Este espacio viene sosteniendo que el objetivo razonablemente alcanzable por el Gobierno en las elecciones de mañana sería lograr apoderarse de un 33% de ambas Cámaras. A estar por las últimas declaraciones y trascendidos, también el oficialismo comparte ese objetivo, al que prácticamente considera como un resultado satisfactorio.
Como es obvio, ese resultado le permitiría vetar, sin posibilidad de insistencia, cualquier ley que se le ocurriese sancionar al Congreso de las del tipo torpedo que ha intentado y a veces logrado aprobar. También ese resultado lo pondría a salvo de cualquier intento de juicio político.
Según la interpretación de los funcionarios, ese resultado no merecería la calificación de derrota por parte de Trump, lo que no dispararía el retiro del apoyo con que el presidente norteamericano y el Tesoro han amenazado.
En teoría. En la práctica, habrá que ver cuál es el comportamiento de cada uno de los legisladores que componen sus listas, en especial cuando se purguen las candidaturas testimoniales, cuya cantidad no habría que minimizar con ligereza. Ese transfuguismo descarado que ya ha debido soportar LLA, más la necesidad de contar con algunas figuras políticamente destacadas para el gabinete y otros puestos clave de la gestión, jugarán un rol de fondo.
La incomprensible, o comprensible, composición de las listas, donde campean nombres que destilan peronismo, camporismo y kirchnerismo, está lejos de garantizar la solidez de los bloques del partido gobernante, sobre los que ejerce escasa influencia y control, por varias razones.
A ello se debe agregar la colosal diferencia de intereses entre la Administración Central y los gobernadores, o mejor dicho las provincias, que prácticamente en su totalidad son enemigas de la eliminación del déficit presupuestario, no explícita pero si implícitamente. La eliminación o reducción de impuestos coparticipables, o la negativa a coparticipar ingresos actualmente no coparticipables, no serán un tema menor en las futuras decisiones legislativas, casi con prescindencia de la filiación partidaria y la ideología de los representantes.
Eso hace que no deba considerarse un triunfo si se superara el obstáculo de los dos tercios, porque sería un triunfo de un instante, apenas una foto que puede variar en segundos, sobre todo por la demostrada incapacidad del gobierno para negociar y dialogar, algo que habrá que ver si se soluciona con el remozado nuevo gabinete que se anuncia con cierta urgencia ante el apriete yanqui.
El conventillo interno en la conducción del partido y del gobierno ayudan a suponer que ni la integración del nuevo gabinete, ni las negociaciones futuras por el reparto presupuestario serán fáciles, lineales o automáticas. No habría que creer entonces en el funcionamiento matemático del quorum ni las mayorías parlamentarias.
Tampoco hay derecho a imaginar con ligereza que se vayan a incorporar fácilmente figuras valiosas a la gestión. No sólo por las mencionadas divisiones, sino porque habrá que ver si los individuos más capaces y respetables están dispuestos a ser conducidos o auditados por otros individuos ni capaces ni respetables.
Y en cuanto al esbozado apoyo del Pro, también habrá que ver si este partido votará y colaborará a aplicar ciega y obedientemente cualquier ley o decreto que se le ocurra al oficialismo, con el que discrepa, muchas veces con razón, en el modo de implementar las reformas y las medidas, aunque esté de acuerdo con los principios generales. LLA y sus capataces y fanáticos no parecen inclinados a negociar ninguna de sus ideas ni el modo de instrumentarlas, convencidos de que son el pueblo de Dios, como alguna vez creyeron los boers en Sudáfrica.
Similares consideraciones pueden hacerse en el caso de los legisladores que resulten electos por otras fuerzas con ideas centrales afines a las del Gobierno, pero que no concuerdan ni con la forma ni con el fondo de varias de las normas y prácticas del gobierno. Es posible que la lucha dentro de los propios bloques y con los legisladores propios termine siendo tan dura como la lucha con la oposición kirchnerperonista-izquierdista.
A diferencia de otras oportunidades, ahora entra en la pugna doméstica un nuevo jugador. No exactamente Estados Unidos, sino Donald Trump, que no es exactamente el aliado más estable que se pueda imaginar. La gobernabilidad (gobernanza) que se encargó de reclamar como factor primordial Kristalina Georgieva, no estará para nada garantizada tras la elección de mañana, por las razones que se esbozaron más arriba.
Tampoco se conocen ni se conocerán la mayor parte de los términos de los acuerdos innegables que se han hecho con Bessent y sus colegas, ni los que seguirán. La relación comercial con China, que la opinión pública y hasta la prensa suelen reducir a la cuestión de “las bases chinas” (tema misterioso que este gobierno tampoco se ocupó de investigar ni de aclarar) es de vital importancia para la economía nacional, y no puede estar en la mesa de discusiones de ningún acuerdo. Sin embargo, lo está y será más relevante en el futuro.
Esa presión a que se ha autosometido el Gobierno con este salvataje, o para mayor propiedad a la que el Gobierno ha sometido al país, puede llegar a tener más efectos negativos sobre la gobernanza que reclama Georgieva que cualquier composición del Congreso o del gabinete.
Las prometidas ayudas norteamericanas tienen condicionamientos lógicos que no pueden eludirse ni son necesariamente abusivas. El préstamo adicional de 20.000 millones de dólares de los bancos estadounidenses (por aparte del swap de cláusulas secretas) agitado por Bessent, está sujeto a garantías que esas instituciones reclaman del gobierno americano, lo que no es seguro ni factible que ocurra. Y tampoco está claro el destino que se daría a ese préstamo, que de todos modos requiere aprobación del Congreso, aunque Milei crea que la Constitución no obliga al trámite, a pesar de que su letra es taxativa.
Ello sin perjuicio del frente interno que le genera al presidente Trump la sola posibilidad de quemar esos fondos en Argentina. Tampoco, como se ha dicho aquí, es viable un acuerdo comercial como el que sueñan los optimistas locales, tanto porque debe ser aprobado por el Congreso y el Mercosur, como porque al sistema productivo norteamericano le repugna. La cifra adicional concedida a la exportación de carne es apenas un “saludo a la bandera”, lo que los americanos llamarían una token concession, o sea apenas un gesto simbólico.
En cuanto a las inversiones privadas que desparrama Bessent como si fueran propias, habrá que recordar que los inversores tienen sus propias prácticas, sus propias reglas y necesitan tener confianza no sólo en la solidez institucional, sino en la transparencia y libertad del tipo de cambio, cosa que el sistema de control de cambios al que se aferra la economía nacional no propugna.
Es de esperar bastante presión en todas las etapas políticas, y también en las negociaciones por industrias extractivas y otros casos como el de las patentes farmacéuticas, que crearán tensiones adicionales en el Congreso y en la formación de leyes.
Trump es particularmente afecto a mezclar situaciones políticas y geopolíticas con negocios, después se verá para quién. Ese hecho no será de menor importancia en los próximos dos años.
Otro aspecto a tener en cuenta es la materialización del aparente consenso sobre la necesidad de replantear las leyes laborales, el sistema previsional y el sistema impositivo. Lo que automáticamente obliga a replantear también el sistema de coparticipación federal. El Gobierno ha dejado claro que el eje de su política en los próximos dos años será lograr que se aprueben las leyes que conduzcan a ese objetivo. Misión imposible.
Suponiendo que contara con un tercio del Congreso, esa proporción, teniendo en cuenta los argumentos desarrollados aquí, tampoco parece suficiente para encarar semejantes debates, mucho menos para imponer su criterio. Eso pasará prácticamente con cualquier ley de importancia que se trate.
En ese supuesto, no parecería prudente ni serio utilizar el recurso del DNU para ninguna decisión de fondo, aun cuando no exista el riesgo de su rechazo legislativo. No sólo sería poco confiable institucionalmente, sino que terminaría en un enredo judicial de proporciones, además de una efervescencia popular que la sociedad no necesita.
Como ese panorama parece inevitable, los cambios que debería hacer el Gobierno, no sólo en su gabinete, sino en su estilo, en su conducción y conductores, en el tipo de gestores y en su estrategia, son mucho más que cosméticos, de refresco o de adaptación. Implican un cambio de fondo en su forma de hacer política y en algunos aspectos, en su política misma.
En esa línea, la supervisión norteamericana y de lo que se conoce como el sistema financiero internacional, o sus exigencias, en vez de una ayuda pueden ser un salvavidas de plomo.