué defender. Y entonces, ya no importa si el enemigo viene del norte, del sur o de adentro. Porque cuando llegue -y siempre llega- no encontrará resistencia. Solo silencio. Y óxido.

LA FLOTA INVISIBLE

La Armada Argentina tiene barcos. Muchos. Algunos navegan. Otros flotan. Algunos están en servicio. Otros están en PowerPoint. Y otros, los más honestos, están en museos. O deberían.

El inventario oficial dice que hay más de 40 unidades. Pero hay que leer entre líneas. Porque, lamentablemente, en la Armada, no todo lo que figura existe. Y no todo lo que existe, funciona.

SUBMARINOS

* ARA Santa Cruz (S-41): en “reserva”. Traducción: no navega desde hace años. La reparación de media vida fue cancelada. Hoy es un monumento flotante a la indecisión.

* ARA Salta (S-31): amarrado como buque de instrucción. Solo puede navegar en superficie. Es decir, no es un submarino. Es un barco que se cree submarino.

DESTRUCTORES CLASE MEKO 360

* ARA Almirante Brown, La Argentina, Sarandí: en servicio, aunque con sistemas obsoletos y mantenimiento intermitente.

* ARA Heroína: oficialmente retirada en 2024. Extraoficialmente, llevaba años sin moverse.

CORBETAS CLASE MEKO 140

* Seis unidades. Algunas operativas. Otras en reparación eterna. La ARA Parker, por ejemplo, fue declarada “en conversión a patrullero oceánico”. En 2021. En 2025 sigue esperando.

PATRULLEROS OCEÁNICOS (OPV Gowind)

* Cuatro unidades nuevas: ARA Bouchard, ARA Piedrabuena, ARA Storni, ARA Cordero. Compradas a Francia. Son lo más moderno que tiene la Armada. Patrullan, vigilan, sacan fotos. Pero no combaten.

BUQUES DE APOYO Y ANFIBIOS

* ARA Bahía San Blas: buque logístico de 1978. Sigue en servicio. Porque no hay otro. El resto, ARA Canal de Beagle está, prácticamente, fuera de servicio, aunque formalmente en inventario. Y el ARA Patagonia carece de recursos para una operación sostenida. La Armada Argentina no posee actualmente ningún buque del tipo LPD (Landing Platform Dock), LST (Landing Ship Tank), ni LHD (Landing Helicopter Dock), que son los buques diseñados específicamente para operaciones anfibias de envergadura.

* Proyectos de buques polares, de desembarco y de transporte: todos en fase de diseño. Desde hace años.

* Lanchas rápidas, lanchas de desembarco, patrulleras fluviales, unidades menores; algunas datan de los años 70. Otras fueron reacondicionadas. Otras simplemente están ahí, como parte del decorado.

Porque la Argentina vive una paradoja, su Armada tiene barcos. Pero no tiene flota. Tiene nombres. Pero no tiene presencia. Tiene tripulaciones que entrenan con simuladores, pero no con mar. Tiene planes de modernización que se actualizan cada año, como si la defensa fuera un archivo de Excel.

Y lo más trágico no es solo la falta de medios. Es la falta de una política de defensa nacional. Porque una flota a la cual no se le señala una política estratégica, es como un ejército que no se prepara para la guerra: una ficción cara. Una ceremonia vacía. Una flota invisible.
 

EL ARMA SILENCIOSA QUE HICIERON CALLAR

"Alguna vez fuimos" -esa letanía melancólica que atraviesa la historia argentina como un eco obstinado- resuena también bajo el agua. Porque sí, hubo un tiempo en que Argentina no solo tuvo submarinos: los supo operar, los hizo temibles y los convirtió en herramientas de disuasión real en el Atlántico Sur.

Durante décadas, la Armada Argentina lideró en operaciones submarinas en la región. No era solo cuestión de fierros: había doctrina, había entrenamiento, había una oficialidad que entendía el mar como un teatro de operaciones. Las unidades eran capaces de vigilar, proteger y disuadir. Y lo hacían.

Los ejemplos no son anécdotas: son pruebas. El viejo Santa Fe, una reliquia de la Segunda Guerra, navegó hasta las Georgias en 1982, el submarino, pese a su obsolescencia, y su tripulación desafiaron al inglés con coraje y audacia. El San Luis, por su parte, patrulló durante 39 días las aguas de Malvinas, sumergido bajo una flota británica que lo buscaba con furia y sin éxito. No disparó por azar: disparó torpedos que fallaron por fallas técnicas, no por falta de voluntad. Lo que no falló fue su tripulación.

Pero todo eso terminó el 15 de noviembre de 2017. Con la desaparición del ARA San Juan y sus 44 tripulantes, no solo se perdió una nave: se extinguió un arma. Murieron héroes, pero también quedó al desnudo una verdad incómoda: desde 1983, la Armada Argentina ha sido víctima de un desarme progresivo, silencioso y muchas veces negado. No por enemigos externos, sino por la desidia política interna.

Hoy no hay submarinos operativos. Lo que queda son cascos oxidados, proyectos inconclusos y promesas recicladas. La falta de inversión, de mantenimiento y de visión estratégica ha desmantelado una capacidad que costó décadas construir. Y mientras tanto, flotas extranjeras saquean el Atlántico Sur con impunidad, y potencias regionales como Chile, Brasil e Inglaterra refuerzan su presencia militar en la zona.

Chile, por ejemplo, ya opera cuatro submarinos modernos -dos son clase Scorpène y dos, clase 209/1400L- y se encuentra en fase de preinversión para adquirir unidades para reemplazar los 209/1400L con submarinos de última generación. Brasil, por su parte, ha dado un salto cualitativo: está construyendo el primer submarino nuclear de América Latina, el Álvaro Alberto, con asistencia tecnológica francesa. Tendrá propulsión nuclear, misiles de largo alcance y una autonomía de hasta siete años sin recarga.

Sin submarinos, no hay disuasión. Sin disuasión, no hay soberanía efectiva. La Patagonia azul -ese mar inmenso que rodea nuestras costas- se vuelve cada día más vulnerable. Y en ese vacío, otros avanzan.

El desguace de la fuerza submarina no es solo un problema militar: es una renuncia política. Es aceptar que el país no tiene cómo defender sus recursos estratégicos, ni cómo proteger su proyección marítima. Es resignarse a mirar desde la costa cómo otros deciden el destino de nuestras aguas. Alguna vez fuimos. Pero ya no. Y lo peor es que ni siquiera parece doler.
 

ALAS ROTAS SOBRE EL ATLÁNTICO

Los Super Étendard están ahí. Quietos. Inmóviles. Como estatuas de una guerra que ya nadie recuerda con precisión. Cinco fierros franceses, pintados de gris naval, durmiendo en hangares que huelen a humedad, kerosene viejo y abandono. Llegaron en 2019, con bombos, platillos y promesas. “Los aviones que hundieron al Sheffield”, decían. Como si el pasado pudiera despegar. Pero no vuelan. Nunca volaron. Nunca van a volar.

Faltan repuestos, dicen. Faltan técnicos, dicen. Lo que no dicen es que falta voluntad política. Porque eso no se arregla con presupuesto ni con convenios. Eso se pudre desde adentro. Como el fuselaje de un avión que lleva años sin mantenimiento.
Los pilotos entrenan en simuladores que no simulan nada. Los mecánicos hacen lo que pueden con lo que tienen, que es poco y cada vez menos. Y los jefes, los de uniforme planchado y sonrisa de despacho, repiten el libreto: “estamos trabajando para su pronta incorporación operativa”. Como si la guerra esperara.

Mientras tanto, Chile vuela. Brasil vuela. Perú vuela. Nosotros archivamos. Guardamos los aviones como quien guarda una culpa. O una mentira.
Y no es solo el Super Étendard. Es la aviación naval entera. La que alguna vez cruzó el Atlántico en formación cerrada. La que voló bajo el radar británico y le hundió buques. La que entrenaba con portaaviones y sabía lo que era un ataque coordinado. Hoy no queda nada de eso. Solo hangares vacíos, pilotos frustrados y una bandera que flamea por costumbre.

La disuasión, esa palabra que suena a doctrina y a pólvora, se ha convertido en un trámite administrativo. En una nota de prensa. En una foto con fondo de chatarra.

Y el Atlántico, que alguna vez fue nuestro campo de batalla, hoy es solo un espejo donde se refleja la derrota.

ANTÁRTIDA: EL SUR QUE YA NO NOS PERTENECE

Hay un mapa -viejo, amarillento, colgado en alguna escuela pública del sur- donde la Antártida aparece como una prolongación natural de la Patagonia. Un triángulo blanco que se extiende desde el continente como una promesa, una herencia, un destino. Ese mapa, como tantos otros en la historia argentina, ya no representa la realidad. Solo la nostalgia.

La Argentina reclama soberanía sobre un sector de la Antártida desde principios del siglo XX. Lo hace con argumentos geográficos, históricos, jurídicos. Lo hace con documentos, con tratados, con discursos. Pero no con hechos. Porque la soberanía, como el amor o la fe, no se declama: se ejerce. Y hoy, no se ejerce.

Las bases están. Algunas. Otras no abren. Otras no llegan a abrir. Los vuelos logísticos se cancelan por falta de repuestos, de aviones, de voluntad. Los helicópteros Bell 212, que deberían trasladar científicos desde Marambio a Carlini, Esperanza o Petrel, llevan meses fuera de servicio. La campaña antártica se improvisa, se recorta, se posterga. Y la ciencia -esa forma civilizada de la soberanía- se suspende. Por segundo año consecutivo, se canceló el estudio del pingüino emperador. No por el clima. Por el desinterés.

Mientras tanto, otros países avanzan. Chile moderniza su base Frei. Reino Unido amplía su presencia en las islas. China construye estaciones con precisión milimétrica. Y nosotros, que fuimos pioneros, que fundamos Orcadas en 1904, que soñamos con una Argentina bicontinental, hoy apenas sobrevivimos en el continente blanco.

El Tratado Antártico congela las reclamaciones, pero no las borra. La presencia activa sigue siendo la única forma de sostener el reclamo. Y la Argentina, que alguna vez fue ejemplo de presencia científica, hoy se retira en silencio. Como si el sur ya no le perteneciera. Como si el frío le diera miedo.

Borges escribió que el sur es un lugar metafísico. Un sitio donde el tiempo se curva y la identidad se revela. Tal vez por eso duele tanto perderlo. Porque no se trata solo de geografía. Se trata de memoria. De dignidad. De saber que hay un punto en el mapa donde todavía podríamos ser lo que alguna vez fuimos.

Pero para eso, habría que volver. Y no con discursos. Con barcos. Con aviones. Con científicos. Con voluntad. Y eso, hoy, parece más lejano que el Polo Sur.
 

EL PORTAZO QUE NADIE ESCUCHO

No hubo comunicado oficial. No hubo cadena nacional. No hubo siquiera una filtración conveniente. Solo un silencio espeso, burocrático, como esos que se acumulan en los pasillos del Ministerio de Defensa cuando alguien decide que es mejor no hacer olas.

En 2011, la Armada Argentina se retiró del programa UNITAS, el ejercicio naval más antiguo del hemisferio occidental. Lo hizo sin escándalo, sin explicaciones, sin estrategia. Fue un portazo sin ruido. Un gesto que pasó desapercibido para la prensa, para la política, para casi todos. Pero no para los que entienden de mar, de alianzas, de señales.

UNITAS no era solo un ejercicio. Era una mesa. Una red. Un idioma común entre marinas que, más allá de sus diferencias, compartían protocolos, maniobras, interoperabilidad. Participar era estar. Retirarse era desaparecer.

La decisión fue política, por supuesto. Como casi todo en la defensa argentina. Se dijo que era por “soberanía”, por “alineamientos”, por “autonomía estratégica”. Palabras grandes para justificar una ausencia. Pero la verdad era más simple: no había barcos. No había presupuesto. No había voluntad.
Desde entonces, la Argentina se fue aislando. No solo de Estados Unidos, que era el blanco fácil del discurso, sino de Brasil, de Chile, de Colombia, de Perú. Países que siguieron entrenando, modernizando, cooperando. Países que entendieron que la defensa no es una consigna ideológica, sino una herramienta de poder.

Mientras tanto, en Buenos Aires, se multiplicaban los discursos sobre “la Patria Grande”, “la multipolaridad” y “la autodeterminación”. Pero los radares no funcionaban, los submarinos no zarpaban y los aviones no despegaban. La autonomía estratégica se convirtió en autarquía táctica. Y la soberanía en una palabra hueca.

Hoy, la Armada argentina no participa en UNITAS. Ni en PANAMAX. Ni en RIMPAC. Ni en casi nada. Sus oficiales jóvenes no entrenan con otras marinas. Sus sistemas no se calibran con estándares OTAN ni con doctrina regional. Sus barcos, cuando navegan, lo hacen solos. Como fantasmas. Y lo más grave no es que nos hayamos ido. Lo más grave es que nadie nos extraña
 

INFANTERÍA DE MARINA: SOLDADOS DE UNA NACION QUE OLVIDÓ SUS COSTAS

En Baterías, entre hangares oxidados y galpones que huelen a pólvora vieja, todavía se entrenan. Corren. Cargan. Desembarcan. Gritan órdenes que el viento arrastra hacia el mar. Son los infantes de marina. Los últimos soldados anfibios de un país que ya no se acerca al agua. La Infantería de Marina Argentina fue, durante décadas, una fuerza de élite. Capaz de proyectar poder desde el mar, de operar en el monte, en la nieve, en el barro. En Malvinas combatieron con coraje y precisión. Hoy, sobreviven con lo que hay. Que es poco. Que es nada.

Tienen tres ambientes operativos:

La Brigada Anfibia (FAIF), entrenada para desembarcos. La Fuerza de Infantería de Marina Austral, con base en Ushuaia, especializada en clima frío. El Batallón Nº3, en el litoral fluvial, para operaciones ribereñas.

En teoría, es una fuerza versátil, moderna, estratégica. En la práctica, es una fuerza que entrena con vehículos re motorizados por empresas privadas, que dispara, cuando puede, morteros de los años 80, y que ahora incorpora drones gracias a cursos brindados por empresas civiles. Porque el Estado no llega. O llega tarde.

En 2025, se capacitaron en el uso de sistemas aéreos no tripulados. Aprendieron a volar drones para reconocimiento, topografía, vigilancia. Lo hicieron con entusiasmo. Con profesionalismo. Con resignación. Porque saben que no hay reemplazo para los vehículos anfibios infinitamente reparados, ni para los buques de desembarco que no existen.

Y sin buques, no hay operación anfibia. Y sin operación anfibia, no hay Infantería de Marina. Solo queda el nombre. El uniforme. El recuerdo.
Pero ellos siguen. Porque la mística no se desactiva por decreto. Porque la arena húmeda y fría de las playas no se negocia. Porque alguien tiene que estar ahí cuando el país recuerde que tiene costas, archipiélagos, ríos, islas. Y enemigos. Hasta entonces, entrenan. En silencio. En soledad. En tierra de nadie.


LA INDUSTRIA NAVAL ARGENTINA

En Argentina, los astilleros no construyen barcos. Construyen discursos de campaña. Tandanor y Río Santiago, dos nombres que alguna vez significaron soberanía, hoy son sinónimos de abandono. Donde antes se forjaban estructuras navales, hoy se levanta escenografía política. Y donde alguna vez tronó el acero, hoy reina el silencio.

Mientras tanto, en Chile, el astillero ASMAR (Astilleros y Maestranzas de la Armada) -fundado en 1962- ha construido 115 buques. Ya terminó un rompehielos y un OPV para su armada. En 2026, comenzará a construir una fragata. Y exporta.

TANDANOR

En Tandanor siempre hay olor a pintura fresca. Aunque no se pinte nada. Es un olor institucional, como el perfume rancio de la demagogia. Cada vez que un ministro pisa sus gradas, con casco blanco y sonrisa de campaña, se repite la misma ceremonia: “Vamos a recuperar la industria naval”. Los operarios asienten. Por costumbre. O por resignación. Hubo un tiempo en que el astillero Talleres Navales Dársena Norte fue emblema de capacidad y orgullo. Hoy es decorado. Un museo funcional. Una ruina que se activa para la foto.

En sus gradas se oxidan proyectos que no zarparon jamás: remolcadores inconclusos, corbetas convertidas en chatarra de promesa, buques polares congelados en planos. Todo está “en ejecución”. Nada se completa.

La corbeta ARA Parker, por ejemplo, ingresó en 2021 para ser transformada en patrullero oceánico. En 2025, sigue esperando. El plan de doce remolcadores tiene uno al 85%, otro a medio terminar y nueve que viven en PowerPoint. El buque polar que debía acompañar al Irízar se deshizo antes de nacer: un millón y medio de dólares impagos a la empresa finlandesa que diseñaba los planos. Menos que una campaña electoral en una provincia del interior.

La paciencia naval, que se mide en décadas y nudos, se agota. La Armada evalúa cortar relaciones con el astillero. El Gobierno, sin entender nada, coquetea con la privatización. Como si el problema fuera la propiedad, y no la desidia.

La historia de Tandanor es la del país: privatizado con fraude en los 90, “recuperado” con épica nacional y popular en 2007 y, finalmente, paralizado por omisión y cinismo. Un cadáver estatal embalsamado con comunicados. Y cada tanto, una mano de pintura. Un acto. Una cinta cortada. Y el humo -siempre el humo espeso de la política argentina- lo cubre todo. Hasta la próxima promesa.

RÍO SANTIAGO

En la grada número uno del Astillero Río Santiago hay un barco que aún se llama Eva Perón. Aunque podría llamarse Ironía. O simplemente “el barco que no fue”.

Lleva más de una década ahí, a medio terminar. A su lado, el Juana Azurduy espera su turno para ser olvidado. Está al 50%. Como el país. Fundado en 1953, Río Santiago fue símbolo de soberanía industrial. Hoy es símbolo de la decadencia política nacional: promesas incumplidas, fondos desviados, discursos que no flotan. En 2009, el gobierno provincial redirigió 23 millones de dólares destinados a esos buques para terminar el Estadio Único de La Plata. Ni Scioli, ni Vidal, ni Kicillof devolvieron el dinero. Ni la dignidad.

En 2025, más de mil trabajadores -no los ñoquis, los verdaderos- marcharon bajo la lluvia desde Ensenada hasta La Plata. Exigieron lo básico: que el astillero funcione. Que se construyan barcos. Que no se los condene a custodiar ruinas. El Estado respondió con tecnicismos…, y decretos para importar buques usados y más banderas de conveniencia. Como si la soberanía fuera optativa. Como si el acero pudiera esperar.

Se entregaron dos lanchas LICA, se construyó una compuerta para Puerto Belgrano, se diseñó un dique flotante para Ushuaia. Todo útil. Todo menor. Todo insuficiente.

Porque el problema no es técnico. Es político. Es moral. Es cultural. Río Santiago no está paralizado por incapacidad. Está detenido por cobardía. Por complicidad. Por una dirigencia que teme enfrentar jerarcas sindicales con chalecos antibalas y autos blindados. Por una política que prefiere desguazar antes que construir.

LA DERIVA

En Argentina, los astilleros no hacen barcos. Hacen memoria de lo que fuimos. Monumentos a lo que no supimos defender. Museos de acero muerto. La industria naval argentina no colapsó. Fue desactivada. A propósito. Por cobardía. Por corrupción. Por abandono.

Y en cada grada vacía, en cada casco sin terminar, en cada operario sin herramientas, hay una pregunta que retumba como eco de cañón sin carga: ¿Cómo se defiende una patria que ya no sabe construir barcos?

EL MAR QUE NOS MIRA CON LÁSTIMA

El mar no olvida. Puede parecer indiferente, con su oleaje monótono y su horizonte sin fin, pero recuerda. Recuerda los cascos que lo surcaron, los nombres pintados en gris naval, las hélices que lo cortaban con precisión de acero. Recuerda los ejercicios, las maniobras, los combates. Recuerda a los hombres que lo respetaban. Y también recuerda a los que lo abandonaron.

Hoy, el mar mira hacia la costa argentina con una mezcla de lástima y paciencia. Sabe que ya no lo recorren submarinos. Que los destructores envejecen en silencio. Que los aviones no despegan. Que los astilleros prometen lo que no construyen. Que la soberanía se declama, pero no se ejerce.

El mar, que alguna vez fue frontera y escudo, se ha convertido en un espejo. Y lo que refleja es una nación que se ha dado la espalda a sí misma. Una nación que olvida que el mar no es solo agua: es comercio, defensa, ciencia, historia. Es poder. Es destino.
Los países que entienden eso construyen flotas, entrenan marinos, diseñan estrategias. Los que no, organizan actos, pintan barcos viejos y escriben discursos que se oxidan antes que los cascos.

Pero el mar sigue ahí. Esperando. Como un testigo. Como un juez. Como un dios antiguo que no castiga, pero tampoco perdona.

Y quizás algún día, cuando la Argentina recuerde quién fue, vuelva a mirarlo de frente. No con nostalgia. Con decisión. Con respeto. Con barcos. Hasta entonces, el mar nos mira. Y no dice nada. Porque ya lo dijo todo.

* josemilia_686@hotmail.com