La novela más reciente de José Eduardo Agualusa (Huambo 1960) es una rara ucronía. Imagina que el pequeño Reino de Bailundo (o M'balundu) derrota a los portugueses a comienzos del siglo XX con un batallón de percusionistas y persiste como entidad política independiente en el altiplano central de Angola, lugar que vio nacer y crecer al señor Agualusa.
"Es una realidad paralela; ya no es la historia tal como la conocemos, es la historia de otro universo", ha explicado el autor a la revista Veja. Vale recordar que Agualusa trabajó varios años en Brasil como periodista.
Su décimo quinta novela se titula El maestro de los tambores. El sello Edhasa acaba de presentarla en la Argentina con la impecable traducción de Claudia Solans. En 287 páginas, encierra una historia de amor, una denuncia contra el colonialismo europeo, una apuesta estilística por el realismo mágico y un homenaje a la historia y mitología del pueblo ovimbundo (la etnia más numerosa de Angola).
UNA MATANZA
La trama se inicia con una matanza. Una patrulla portuguesa encuentra veinticinco cadáveres. Eran soldados europeos. La mayor parte no presentaba ningún corte de hoja blanca, agujero de bala, hematoma o contusión. Otros parecen haberse suicidado. Todos con una expresión en el rostro de infinita tristeza. ¿Puede un hechizo exterminar un ejército moderno? Sobre tan espléndida pregunta se asienta la novela.
Lisboa envía a investigar al teniente Jan Pinto, nativo de Angola (parece un sueco: padre portugués, madre boer) que estudió Antropología en París y habla lenguas bantúes. Es un personaje algo anacrónico, más propio de los años sesenta. Como dijimos, estamos a principios del siglo XX.
El buen teniente resolverá el misterio, pues un amigo de la infancia es nada menos que Hejengo, el Maestro de los Tambores del Reino de Bailundo. La otra línea argumental es el tórrido romance de Jan con Lucrecia Van-Dunem, hija de un próspero comerciante de Luanda, la capital angoleña.
Como estrategia literaria se ha convenido que el realismo mágico -esa subespecie del pintoresquismo que inventó William Faulkner- está muerto y enterrado en América Latina después de que Isabel Allende lo convirtiera en caricatura.
La treta, no obstante, resucitó en Japón gracias al talento de Haruki Murakami y hoy persiste en la intensa y colorida África en la obra copiosa de Agualusa, quien también demuestra ingenio para recursos poéticos como el símil. Verbigracia: "...el aire estaba frío y pesado como un difunto"; “…la tarde, callada como una postal…”.
De todos modos, creemos que atribuir características mágicas a un personaje suele bloquear el desarrollo de una personalidad literaria. Es lo que ocurre con Irene, la hermana de Lucrecia. Es preciso destacar que la historia está narrada desde finales del siglo XX por la nieta de la pareja protagónica, con notas a pie de página incluso.
Por otra parte, Agualusa compone con economía de medios. Las frases y los capítulos -¡ay!- son muy cortos. La exuberancia está en los temas, los decorados y en el planteo ideológico. Uno se queda con la sensación de que el barroquismo le hubiera sentado mejor a la novela, aunque siempre será un error criticar a un perro porque no es un gato.
Puede leerse Mestre dos batuques también como una parábola. Agualusa ha querido establecer la superioridad de las culturas aborígenes del África negra por sobre aquello que designamos como “civilización occidental”, incluso del animismo sobre el racionalismo. Es una moda.
El ministro de guerra le explicaba en Lisboa al teniente Pinto que el dominio de Portugal -"un país tan sin recursos como un canónico de aldea"- se asienta por completo en un logro ingenuo: "...los africanos creen que somos fuertes, que somos poderosos que somos invencibles".
En la vida real, una minúscula fuerza portuguesa, con mercenarios boers y compañías de soldados negros, sometió al rey de los bailundos entre 1902 y 1904. La descolonización de Angola concluyó en la década del 70. Estalló entonces la guerra civil más larga de la historia del continente negro, que también devastó a "la gente de la meseta", e involucró a cubanos, zaireños y sudafricanos, pues estuvo condicionada por el latido de la guerra fría. A pesar de ello, Agualusa llama al África "continente madre de la espiritualidad".